Doble filo

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El viento los había favorecido. La flota de Drago Manodura arribó en las costas de la isla Kletgan sin problema alguno. Las gotas de lluvia habían comenzado a caer de una manera sutil, como un leve roció, cosa que humedecía las sucias barbas de los vikingos que bajan de los drakkars cual héroes victoriosos.

Con el corazón en la mano, Astrid, observaba desde la seguridad de la cueva a los navegantes. Sus iris azules se mantenían fijos en el líder de los cazadores, Drago, quien recorría su entorno con la mirada, mientras sostenía con fuerza una lanza.

La celda se selló con llave. Los barrotes anti fuego eran la única compañía que tenía el furia nocturna. El dragón, asustado por la oscuridad, intento rugir para pedir auxilio, pero no pudo, una gruesa porción de cuero, que se pegaba a sus escamas gracias a el mismo material del que estaban hechos los barrotes, le hacían la tarea de abrir la boca imposible.

La criatura no tardo en advertir el dolor que inundaba su ojo izquierdo; era como si mil dagas en llamas se clavaran en toda la zona izquierda de su cabeza. Llevo su pata hacia el lugar herido, y ese mísero roce le ocasiono una molestia tremenda. El pavor no tardo en hacerse presente en su fuerte cuerpo; sus extremidades temblaban y su corazón latía con fuerza, el poderoso dragón no tenía escapatoria, estaba reducido y casi ciego, se había convertido en una nueva víctima de Drago Manodura.

Los gritos agónicos de los prisioneros torturados se ahogaban en la cubierta, pero se oían más vivos que nunca entre los pasillos inferiores del barco de esclavos, lugar en el que tres vikingos fornidos arrastraban a Estoico.

El pelirrojo, observaba con nostalgia a los rehenes que se hallaban a su alrededor, pudo divisar algunos berkianos y berserkers, pero también a otros, algunos de ellos tenían la piel tan oscura como la noche, otros los ojos rasgados y de un negro tétrico, como los de Kyo, el hombre que había traicionado a Drago. Muchos de los reos de características exóticas no pasaban de los quince o catorce años; eso hizo que Estoico piense en Hipo, y no pudo hacerlo sin derramar unas cuantas lágrimas.

—¡Para de llorar vieja! —exigió uno de los vikingos, para luego golpear la cabeza del jefe de Berk.

Las lágrimas de Estoico cesaron, no porque se haya olvidado de Hipo, al contrario; su hijo seguía clavado en su mente, quería volver a verlo, pero no muerto, por lo que debía obedecer todo lo que se le dijera.

Los gritos se hicieron más agudos; Estoico pudo reconocer al dueño de la voz al instante. Los ojos del pelirrojo se abrieron como platos al ver que en una de las celdas al mismo joven que había defendido a Brutilda. Eret yacía colgado de las manos, mientras Ivar hacia impactar un látigo contra la espalda del chico. Los chillidos emergían de la boca de Patapez, pues gran parte de los berkianos se encontraban hacinados en aquel lugar, obligados a ver como el moreno era torturado.

—¡Jefe! —chilló Patapez, mientras se limpiaba las lágrimas.

Ivar, el nuevo encargado de los esclavos giro levemente la cabeza, tras esto posó su mirada en Estoico, y le propinó una sonrisa torcida e Hipócrita.

—¡Estoico el valiente y gallardo jefe de Berk! —vociferó el vikingo, soltando el látigo —¡Que honor el tenerte aquí! —añadió, haciendo una pequeña reverencia burlesca. —Lamento mucho que tengas que compartir tu celda con alguien tan feo, pero este barco tiene a muchos huéspedes, algunos de ellos un poco desobedientes —explicó, para luego mirar de reojo a Eret, cuya piel morena parecía no existir en la espalda de este, pues el rojo vino era lo que teñía su tronco.

—No...no lastimes a los niños Ivar...—soltó Estoico, adivinando el nombre del vikingo torturador.

—¡Que sorpresa! —dijo el desquiciado con una sonrisa —¡Me recuerdas!

Corazón de hierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora