El dragón negro

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Los rayos solares se inmiscuían entre las nubes grises de una manera surrealista. El aire agitaba las ramas secas de los árboles, con cuidado, como si procurase no quebrarlas. El oleaje se encontraba en calma; todo el paisaje parecía haber olvidado la furia con la que, las noches anteriores se había desatado.

Desde la ventana de su cuarto, Hipo, observaba angustiado el amanecer. No podía cerrar los ojos, los hechos lo habían golpeado brutalmente. Pensaba en su padre, en el pasado y, en el futuro, tenía miedo, pero no podía negar que una pequeña pizca de felicidad había logrado colarse entre todos los amargos sentimientos.

A pesar de que no sucedió como lo tenían planeado, el plan de Astrid y de él había funcionado, no obstante, eso no era lo único que obligaba al castaño a sonreír. Todo Berk sabía muy bien que la primogénita de Jensen no ere una "chica fácil"; en catorce años, Astrid jamás había mostrado interés en un chico, por lo tanto, eso convertía a Hipo en el primer chico del pueblo al que la joven Hofferson había tocado.

El estruendo que provocaban unos puños al estrellarse contra la puerta sacó a Hipo de sus reflexiones. El joven, se puso de pie rápidamente, y corrió a recibir a la persona que se encontraba tras aquel trozo de madera.

Alfred se encontraba fuera de la habitación, su expresión no era grata, a Hipo le dio la impresión de que si Drago no hubiera sido el líder de aquellas tropas, el vikingo no hubiese dudado en arrancarle la cabeza.

—¡muévete niño! —le ordeno a Hipo el fornido hombre —¡hoy comienza tu trabajo!

Hipo salió de la habitación antes de que Albert cerrara su boca. El joven planeaba seguir las ordenes al pie de la letra; un paso en falso podía acabar con todo lo planeado.

—Miyaki te espera en la cubierta, te explicara como cuidar de los dragones —dijo Alfred, solemnemente.

La idea de cuidar de dragones era totalmente nueva para Hipo. Las horas que Drago le otorgo para descansar, no fueron suficientes para que castaño asimilara y analizara el papel que tendría en el ejército de Mandura. Las palabras de Albert, habían dejado pasmado al joven vikingo.

—¡ve rápido mocoso! —gruño Alfred, apretando los puños —¡Miyaki no tiene todo el día!

Los gritos del corpulento varón hicieron sobresaltar a Hipo. El castaño, atemorizado por la furia de Alfred, se alejó corriendo del lugar, dejando a su paso, a varios tripulantes pasmados, pues aquella actitud cobarde no solía ser vista por los hombres de Drago.

Las miradas de los tripulantes incomodaban a Astrid. Los vikingos observaban a la muchacha con cierto deseo, no pronunciaban palabras, no hacían muecas o movimientos, pero Astrid lo sentía, su sexto sentido le decía a gritos que tuviera precaución.

—¡¡IVAR!! —grito el hombre que acompañaba a Astrid, con una fuerza tal, que provoco la parálisis de las actividades que en el barco se llevaban a cabo.

Un hombre de aspecto tosco apareció en la cubierta. Con pasos firmes se acerco al lugar en el que Astrid y su acompañante yacían. Los miro con desdén, tras esto, fingió una sonrisa, que en lugar de ser amigable fue tétrica.

—¿Qué significa esto Aren? ¿Drago me envió a la chica como regalo? —pregunto seguro de si mismo Ivar, mirando con afán a la chica.

—no, Ivar —dijo el hombre de barbas blancas y largas que acompañaba a la joven vikinga —ella ocupara tu lugar, tendrás que obedecerla —explico Aren, para luego acariciar amistosamente el hombro de Astrid.

—¡¿Qué clase de broma de mal gusto es esta?! —exclamo Ivar, mientras sus ojos comenzaban a arder en cólera.

—ordenes del jefe hijo. Drago quiere que la chica se encargue de este barco —añadió Aren, tranquilamente.

Corazón de hierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora