Capítulo II

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La carretera de regreso a casa estaba prácticamente vacía, el estéreo estaba apagado y el ambiente se había tornado tenso, justo como cada vez que Julia y yo discutíamos. Y no era como si discutiéramos mucho, en realidad solo lo hacíamos cada vez que la descubría consumiendo esas pastillas, y aunque pareciera que eso podía ser a menudo, en realidad no era así.

De la misma forma en que yo sabía que a ella no le gustaba verme drogado, ella sabía que a mi tampoco me gustaba verla tomando esas pastillas. Tanto ella como yo, cuando sentíamos la necesidad de hacerlo, lo hacíamos sin que el otro lo notara, porque cuando eso sucedía... bueno, pasaba lo que estaba pasando en esos momentos.

Mis ojos seguían con distracción las señales de transito a nuestro paso, al igual que algunas de las luces de las casas que se veían en las colinas de la costa. El efecto del X ya se había esfumado por completo de mi cuerpo, y aunque podía aprovechar eso para buscar hablar con tranquilidad, preferí no hacerlo.

Pero, a diferencia mía, Julia siguió escudándose en el origen de su adicción.

En medio del trayecto la discusión volvió a colarse entre los dos a tal punto que estuvimos a punto de chocar un par de veces, llevándome a hacer que se detuviera y cambiáramos de lugar.

Sin embargo, después de unos minutos la disputa no se hizo esperar.

—¡Pero es que no tiene nada de malo, Thomas! —insistió—. Las tomo desde que tengo trece, ¡es normal! No dijiste nada cuando me conociste con ello, ¿por qué últimamente me lo reclamas? —quiso saber.

—¡Yo no le veo nada de normal a que tomes cada dos horas, dos de esas malditas pastillas! —repliqué—. ¿Cuántas te tomas al día? ¿Treinta? ¿Cuarenta? —pregunté mirándola.

—¿Y acaso tú no eres igual con las drogas? ¿Qué fue esta vez? ¿Cocaína o éxtasis? —cuestionó—. Cuando me pruebes que lo puedes dejar entonces hablamos —sentenció retándome.

Lo que me dijo me hizo callar durante unos minutos, quizás tenía razón. Quizás primero debería empezar conmigo.

—Pues yo lo dejaría por ti —aseguré, me miró confundida.

—Demuéstralo. —Se cruzó de brazos—. Los hechos son los que importan.

—Entonces lo haré —resolví—, pero eso quiere decir que tú también lo harás —agregué desviando mi mirada hacia ella.

—¡Thomas, ya te dije que lo mío no es un problema, esas pastillas me ayudan a estar bien! —respondió a la defensiva—. A mí no me matan como a ti —añadió, bufé—. Yo te amo, pero no las puedo dejar —susurró.

—¿Y cómo quieres que yo haga algo a cambio de que tu no hagas nada? —cuestioné empezando a alterarme de nuevo—. ¡Nos concierne a los dos! ¡Por Dios, Julia! —grité enfadado—. Tienes que aportar algo también o si no, ¿de que serviría?

—Thomas, no quiero hablar más de eso —repuso dejando de mirarme, de pronto su expresión se tornó de angustia y no lo entendí hasta que gritó señalando hacia el frente—. ¡Thomas! ¡Cuidado!

Su angustia se convirtió en la mía cuando al mirar de nuevo al frente me encontré con el sonido de un claxon y unas luces que me cegaron la vista, pero ya era tarde para reaccionar. Ya era tarde para evitar cualquier cosa.

Lo siguiente que presencié fue la oscuridad, luego unas luces azules y rojas, voces y gritos, sonidos aturdidores, mucho movimiento, luces cegadoras y de nuevo la negrura.


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