15. Contando anécdotas.

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Un perro callejero había aparecido de la nada cerca de la granja, era un Golden descuidado y sucio. Lloraba del hambre y el buen corazón de Bax no podía dejarlo a la suerte.

—Está perdido, debe tener dueño —le digo a Baxter desde las escaleras.

Está bañándolo y el perro se deja hacer todo tipo de gesto cariñoso.

—Es un perro de raza, Baxter. No un perro cualquiera, debe tener dueño.

Una vez más omite mis palabras y sigue con el perro.

—Pues no lo creeré hasta que el dueño aparezca en esta granja reclamando la custodia de su perro —me contesta.

Resoplo y dejo que lo siga bañando, algo me dice que no dejará ir al perro.

El perro bañado tiene un mejor aspecto, así que me toca secarlo con cuidado de que no me mande al piso, porque el perro, pequeño no es. Su cabello caramelo luce mejor y Baxter le da de comer.

—Se pondrá mejor —me dice.

—Baxter, es un Golden —resoplo—. Es seguro que tenga dueño.

—Déjame ser feliz, mujer —me dice sosteniendo mi rostro entre sus manos.

Finjo pensarlo pero al final dejo que el perro se quede, además no podía opinar mucho. La casa no es mía.

***

Esa noche Baxter y yo nos quedamos en el sofá después de cenar con el perro llamado Pulgoso sobre nuestros pies.

—Mi abuela siempre decía que yo era la oveja negra —le conté para no quedarnos en silencio—. Y que Kal era la oveja gris, porque no había nadie que me ganara.

Escucho su risa y me acomodo en el sofá con tal de que mis piernas descansen sobre las suyas.

—Mi padre solía decir que yo corría desnudo por toda la casa cuando no quería bañarme —me cuenta.

Una carcajada sale de mí.

—¿Quién te crees? ¿Bart Simpson? —le pregunto y él ríe, pero luego continúo: —Cuando tenía doce había un niño que me encantaba, yo sabía que le gustaba también, pero estoy segura que dejó de hacerlo cuando me presenté a la escuela con una falda que mi papá me había comprado y me caí de boca frente a él, ¡me vió hasta los calzones!

Ahora la carcajada era suya, veo como sus hombros se mueven de arriba para abajo de forma leve, voy a ponerme cursi diciéndome que una sonrisa suya puede darle vida a la muerte.

—Okey, escucha esto —dice—. Mis primas eran tan insistentes, que terminé bailando ballet con ellas en su escuela. Yo cargaba hasta un tutú, ¡todo era rosa! —se lamenta—. Me veía como toda una niña.

—Escucha, los doce fue mi edad de desgracias —le digo—. Así que había un niño que me gustaba y me invitó a su casa a ver una película. Normal, yo me vestí con mi mejor vestido color celeste y mi nana me fue a dejar. La cosa es que cuando me levanté del sofá de su casa, ¡Andrés había llegado sin invitación! —su risa inesperada hace que Pulgoso se levante—. Y es que manché su sofá, su pared, su baño, ¡todo era un desastre!

Nos seguimos riendo, siento aún la vergüenza de todas las cosas que me sucedieron.

—Era el día cívico en el instituto, como estábamos en el último año, íbamos a jurar la bandera —rueda sus ojos—. Todo normal, llamaban uno por uno hasta que fue mi turno, cuando me digné a salir de mi trance e intentar caminar, mis compañeros de curso me bajaron los pantalones, esa era su intención... pero no solo mis pantalones se vieron afectados, si no que me bajaron hasta el bóxer. Todos los padres de familia vieron mis partes nobles.

Primero pongo cara de sorprendida y luego no puedo evitar reírme, burlándome de él. No dejo de reírme durante unos buenos minutos.

—Oh, Dios —me calmo—. Jamás había oído de una desgracia de tal magnitud.

—Pues créelo, fue una desgracia -me dice, su cara está roja—. Mi mamá me dejó faltar tres días a clases.

Le sigo contando más anécdotas que me hacen feliz, que me traen buenos recuerdos de una adolescencia vivida a plenitud.

—Escúchame, cuando tenía quince me fui a la playa con mis amigas y me puse mi mejor traje de baño —cuento y de solo recordar mi estómago se revuelve—. Había unos chicos que a mis amigas les gustaban y como yo era buena, iba a ayudarlas con ellos. Así que nos fuimos al agua a intentar cautivarlos como focas haciendo trucos, pero una gran ola nos arruinó todo y cuando salimos a la superficie me di cuenta de que el agua se había llevado parte de mi traje de baño. Mis amiguitas quedaron al aire, si ya sabes a lo que me refiero.

Ahora su cara está roja y no sé si es por la risa o porque acabo de nombrar partes nobles de mi cuerpo.

Pasamos horas en el sofá contándonos anécdotas, riendo y disfrutando de la compañía. Jamás tuve una charla así con Cole, jamás me sentí así con él.

Era como si las sensaciones fueran lugares no visitados y tú recién te estuvieras ubicando en el mapa.

—Recuerdo que cuando era niño me gustaba una niña del pueblo —me cuenta y presto atención—. Entonces fui de visita para pasear a mi perro, me la encontré a ella y paré a hablarle. En conclusión, ella quería decirme algo pero yo no la dejaba porque me las estaba dando de parlanchín. Y entonces capto lo que ella quería decir: mientras yo hablaba, mi perro me estaba orinando encima.

Mi risa se escucha a kilómetros, eso si que era vergonzoso. Pero nada como lo que me ha pasado si nos referimos a personas que nos gustaban.

—Yo no sé como es que nos pasan tantas cosas vergonzosas —me dice.

—Nos agarró la mala suerte —le digo.

Nos quedamos en el sofá una hora más hasta que nuestro silencio se vió interrumpido por una llamada. Era Kal.

—¿Kaleb? —contesto.

Al cabo de unos segundos él me contesta:

—No aguanté más, me fui de casa.

¡Ayúdame, Baxter!Onde histórias criam vida. Descubra agora