El plan marcha bien o no?

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Caminaron en silencio, sin tocarse. Anahí casi esperaba que Alfonso la tomara del brazo o de la mano, y agradeció que no lo hiciera. Aunque sabía que solo era un respiro.
Porque no tenía ni idea de lo que pasaría cuando llegaran a su destino.
Ya no podía mostrarse sorprendida por el hecho de que hubiera descubierto dónde vivía. Sus defensas se habían ido desmoronando poco a poco.
¿Cuál sería la siguiente?, se preguntó con un ligero estremecimiento.
Alfonso lo interpretó de forma errónea.
—Tienes frío —dijo, y se quitó la chaqueta para ponérsela a ella sobre los hombros.
— Gracias —Anahí cerró los dedos en torno a la prenda, envolviéndose en ella como si fuera una barricada. Lo que fue un error, pues mezclado con el olor a lana estaba el aroma de Alfonso, limpio y masculino.
—Parece que va a llover —dijo a toda prisa.
— ¿No te gusta la lluvia?
— Si vives en Inglaterra no puedes dejar que la lluvia te deprima. Cuando vivíamos en el campo, la fragancia que quedaba en el ambiente después de la lluvia era tan agradable que incluso empezó a gustarme. Pero aquí en la ciudad la lluvia no resulta agradable.
— Si te gustaba vivir en el campo, ¿por qué te fuiste?
— La casa no era la misma tras la muerte de mi abuela. Demasiados recuerdos. Mi abuelo decidió venderla e instalarse en Londres. No lo culpo en absoluto por ello, pero de todos modos echo mucho de menos la antigua casa.
— ¿Dónde estaba?
—En Suffolk —contestó Anahí con añoranza—. Había un huerto y un riachuelo recoma el jardín. Cuando era niña pensaba que aquello era el paraíso.
—Para mí fue al revés —dijo Alfonso —. Me crié en la ciudad, y he tenido que esperar mucho para encontrar mi paraíso particular.
— Pero ahora ya lo tienes.
— Sí —una extraña aspereza tiñó la respuesta de Alfonso —. Lo tengo y estoy dispuesto a hacer lo que haga falta para conservarlo.
Desconcertada por su tono, Anahí volvió la cabeza para mirarlo y tropezó en una losa de la acera que estaba un poco desencajada.
Al instante, Alfonso alargó una mano hacia ella para sostenerla.
Anahí sintió que su cuerpo reaccionaba de inmediato al contacto de sus dedos. Los nervios la dejaron sin aliento.
— Oh... soy tan patosa. Lo siento. Debe haber sido el vino. No estoy acostumbrada a él.
— ¿No sueles beber?
— Solo un vaso de vez en cuando —Anahí sonrió con pesar—. Así que nunca podré lograr que ganes una fortuna. ¿No sé cómo se me ha ocurrido una idea tan desconcertante?
— Confirma lo que sospechaba —dijo Alfonso tras una pausa—. Que trabajas duro y eres muy moderada con los placeres.
Anahí arrugó la nariz.
—Eso hace que suene muy aburrida.
Alfonso sonrió.
— Aburrida no, mía cara —su voz se suavizó al añadir—: simplemente sin despertar.
Anahí lo miró con la boca abierta a causa de la sorpresa. Cuando vio que Alfonso se detenía tardó un instante en darse cuenta de que ya habían alcanzado su destino.
Mientras rebuscaba las llaves en su bolso se oyó decir en un tono que apenas reconoció:
— ¿Te apetece pasar a... tomar otro café?
—No puedo, mía bella —Alfonso sonaba genuinamente apesadumbrado —. Debo volver al restaurante a cerrar el trato con Alessandro.
— Oh. Sí, comprendo.
Anahí tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que no se notara su decepción. No podía permitir que viera el poder que tenía sobre ella.
— En ese caso —dijo en tono animado—, gracias por una encantadora cena.
— Soy yo el que debe darte las gracias, Anahí mía — Alfonso tomó una mano que ella no le había ofrecido y se la llevó a los labios. En el último momento la volvió de manera que rozó con la boca el dorso de su muñeca—. Y tal vez estaría bien que recuperara mi chaqueta — continuó en tono desenfadado —. A menos que quieras quedártela, por supuesto.
— No... no... toma —Anahí se libró de la prenda con rapidez y se la entregó —. Adiós —dijo, y se volvió para meter la llave en la cerradura.
—Prefiero... buenas noches —murmuró él.
Cuando la puerta se abrió, Anahí se permitió echar un vistazo por encima del hombro, pero Alfonso ya se alejaba con paso firme, de vuelta a su vida, a sus ocupaciones.
«Así que eso es todo», pensó, y entró en la casa.
Alfonso maldijo en silencio mientras se alejaba. ¿Qué diablos le pasaba? Su abuelo tenía razón. Anahí estaba madura para caer en sus manos.
Solo habría tenido que cruzar aquella puerta para hacerla suya. Victoria completa con un mínimo esfuerzo, pensó con cinismo.
Una victoria que habría deseado, pero, inconcebiblemente, se había contenido. Había ofrecido una excusa mezquina sobre una cita que en realidad tenía concertada para el día siguiente.
Y ella lo había notado.
De pronto, Alfonso se encontró deseando tomarla en brazos, deseando abrazarla y enterrar el rostro en la fragancia de su pelo, mantenerla a salvo para siempre.
Tal vez el vino le había afectado demasiado, pensó burlonamente.
Porque tan solo tenía planeada una seducción verbal, se recordó, tenso. Pretendía encandilarla con medias promesas y un destello de pasión, manteniendo al margen el contacto físico.
Entonces, ¿qué había cambiado?
¿En qué momento había dejado Anahí de ser un objetivo... y se había convertido a sus ojos en una mujer?
«Cuando le he dicho que aún estaba sin despertar y me he dado cuenta de que era cierto», pensó.
Anahí había estado comprometida para casarse, y no era realista suponer que no hubiera mantenido relaciones sexuales con su novio. Sin embargo, la experiencia le decía a Alfonso que era virgen en el terreno sensual y emocional.
Que, tal vez, la imagen de la Dama de Hielo había nacido de la decepción más que de la indiferencia. Que todo su potencial de respuesta estaba allí, aguardando bajo la superficie.
Pero, a pesar de haber descubierto con sorpresa que estaba disfrutando con determinados aspectos de su misión, sabía que no podía complicarse aún más la vida iniciando una relación real con Anahí.
«Ya no eres un adolescente a merced de sus hormonas», se recordó con firmeza. Sabía y podía mantener el control, y eso pensaba hacer a partir de aquel momento.
Pero no había anticipado el despertar del deseo de Anahí Puente. Debía haberle costado terribles esfuerzos atreverse a invitarlo a pasar a su casa. Lo había visto en sus ojos cuando la había rechazado.
Pero, a la larga, tal vez no le vendría mal lo sucedido. Decidió permanecer alejado de ella unos días. Así la mantendría intrigada y dejaría que lo echara un poco de menos antes de dar el siguiente paso. Entonces, cuando se sintiera a salvo...
Porque no debía ablandarse. No podía permitírselo. Debía mantener la cabeza bien fría. Se jugaba demasiado como para permitir que sus impulsos caballerosos intervinieran.
Y ya que había despertado el apetito de Anahí, lo utilizaría. Lo alimentaría poco a poco hasta que solo pudiera pensar en él y en la negativa que estaba infligiendo a sus sentidos.
Y  en cuanto a su propio deseo, no le iba a quedar más remedio que aguantarse. Ya buscaría el modo de saciarlo cuando todo aquello hubiera acabado y Montedoro estuviera a salvo. Se tomaría unos días de descanso en Bali o en el Caribe. Buscaría una chica cálida y dispuesta a pasar algunas noches ardientes bajo la luz de la luna.
Alguien que no tuviera los huesos como los de un pájaro y la piel delicada como la seda.
Suspiró y aceleró sus pasos con un gruñido.
Lo cierto era que habría resultado más cómodo engañar a la Doncella de Hielo.
Anahí se apoyó contra la puerta de su piso y trató de relajar su agitada respiración.
—No puedo creer que haya hecho eso —susurró—. No puedo creer que haya dicho eso.
Acababa de hacer la invitación más peligrosa de su vida. Por fortuna, Alfonso la había rechazado, cosa por la que debería sentirse agradecida.
Sin embargo, no se sentía agradecida. Estaba desconcertada, herida en sus sentimientos... y humillada como había jurado no volver a estarlo.
Se apartó de la puerta y echó el cierre antes de encaminarse a su habitación. No encendió ninguna luz. Solo fue hasta la cama y se tumbó en ella sin quitarse la ropa ni el maquillaje. Se acurrucó en la oscuridad como un animalillo que estuviera huyendo de un depredador.
Pero sabía que podía considerarse afortunada por haber escapado.
Porque Alfonso y ella vivían en dos mundos distintos, y el hecho de que aquellos dos mundos se hubieran rozado por unos momentos no significaba nada. Él volvería muy pronto a sus viñedos, a su vida real. Una vida que no la incluía a ella, aunque sí a otras mujeres.
Y ella seguiría allí, trabajando para su abuelo como si nada hubiera pasado. De manera que era esencial que no pasara nada. Al menos, nada serio.
No podía permitirse sufrir cuando Alfonso se fuera.
Aunque tal vez ya fuera tarde para eso. Desde la noche del baile apenas había tenido un momento de calma. Alfonso había invadido su espacio, sus pensamientos, había arruinado sus sueños.
Después de lo de Rob no se había permitido pensar en los hombres en absoluto. Así se había sentido más segura. Pero últimamente había vuelto a fantasear sobre la posibilidad de conocer a alguien a quien pudiera-amar y que la correspondiera.
Pero incluso aquel agradable sueño le había sido arrebatado, y en su lugar había quedado una imagen mucho más oscura. Una imagen que hacía que el estómago se le encogiera de excitación y que todo el cuerpo le temblara.
No era amor, se dijo. Era puro deseo, y se avergonzaba de ello. Creía que había deseado a Rob, pero aquello había sido una pálida emoción comparada con la cruda necesidad que Alfonso despertaba en ella.
Parecía haber quedado grabado en su mente, en sus sentidos. Estaba en la habitación con ella en aquellos momentos, en la cama, sus manos la estaban acariciando, ardientes, sensuales... y tuvo que reprimir el gemido que trató de escapar de su garganta.
«No quiero esto», pensó, desesperada. «Quiero ser como la chica que era antes. Puede que no fuera muy feliz, pero, al menos, mi cuerpo y mi mente me pertenecían en exclusiva».
También tendría que vivir sabiendo que ella era la única que sentía aquella necesidad. Porque Alfonso había sido capaz de marcharse sin volver la vista atrás.
Sin embargo, lo que de verdad le preocupaba era su propio comportamiento.
Ella nunca había tomado la iniciativa con los hombres, ni siquiera con Rob. Le había permitido mantener el ritmo de su relación.
Era demasiado tímida, demasiado inhibida como para establecer una relación que incluyera el sexo por placer, incluso aunque fuera con el hombre con el que planeaba casarse.
Hasta aquella noche, cuando de pronto había olvidado por completo su personalidad.
«Y para lo que me ha servido...», pensó con amargura.
Aunque, por muchos motivos, haberse acostado con Alfonso habría sido un desastre aún más grande.

Una deliciosa venganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora