Cap. 2

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Suspiró. Siempre se sentía como un pez fuera del agua en aquellos acontecimientos. Por un lado medía casi un metro sesenta. Además, no bailaba bien. No tenía sentido del ritmo ni la capacidad necesaria para coordinar sus movimientos. Si no encontraba los pies de otro era capaz de tropezarse con los suyos.
Y no lograba pasar más de dos minutos manteniendo una animada conversación social antes de que el cerebro se le entumeciera y la cara empezara a dolerle a causa del esfuerzo por sonreír.
Preferiría mil veces estar en su casa, sentada en el sofá con un buen libro y un vaso de vino.
Pero lo que debía hacer era ir en busca de su acompañante antes de que la gente empezara a pensar que se había convertido en estatua. Tal vez podía alegar que le dolía la cabeza para poder irse a casa y liberar a Philip... De pronto sintió que alguien la observaba. Lo más probable era que se estuviera fijando en el vestido, pensó mientras alzaba la mirada con expresión indiferente. Y, al hacerlo, su corazón dio un repentino vuelco.
Porque aquel no era el tipo de hombre que se molestaría en mirarla en circunstancias normales.
Y cuando sus ojos se encontraron, algo en su interior comenzó a enviar frenéticos mensajes de advertencia, mensajes que decían «peligro».
Iba vestido de forma impecable con un esmoquin, pero le habría sentado mejor un pañuelo en torno a su frente para sujetar sus oscuros rizos y un parche negro en el ojo.
Pero aquello era solo una tontería, se reprendió. Lo más probable era que se tratara de un abogado o un financiero totalmente respetable. Desde luego, ningún pirata habría podido permitirse pagar lo que costaba la entrada de aquella noche.
Y ya era hora de que dejara de mirar como una idiota y se retirara con dignidad.
Pero antes de que pudiera moverse, él sonrió y alzó su copa hacia ella en un silencioso brindis.
Anahí sintió que se ruborizaba de los pies a la cabeza. Supuso que si se volviera vería a la verdadera destinataria de toda aquella atención, alguna rubia despampanante que sabía cómo vestirse y, con total probabilidad, también cómo desvestirse.
«Solo estoy en medio», se dijo.
Pero no había nadie tras ella. La sonrisa del hombre iba dirigida a ella, y parecía estar esperando su reacción.
Anahí sintió que una repentina gota de sudor de deslizaba entre sus pechos como hielo sobre piel ardiente. Al mismo tiempo, su respiración se volvió más agitada.
Porque quería acudir a él. Quería cruzar la pista de baile y subir las escaleras hasta donde estaba.
Pero lo que de verdad quería era que él se acercara a ella, y la inesperada fuerza de aquella necesidad la hizo salir de su trance.
«Esto es una locura», pensó. «Tengo que salir de aquí».
Giró sobre sí misma y se dirigió al bar en busca de Philip.
Arriesgó una rápida mirada por encima del hombro y comprobó con una mezcla de alarma y excitación que el hombre seguía allí, mirándola y sonriendo.
«Dios santo», pensó, temblorosa. «Es posible que Philip no resulte muy excitante, que ni siquiera sea atento, pero al menos no parece un pirata en su noche libre».
Miró a su alrededor y lo localizó en una mesa con un grupo de sus amigos, riendo sin parar.
Fue pura paranoia pensar que ella podía ser el objeto de sus risas. De hecho, toda la evidencia sugería que; se había olvidado por completo de ella.
Pidió un vino blanco en la barra y estaba a punto de darle un sorbo cuando alguien la tocó en el hombro.
— ¿Anahí? —era Shelley Bennet, una antigua compañera de colegio que se dedicaba de lleno a las obras de caridad—. Te he estado buscando por todas partes. Empezaba a pensar que te habías rajado y no habías venido.
Anahí suspiró.
—No ha habido tanta suerte. El abuelo ha sido inflexible.
— Supongo que no habrás venido sola, ¿no? —Mi pareja está allí, tomándose un merecido descanso — dijo Anahí en tono irónico—. Puede que le haya roto el tobillo —dudó antes de añadir—: ¿Te has fijado en un hombre que estaba hace un momento en el salón de baile?
—Me he fijado en docenas de ellos —contestó Shelley de inmediato—. Tienden a estar bailando con mujeres con vestidos de largo. Extraño comportamiento en un baile, ¿no te parece?
—Este parecía estar solo. Y no parecía que bailar fuera su prioridad principal. Los ojos de Shelley brillaron. —Estás empezando a interesarme. ¿Dónde lo has visto?
—Estaba en lo alto de las escaleras —Anahí frunció el ceño—. Normalmente uno sabe quién va a asistir a esta clase de acontecimientos, pero ese hombre era un completo desconocido. Nunca lo había visto.
—Pues parece haberte impresionado bastante — Shelly sonrió con afecto —. Para variar pareces incluso un poco humana, y no tallada en piedra, cariño. —No seas tonta —replicó Anahí con dignidad.
Los ojos de Shelley brillaron traviesamente.
— ¿Cuánto me das por echar un vistazo a la lista de invitados y conseguir un nombre... y un número de teléfono?
— No es eso —protestó Anahí —. Pero resulta toda una novedad ver un nuevo rostro en estos acontecimientos.
— Eso no puedo discutirlo —Shelley la miró con expresión perspicaz —. ¿Era un rostro bonito?
— Yo no utilizaría ese adjetivo —Anahí movió la cabeza—. Su rostro no tenía nada de bonito... pero sí era interesante.
— En ese caso, creo que echaré un vistazo a la lista de invitados —Shelley enlazó un brazo con el de su amiga—. Vamos, tesoro. Señálamelo.
Pero el alto desconocido se había esfumado. Y de no ser por la copa de champán abandonada en la barandilla, Anahí habría podido pensar que todo había sido un simple producto de su imaginación.
— Supongo que lo habrá atrapado alguna depredadora — dijo Shelley con un suspiro —. A menos que haya echado un buen vistazo al potencial entretenimiento de esta tarde y haya decidido que lo mejor que podía hacer era irse a casa.
«El vistazo me lo ha echado a mí», pensó Anahí con un sentimiento parecido a la tristeza. «Y probablemente ha pensado que no merecía la pena».
—Pues no me parece mala idea —dijo en voz alta, en tono falsamente animado.
Hizo una seña a un camarero que pasaba junto a ellas y escribió una breve nota de excusa en su cuaderno de notas para Philip.
— ¿Me haría el favor de entregar esto al señor Hamilton? Está en la mesa de la esquina izquierda de la barra.
Shelley la miró con cara de pocos amigos.
— ¿También me vas a dejar plantada a mí... amiga?
—Eso me temo. Ya he hecho acto de presencia, de manera que el abuelo se habrá apaciguado.
— Al menos hasta la próxima vez — añadió Shelley con ironía—. ¿Y qué me dices de tu acompañante?
—Él también ha cumplido con su deber — Anahí sonrió.
Shelley la miró pensativamente. —No seguirás enganchada con ese memo de Rob, ¿no? Espero que no dejes que eso te impida relacionarte con quien te apetezca.
—Ya no pienso nunca en él —dijo Anahí, y tuvo que reprimir el impulso de cruzar los dedos —. Y aunque creyera en «mister perfecto», te aseguro que Philip no da la talla.
Los ojos de Shelley volvieron a brillar. —En ese caso, ¿por qué no optar por un rato de diversión con «mister imperfecto»?
Por un instante, Anahí recordó una copa alzada, una sonrisa ladeada... y su corazón latió más deprisa.
—Eso no es lo mío. La vida de soltera es más segura.
Shelley suspiró.
—Y más aburrida, sin duda. Bueno, vete a casa si quieres. Te llamaré mañana para quedar a comer e ir al cine. La nueva película de Nicholas Cage tiene muy buena pinta.
—No tengo ninguna objeción contra el viejo Nicho-las —dijo Anahí y, tras besar a su amiga, se fue.
Una de las desventajas de vivir sola era que no podía hablar con nadie de lo que había hecho por la tarde, pensó Anahí con ironía mientras entraba en su casa y colgaba el abrigo en el perchero. Siempre podía llamar a su madre, que disfrutaba de una alegre viudez en Miami, pero probablemente la encontraría absorta en su partida de bridge diaria. Y lo único que querría oír su abuelo era que lo había pasado bien, de manera que tendría que inventar algo antes de verlo.
«Tal vez me compre un gato», pensó. La afirmación definitiva de la soltería. Cosa que a los veintitrés años resultaba ridícula.
Se quitó el vestido plateado y lo colocó sobre la silla. Lo mandaría a la tintorería y lo donaría para algún acto de caridad. Sería más útil eso que ponérselo. Estaba a punto de ponerse su bata de terciopelo verde cuando hizo una pausa...
Rara vez se miraba en el espejo, excepto cuando se lavaba el rostro o se cepillaba el pelo, pero en aquella ocasión se sometió a un prolongado y crítico escrutinio.
La ropa interior de seda y encaje que llevaba ocultaba muy poco a la vista, de manera que podía encontrar poco consuelo en ella.
Sus pechos eran altos y firmes, pero demasiado pequeños, pensó con desdén. El resto de su cuerpo era plano como una tabla. Al menos, sus piernas eran buenas, pero había unos profundos huecos en la base de su cuello y sus omóplatos habrían servido para cortar un pan en rebanadas.
No era de extrañar que su rubia y explosiva madre, cuya magnífica figura era sin duda femenina, hubiera tendido a verla como si hubiera dado a luz a una Vicuña.
«Soy como papá y el abuelo», reconoció con un suspiro. Si hubiera sido un chico se habría alegrado de ello.
Se puso la bata y agradeció su cálido abrazo. Luego se aplicó una crema limpiadora para quitarse el escaso maquillaje que llevaba puesto; un poco de sombra en los párpados, un toque de rosa en los labios, y un poco de rimel para realzar las pestañas que enmarcaban sus ojos colo azul. No necesitaba realzar sus pómulos.
Del cuello para arriba no estaba mal, pensó. Era una lástima que no pudiera flotar por ahí como una cabeza sin cuerpo.
Pero no entendía por qué le había dado por observarse con tanta minuciosidad. A menos que fuera por la referencia de Shelley a Rob y a todos los recuerdos infelices que aún tenía el poder de evocar su nombre.
Cosa que era una auténtica estupidez, se dijo de inmediato. «Debería dejarlo atrás para siempre. Seguir adelante». ¿No era eso lo que se decía siempre? Pero no era fácil dejar atrás determinadas cosas. Cruzó el cuarto de estar hasta la pequeña cocina y puso a calentar un cazo con leche en el fuego. Lo que necesitaba en aquellos momentos era un chocolate caliente, no un paseo por la avenida de los recuerdos.
Cuando tuvo la bebida lista, encendió el gas en la falsa chimenea del salón y se sentó en el sofá.
Mientras contemplaba las llamas pensó que alguna vez tendría una chimenea lo suficientemente grande como para asar un buey en ella.
De hecho, si quisiera podría tener una la semana siguiente. Una palabra a su abuelo y de inmediato se vería visitando mansiones con enormes chimeneas. Pero no quería que las cosas fueran así. Siendo muy pequeña ya había averiguado que, como heredera del imperio Puente, tenía el mundo a su disposición, que su abuelo estaba dispuesto a satisfacer sus más mínimos caprichos. Y ese era el motivo por el que había aprendido a cuidarse de lo que decía y a pedir lo menos posible.
Y aquel apartamento, con su único dormitorio y su diminuto baño, era bastante adecuado para sus necesidades actuales, pensó mientras miraba a su alrededor con satisfacción.
En la empresa inmobiliaria que lo había alquilado no habían puesto objeciones a que quitara la moqueta e hiciera restaurar su suelo de madera. También había pintado las paredes de un cálido tono crema y había comprado un sofá grande y cómodo con un sillón a juego.
Había dividido el espacio en una zona de comedor, con una mesa redonda y un par de sillas de respaldo alto, y en otra de trabajo, con un pequeño escritorio de esquina en el que tenía su ordenador portátil, su teléfono y su fax.
No es que trabajara mucho en casa. Desde el principio había decidido que su apartamento sería su santuario, y que dejaría las Industrias Puente a sus espaldas cada vez que cerrara la puerta de entrada.
Aunque nunca podía verse libre de ellas durante mucho tiempo, pensó con un suspiro.
Pero utilizaba su ordenador casi siempre para seguir por Internet los movimientos de las acciones en la bolsa, un interés que adquirió durante la época que estuvo con Rob, y el único que había sobrevivido a su traumática ruptura. Era una afición a la que podía dedicarse a solas.
Sus padres nunca tuvieron intención de que fuera hija única. Nació dos años después de que se casaran, y se esperaba que otros bebés la siguieran con el tiempo.
Pero no había prisa. A Ian y Sonia Puente les gustaba vivir deprisa y con intensidad, y su afición a las fiestas había sido legendaria. En su época de soltera, Sonia jugaba al tenis de forma profesional, y la pasión de Ian, aparte de su mujer y su hija, era correr rallys.
Sonia estaba jugando un torneo de exhibición al que había sido invitada en California cuando una rueda reventó y el coche de Ian se estrelló contra un muro. Murió al instante.
Sonia trató de ahogar su pena reembarcándose en el circuito de tenis y, durante unos años, Anahí viajó con su madre en un régimen de constante cambio de niñeras y habitaciones de hotel.
Por fin, Arnold Puente decidió intervenir e insistió en que la pequeña fuera a vivir a Inglaterra para que llevara una vida más ordenada, y la infancia de Anahí se vio divida entre las casas que sus abuelos poseían en Chelsea y en Suffolk, que se convirtió en su favorita,
Sonia acabó casándose con Morton Traske, un industrial norteamericano, y tras la muerte de este se quedó a vivir definitivamente en Florida.
Anahí podría haberse ido a vivir con ella, pero el estilo de vida de su madre nunca le había atraído, y sospechaba que Sonia, que estaba empeñada en mantener los años a raya, se avergonzaba en secreto de andar por ahí con su hija.
Su relación era afectuosa, pero Anahí veía a Sonia más como una díscola hermana mayor que como una madre. Fue su abuela la que hizo de madre para ella.
Beth Puente fue una mujer de serena belleza, segura del amor de su marido y su familia. La pérdida de su hijo ensombreció su mirada y añadió un montón de arrugas a su rostro, pero se entregó de todo corazón a cuidar a su nieta, y Anahí la adoraba.
Sin embargo, Anahí necesitó bastante tiempo para darse cuenta de que otra sombra planeaba sobre la felicidad de su abuela, o para comprender su naturaleza.
La contienda, pensó con cansancio. La maldita contienda, aún viva después de tantos años.
Fue la única vez que vio discutir a sus abuelos y que vio lágrimas de rabia en los ojos de Beth Puente.
— ¡Esto no puede seguir así! —la oyó exclamar—. Es monstruoso... absurdo. Sois como niños peleando por ver quién gana, solo que esto es mucho más peligroso que un juego, ¡Dejadlo ya, por Dios santo! La respuesta de Arnold Puente no se hizo esperar. —Él empezó, Bethy, y lo sabes. Dile a él que lo deje, dile que no trate de destruirme, que no trate de hundir mi negocio. Nunca le ha servido de nada y nunca le servirá, porque no pienso permitirlo. Me haga lo que me haga, le devolveré el golpe, y será él quien acabe pidiendo una tregua al final, no yo.
— ¿Al final? —repitió su esposa con amargura—. ¿Qué clase de tregua puede haber si estáis tratando de liquidaros mutuamente?
De pronto vio a Anahí en el umbral de la puerta del despacho de su marido y le hizo un gesto para que se alejara.
— ¿Quién es Matt Sansom? —preguntó Anahí aquella noche cuando su abuela fue a arroparla.
— Alguien que no importa —dijo Beth con firmeza—. A mí no, desde luego, y espero que a ti no llegue a importarte nunca. Y ahora, a dormir y a olvidarte de todo eso.
Sabio consejo, pensó Anahí con pesar, pero imposible de seguir. Desde la muerte de su abuela, acaecida seis años atrás, la enemistad entre los dos hombres no había hecho más que aumentar.
Solo la semana anterior su abuelo se había estado ufanando de haber podido hacerse con unas propiedades inmobiliarias que estaban a punto de comprar las Industrias Sansom.
—Pero si ni siquiera querías esos terrenos, abuelo —protestó Anahí—. ¿Qué vas a hacer con ellos?
—Volver a vendérselos a los bastardos —replicó Arnold con una sonrisa irónica—. A través de algún intermediario. Obtendré un buen beneficio y ese viejo diablo no podrá hacer nada al respecto, porque necesita esos terrenos. Ya está demasiado comprometido con el proyecto.
— Supongo que tratará de vengarse, ¿no?

Una deliciosa venganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora