Cap.3

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— Puede intentarlo —dijo Arnold con satisfacción—. Pero le estaré esperando.
Y así seguían las cosas, pensó Anahí con cansancio. Acción y reacción. Un truco sucio respondido con otro.
¿Y quién podía saber los daños que estaban sufriendo los negocios multimillonarios de aquellos dos viejos implacables mientras seguían adelante con su venganza? Era un pensamiento inquietante, pero tal vez no se sentirían satisfechos hasta que uno muriera a manos del otro. Entonces no habría nadie para seguir adelante con aquella inútil disputa.                                                               
Anahí nunca había querido implicarse en el asunto, y la única heredera de Matt Sansom era la hija soltera con la que vivía. Tenía una hija más pequeña, pero se había marchado hacía treinta años y no había vuelto nunca. Se rumoreaba que Matt Sansom nunca había permitido que se volviera a mencionar su nombre, y a Anahí no le habría extrañado que fuera cierto.
En su dormitorio, se quitó la bata y el sujetador. Hizo una pausa mientras se miraba en el espejo, semidesnuda en la penumbra reinante.
«Eso es lo que estaba haciendo ese hombre en el baile», pensó. «Desnudarme con la mirada».
Y, conmocionada, sintió que sus pezones se endurecían y su cuerpo se contraía a causa de una excitación que no podía controlar ni perdonar...
Por un momento permaneció muy quieta, hasta que, con un pequeño suspiro, tomó su camisón y se lo puso. —Es un desconocido, Anahí —dijo en voz alta—. Nunca volverás a verlo. Además, ¿no aprendiste ya la lección con Rob? Ahora, acuéstate y duérmete.
Pero eso era más fácil de decir que de hacer. Porque cuando cerró los ojos, el desconocido la estaba esperando y no dejó de perseguirla de un sueño a otro.

Alfonso entró en su suite y cerró de un portazo. Por un momento permaneció apoyado contra la puerta con los ojos cerrados mientras se dirigía todos los insultos que conocía en inglés, antes de cambiar al italiano y volver a empezar.
Pero la palabra que más repetía era «idiota». Se acercó al bar y se sirvió un whisky con agua. Luego salió al balcón y aflojó con impaciencia la pajarita de su esmoquin.
— Nunca debería haber venido aquí —murmuró mientras miraba sin ver la ciudad que se extendía ante su vista.
¿Pero qué otra opción le quedaba si los bancos italianos, tan serviciales en otra época, se habían negado a dejarle el dinero que necesitaba para revitalizar sus viñedos y restaurar la destartalada casa desde la que se dominaba el valle en que estos se encontraban?
Y tenía que agradecérselo a Graziella, pensó con amargura.
Pretendía que su viaje a Londres fuera rápido y privado. Planeaba quedarse el tiempo justo para negociar el crédito que necesitaba.
Pero había subestimado a su abuelo y la efectividad de sus redes de información. Apenas llevaba unos minutos en el hotel cuando recibió una citación de este, expresada en términos que no pudo rechazar.
Pero no podía decir que no le habían advertido. Su madre había sido bastante explícita.
— Antes o después querrá conocerte, y deberías ir a verlo porque eres su único nieto. Pero no aceptes ningún favor suyo, caro, porque siempre acaba exigiendo una retribución. Siempre.
Sin embargo, Alfonso no había visto la trampa que le habían tendido.
Lo habían atrapado desprevenido, por supuesto. Porque Mathew Sansom había acudido a él primero. Un día se presentó de forma inesperada en Montedoro.
Alfonso se encontró de pronto ante una versión más mayor de sí mismo. El pelo de su abuelo era blanco, y el azul de sus ojos ya estaba un poco apagado, pero el parecido era innegable. Y a Matt Sansom tampoco se le pasó por alto.
—De manera que tú eres el bastardo de Sarah.
Alfonso inclinó la cabeza.
— Y tú eres el hombre que trató de evitar que naciera —replicó.
Se produjo un momento de tenso silencio que fue roto por una breve risotada de Matt Sansom.
— Sí. Pero puede que eso fuera un error —dijo, y a continuación se volvió para contemplar los viñedos —. De manera que es aquí donde mi hija pasó sus últimos años —sonaba enfadado, casi desdeñoso, pero también había en su voz una nota de arrepentimiento.
Se quedó dos días en Montedoro, durante los cuales se informó sobre el funcionamiento del negocio y fue a visitar la tumba de su hija, que estaba junto a la de su marido, Steve Herrera.
— Llevas su apellido —dijo con brusquedad cuando volvían a la villa—. ¿Era tu padre?
—No. Me adoptó.
—Era un tahúr, ¿no?
—Era un jugador profesional —Alfonso empezaba a acostumbrarse a la aspereza de las preguntas de su abuelo—. Era un jugador que competía por apuestas altas y normalmente ganaba.
—Y tú seguiste sus pasos una temporada, ¿no?
Alfonso se encogió de hombros.
—Lo observé desde que era niño. Me enseñó muchas cosas, aunque no era lo mío.
— Pero ganabas, ¿no? -Sí.
Mathew miró por la ventanilla de la limusina con expresión crítica.
—Al parecer, tu padrastro no invirtió sus ganancias en la finca familiar.
—La heredó de forma inesperada tras la muerte de su primo, y ya estaba en plena decadencia.
—Y ahora tú te has hecho cargo de ella —Mathew soltó una de sus risotadas —. Puede que seas más jugador de lo que crees, muchacho —tras una pausa añadió—. ¿Te habló tu madre alguna vez de tu verdadero padre?
—No. Nunca. Tengo la impresión de que no le parecía algo importante.
— ¿Que no le parecía importante? —repitió Mathew, y su voz sonó como un trueno lejano—. ¿Trae la desgracia y la vergüenza a su familia y no le daba importancia?
Por un instante, Alfonso captó un destello del implacable tirano del que huyó su madre.
—Era joven —dijo en tono acerado—. Cometió un error. No tenía por qué pasarse el resto de su vida pagándolo.
Matt gruñó y se sumió en un taciturno silencio. Aquella era la única conversación personal que habían mantenido, recordó Alfonso. Después, parecieron acordar de modo tácito no volver a entrar en aquel tema, y su abuelo se limitó a hacerle hablar sobre sus planes para los viñedos y su necesidad de comprar cubas nuevas para el vino y toneles de acero inoxidable.
Mirando atrás, Alfonso comprendió cuánto había revelado empujado por el aparente interés de su abuelo.
La oferta de un préstamo a bajo interés fue hecha de modo casi casual. Y el hecho de que no fuera un regalo, sino un trato serio y profesional, le hizo caer en la trampa.
Solo después, una vez alcanzado el acuerdo y tras la marcha de su abuelo, empezó a tener dudas.
Pero necesitaba financiación y unos plazos que se pudiera permitir. Cuando el viñedo volviera a estar en marcha buscaría financiación en otro lugar.
Durante los dos años transcurridos desde entonces la comunicación entre ellos había sido escasa, y se había dado sobre todo por carta.
Alfonso había asumido que las cosas seguirían así. De manera que la solicitud de su presencia en casa de su abuelo llegó como una desagradable sorpresa.
Matt Sansom vivía a las afueras de Londres, en una casa oculta tras un alto muro de piedra.
«Una mezcla de Disney y Frankenstein», fue la descripción que había hecho Sarah Angelo de la mansión en que pasó su infancia y, contemplando sus muros de piedra gris y el par de torreones almenados de los extremos, Alfonso decidió que la descripción era muy adecuada.
Una mujer de pelo cano y con un anodino traje azul marino fue quien abrió la puerta.
—Alfonso —dijo, y sonrió con dulzura—. El hijo de Sarah. Qué maravilla. Temía no llegar a conocerte nunca — se puso de puntillas y lo besó en la mejilla—. Soy tu tía Kit.
Alfonso le devolvió el beso.
— Yo también había dado por supuesto que nunca sería invitado a esta casa. Creía que mi existencia era una mancha para el honor de la familia.
Esperaba que ella le dijera que el ladrido de su abuelo era peor que sus mordiscos, pero no fue así.
—Te está esperando —dijo Kity —. Te llevaré hasta su dormitorio —añadió por encima del hombro mientras se encaminaba hacia unas amplias escaleras de madera—. Últimamente no ha estado bien. Yo temía que fuera su corazón, pero el médico le ha diagnosticado estrés.
En el centro de la alfombra, apoyado sobre varias almohadas estaba Matt.
Alfonso estuvo a punto de sonreír, pero al recibir el impacto de la mirada de su abuelo intuyó que no iban a tratar de ningún asunto divertido.
—Buenos días, abuelo —saludó—. Espero que te encuentres mejor.
Matt gruñó y miró a su hija.
— Ya puedes irte, Kit —dijo con brusquedad—. No te necesitamos.
Alfonso se volvió hacia ella.
—Espero que tengamos un rato para charlar antes de que me vaya, tía Kit —dijo con amabilidad.
Ella asintió y, tras lanzar una aprensiva mirada a su padre, salió del dormitorio.
—Puedes traernos café en media hora —dijo su padre mientras ella cerraba la puerta. Alfonso alzó las cejas.
— ¿Es ese el trabajo de mi tía?   
—Hoy sí. He dado la tarde libre al servicio — Matt entrecerró los ojos al mirar a su nieto —. Ya veo que eres muy rápido reclamando tus lazos familiares.
— ¿Acaso estás diciendo que no tenemos lazos familiares? —preguntó Alfonso sin pasión.
—No. He decidido reconocer tu existencia, pero en su momento y a mi manera.
— ¿Y se supone que debo estar agradecido?
—No —contestó Matt—. Se supone que debes hacer lo que se te diga — señaló un vaso que había en la mesilla de noche —. Sírveme un poco de agua, muchacho.
— Ya que estamos pasando por alto la cortesía habitual, ¿puedo mandarte al diablo antes de marcharme? —Alfonso llenó el vaso y se lo entregó a su abuelo.
—No —dijo Matt—, porque no puedes permitírtelo —hizo una pausa para que Alfonso asimilara sus palabras y asintió—. Ahora, acerca esa silla y escucha lo que tengo que decirte —bebió un poco de agua e hizo una mueca de desagrado —. ¿Qué sabes de Arnorld Puente?
— Sé que habéis sido toda la vida rivales en el terreno profesional y enemigos personales —dijo Alfonso —. Mi madre decía que vuestra enemistad había envenenado la vida de esta casa durante años. Ese es uno de los motivos por los que se fue.
— Pues hizo mal. Debería haberse quedado para ayudarme a luchar contra él en lugar de caer en desgracia como lo hizo —Matt metió una mano bajó las almohadas y sacó un recorte de una revista que entregó a su nieto—. Es este.

Una deliciosa venganzaWhere stories live. Discover now