Capítulo 1

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EL baile de caridad ya estaba en pleno apogeo cuando llegó. Alfonso Herrera avanzó con paso decidido por el espléndido vestíbulo de mármol del hotel Park Lane y cruzó el arco que daba al salón de baile. Se detuvo y frunció un poco el ceño a causa del ruido de la música, casi apagada por el de las risas y la charla. En su mente estaba viendo la ladera de una colina sembrada de viñedos y un halcón suspendido en el aire contra un cielo sin nubes, todo ello inmerso en un silencio casi palpable.
Haber ido allí aquella noche había sido un error, y lo sabía, pero, ¿qué otra opción tenía?, se preguntó con amargura. Estaba apostando por su futuro, algo que creía haber dejado atrás para siempre. Pero no había contado con su abuelo.
Aceptó una copa de champán que le ofreció un camarero y se acercó al borde de la balconada que daba a la pista de baile. Si era consciente de las miradas de curiosidad que lo seguían, las ignoró. A aquellas alturas ya estaba acostumbrado a llamar la atención, no toda bienvenida. Era consciente desde su adolescencia del efecto que podía causar su musculoso y proporcionado cuerpo de metro ochenta y cinco de estatura.
Entonces le avergonzaba que las mujeres lo miraran abiertamente para alimentar sus fantasías íntimas. En la actualidad solo le divertía, y la mayor parte del tiempo lo aburría.
Pero aquella noche su atención estaba centrada en los cientos de personas que bailaban al son de la música bajo su atenta mirada.
Vio a la chica casi de inmediato. Estaba al borde de la pista, con un vestido tubo plateado que no sentaba bien a su cuerpo más bien delgado y que hacía que su piel pareciera ajada. Como un fantasma que brillara, pensó con ojo crítico. Sin embargo, lo más probable era que estuviera a dieta y apenas se permitiera algo más que unas hojas de lechuga en la comida.
¿Por qué diablos no podía ser al menos una mujer que pareciera una mujer?, se preguntó con desagrado. ¿Y cómo era posible que, con todo su dinero, nadie le hubiera enseñado nunca a vestirse bien?
En cuanto al resto, su pelo castaño claro caía en una melena lisa hasta sus hombros y, aparte de un reloj en la muñeca, no parecía llevar joyas. Al parecer, no le gustaba alardear del dinero de la familia.
Estaba muy quieta, y silenciosa y casi desafiante-mente sola, como si estuviera rodeada por un círculo de tiza que a nadie le estuviera permitido cruzar. Sin embargo, no podía creer que hubiera acudido allí sola.
La Doncella de Hielo, sin duda, pensó, y frunció los labios con irónico desprecio. Desde luego, no era su tipo.
Ya conocía a aquella clase de chicas que, arropadas por el dinero de su familia, podían permitirse permanecer distantes y tratar al resto del mundo con desdén.
Y había conocido muy bien a una de ellas. Volvió a fruncir el ceño.
Hacía mucho que no pensaba en Graziella. Pertenecía por completo al pasado, pero de pronto había surgido en su mente.
Porque, como la chica que estaba mirando, era alguien que lo había tenido fácil desde que nació, que no necesitaba ser bella o seductora, que lo era, ni siquiera cortés, que nunca lo había sido, porque su lugar en la vida estaba predestinado y no tenía que esforzarse.
Y  ese era el motivo por el que Anahí Puente podía permitirse estar allí con su caro y poco favorecedor vestido, retando al mundo.
Pero los retos eran cosas peligrosas... pensó Alfonso, torciendo el gesto.
Porque la actitud retadora implícita en la rígida figura de aquella mujer le estaba haciendo preguntarse qué haría falta para derretir aquella helada calma.
Entonces, un ligero movimiento llamó su atención y se fijó en que estaba enlazando y desenlazando nerviosamente las manos bajo los pliegues del vestido. De manera que después de todo, había un resquicio en la armadura de la dama. Interesante.
Justo en ese momento, como si hubiera sentido que la estaban observando, ella alzó la vista y sus miradas se encontraron.
Alfonso la sostuvo a propósito mientras contaba hasta tres, luego sonrió y alzó su copa en un silencioso brindis hacia ella.
Incluso a través de la distancia que los separaba pudo ver que se ruborizaba antes de volverse y encaminarse hacia las puertas que llevaban al bar.
«Si aún jugara», pensó Alfonso, «apostaría cualquier cosa a que se vuelve antes de llegar al bar».
Al principio pareció que habría perdido su dinero, pero, ya a punto de cruzar las puertas, Anahí Puente pareció dudar, volvió la cabeza y le echó una rápida mirada por encima del hombro.
Un instante después había desaparecido entre la multitud.
Alfonso sonrió para sí, terminó su copa de champán y la dejó en la balaustrada. Sacó su móvil del bolsillo de su esmoquin y marcó un número.
Cuando su llamada fue respondida, habló con fría brusquedad.
— La he visto. Lo haré.
A continuación colgó y volvió a salir por donde había entrado a la fría oscuridad de la noche.
Anahí no quería ir al baile. Y menos aún con Philip, al que sin duda habría convencido su abuelo para que la invitara.
«Preferiría que no hiciera esa clase de cosas», pensó, pero no pudo evitar sonreír con ternura. Sabía que Arnold Puente solo quería lo mejor para ella. El problema era que nunca estaban de acuerdo en qué era «lo mejor para ella».
Desde el punto de vista de Arnold consistía en un marido saludable, rico y adecuado que pudiera ofrecerle una espléndida casa y, con el tiempo, hijos.
Para Anahí consistía en una profesión que no tuviera nada que ver con las industrias Puente y en contar con una independencia total.
Ganaba un magnífico sueldo como secretaria personal de Arnold, lo que significaba que organizaba su agenda, se aseguraba de que su vida doméstica resultara lo más cómoda posible y actuaba como su anfitriona y acompañante en los acontecimientos sociales que así lo requerían.
Pero en realidad se sentía un completo fraude, pues sabía muy bien que podría ocuparse de todas aquellas actividades en su tiempo libre mientras invertía sus energías en un trabajo en el que realmente se ganara el sueldo.
Pero Arnold insistía en que no podía pasar sin ella, y no dudaba en hacerse el frágil anciano si sentía un amago de rebelión.
Conseguir abandonar la mansión familiar en Chelsea y alquilar un piso para ella sola había sido una batalla que le había costado casi un año ganar.
— ¿Cómo puedes pensar en irte? —había protestado su abuelo, apesadumbrado—. Eres todo lo que tengo. Creí que te quedarías aquí conmigo durante los pocos años que me quedan.
— Abuelo, eres un monstruo —dijo Anahí a la vez que lo abrazaba—. Vas a vivir para siempre, y lo sabes.
Pero aunque ya no vivía bajo su mismo techo, su abuelo seguía pensando que tenía carta blanca con ella.
Y su presencia en la fiesta era una clara demostración de ello. Su abuelo había contribuido con generosidad a la causa y ella estaba allí para representarlo, acompañada por un hombre al que probablemente habría chantajeado para que fuera con ella.
No era un pensamiento demasiado alentador.
Y, de momento, todo estaba yendo tan mal como había esperado. Ella y su acompañante apenas habían intercambiado media docena de palabras, y Anahí había visto la expresión de este cuando ella había salido del guardarropa.
« ¿Piensas que este vestido es feo?», habría querido preguntarle. «Deberías haber visto los que he rechazado. Y solo lo he traído porque estaba desesperada y ya no tenía tiempo, aunque reconozco que si hubiera elegido uno que también me hubiera tapado la cara habría sido mejor».
Pero, por supuesto, no había dicho nada parecido mientras Philip la acompañaba al salón de baile. Y cuando este le había invitado a bailar, lo había recompensado con un poderoso pisotón. Después, Philip le había ofrecido una bebida y había desaparecido a toda prisa en el bar. Aquello había sucedido hacía quince minutos, de manera que ya era hora de que fuera a buscarlo.

Una deliciosa venganzaWhere stories live. Discover now