CAPÍTULO 40: EL ACTO FINAL

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La Reina y el Elegido se giraron hacia lo que había sido la cabina. Ahora que la última molestia había sido eliminada, nada les impedía completar la ceremonia. Detrás de ellos, Laura se había convertido en un bulto negro azabache invadido por las convulsiones.

—Disfrutemos del inicio de nuestra era —dijeron las tres voces al Elegido. La Reina le pasó el brazo por la cintura, y se encaminaron hacia su trono. Hacia la cabina. Hacia la flor.

Y entonces se oyó la voz. Segura y amenazante.

—Me encantaría poder decir que lamento fastidiaros la noche de bodas, pero no es así.

Al girarse la vieron allí, imponente, como una fuerza de la naturaleza.

Laura estaba de pie, con su piel totalmente negra brillando a la ominosa luz que surgía del órgano translúcido de la cabina; sintiendo el extraño movimiento azabache por la superficie de su piel. Sin dañarla. Sin quemarla. Sin consumirla.

La Reina abrió sus ojos de par en par, tanto que pareció que iban a salirse de sus órbitas. La mandíbula, ya de por sí grotescamente grande, se abrió por completo en un gesto de asombro e incomprensión.

Y por un momento, sus pupilas recobraron su aspecto normal. Las pupilas de Mabel sobre los ojos de la Reina. El último vestigio de Mabel protegiendo a quién más quería en contra de los deseos del ser maligno que la había poseído. Con su fuerza de voluntad había impedido que las sombras tocasen la piel de su hermana; las sentía ávidas de fundirse con ella, de consumir su carne, de resbalar después por sus huesos desnudos para hacer lo mismo con ellos, hasta dejarlos convertidos en una pulpa irreconocible. Pero ella había convertido ese escaso milímetro de distancia existente entre la piel de Laura y el espacio en el que flotaban las sombras sin tocarla, como una segunda piel en la que estuviese enfundada, en algo absolutamente insalvable. Una barrera indestructible que estaba dispuesta a mantener aunque en ello le fuera la vida.

—Gracias, hermana —susurró, y arrojó con todas sus fuerzas la daga que había cogido del suelo en dirección a la cabina. La combinación de cuchillo y crucifijo salió de la mano de Laura, pero no lo hizo girando como debiera haber sido. Salió a una velocidad endiablada, en línea recta, como si más que lanzarla la hubiese depositado sobre una invisible y poderosa línea de fuerza con origen en su mano y destino en la palpitante raíz madre. La daga rasgó el aire como una exhalación, casi invisible a los ojos de todos los presentes. Su filo, que una eternidad antes, cuando Vicen la compró en la tienda Monsterror, era romo para evitar accidentes fortuitos, ahora brillaba afilado como una hoja de afeitar con una hermosa luz propia, casi celestial.

Cuando llegó al final de su trayecto, se hundió en la piel verde como lo hubiese hecho en un bloque de mantequilla medio derretida. El tajo fue perfecto, limpio, como el trabajo de un cirujano experto en el manejo del bisturí, separando en dos la raíz. La patética imitación de luz que brotaba del interior de la bolsa viva se apagó de repente. Sólo el resplandor de la luna permitió a Laura ver lo que iba a suceder a continuación. La cabina se intentó cerrar de nuevo para proteger su órgano interno, pero la raíz a la que había estado unida desde el principio, de la que obtenía la fuerza, se retorció al aire como el rabo cortado de una lagartija, expulsando borbotones de cieno. El intento se quedó a medias: las paredes de lo que hasta poco tiempo antes había parecido una cabina se quedaron a medio camino. El trozo de raíz que surgía desde el suelo luchó desesperadamente por unirse al de la cabina, pero antes de conseguirlo se arrugó y se consumió en cuestión de segundos como una momia lo hace con el paso de los siglos. El otro trozo, que colgaba flácido desde el suelo de la cabina-flor siguió sus pasos casi inmediatamente. El órgano parecido a una bolsa reventó, y su contenido se vació como una piñata. El líquido amniótico se vació en el suelo, borboteó y desapareció filtrándose en la tierra, camino del lugar del que nunca debió haber salido. Las sombras saltaron hacia fuera fraccionadas en milésimas de su tamaño, como confeti chino desde su tubo explosivo. La estructura que quedaba de lo que antes había sido la cabina crujió y se colapsó sobre sí misma, como si un inmenso e invisible pie gigantesco la hubiese aplastado con todo su irresistible peso. Un horrendo quejido brotó de su interior, los cristales se quebraron en miles de esquirlas y cayeron como una fina lluvia cristalina de verdes y brillos sobre los restos de la que había sido una vigorosa alfombra de raíces, que también había comenzado a secarse a toda velocidad y ahora ofrecía un aspecto frágil y quebradizo. Cuando por fin la cabina quedó totalmente aplastada, como si hubiese pasado por el desguace más efectivo del mundo, se hundió en el asfalto, y solo quedó de recuerdo una nube de gruesas motas de polvo que no tardaron en posarse sobre el suelo.

Los seres raros, que una vez cumplieron su papel perfecto en la sintonía que estaba por ocurrir, quedaron desconcertados durante unos segundos, sin saber qué hacer. Y entonces la fina lluvia negra cayó sobre ellos.

Sobre todos y cada uno de ellos.

Como en un lúgubre musical de Halloween del que todos fuesen bailarines principales, cayeron de rodillas y quedaron consumidos bajo terribles convulsiones al sentir el tacto de los restos de tatuajes expulsados al aire. Un insoportable olor a carne quemada lo inundó todo.

En segundos, no quedaba rastro de la cabina, de sus mortíferas raíces, ni de la red que había cubierto casi todo el pueblo.

Sólo quedaron montones de cuerpos consumidos por el ácido, situados siguiendo un extraño patrón alrededor de un punto en el asfalto.

Bienvenidos a Miravalle de la Colina.

Población: 3 habitantes.


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