CAPÍTULO 1: LA CABINA

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Las manecillas del reloj de pulsera marcaban las ocho en punto de la mañana cuando se activó la alarma. El reloj comenzó a vibrar con suavidad, de manera casi imperceptible al principio, sobre la muñeca de la chica que aún seguía profundamente dormida entre las enmarañadas sábanas que había estado planchando sólo unas horas antes.

Poco a poco, la intensidad de la vibración fue en aumento hasta llegar al punto de ser molesta. Con los movimientos torpes de quien acaba de ser arrancada del sueño, Mabel desconectó la alarma pulsando a la vez los dos botones con su mano derecha, se sentó en la cama y se desperezó.

Le costó un esfuerzo considerable abrir los ojos, pero cuando lo hizo se alegró de ver que, al menos esta vez, el hombre del tiempo había conseguido un pleno con sus predicciones. Sentada desde la cama podía ver a través del ventanal como las nubes que desde hacía semanas parecían haber estado pegadas con super-glue al paisaje habían decidido por fin marcharse y dejar paso a un día brillante y soleado, preludio del verano que estaba a punto de comenzar.

Apartó la ligera manta que usaba en las todavía frescas noches de principios de Junio y embutió sus pies en las zapatillas. Todavía recordaba, como si tuviera la banda sonora grabada en su mente, el sonido del despertar en mañanas tan soleadas como aquella durante su niñez. Los pájaros cantando al nuevo día, el susurro de la brisa meciendo las hojas del abeto en el jardín y el tintineo de las tazas en la cocina, señal inequívoca de que mamá preparaba el desayuno. Aunque pudiera parecer ridículo, ese era el sonido que más echaba de menos desde la enfermedad. Tenía sólo ocho años cuando Dios decidió que sus oídos ya habían trabajado lo suficiente.

Nunca se había sentido desgraciada por no poder oír. Lo consideraba un precio que tuvo que pagar, una especie de cambalache. Aquellas extrañas fiebres causadas por un virus que ni siquiera los mejores especialistas sabían cómo tratar estuvieron a punto de llevársela, y cuando ya todos se temían lo peor, se recuperó de una manera que los médicos no dudaron en tildar de milagrosa. Había perdido el oído, pero a cambio seguía viviendo. Por lo que a ella respectaba era un buen trato, así que decidió que en vez de lamentarse lo más inteligente era aprender a vivir con su nueva situación. Y eso hizo.

Mabel levantó la mano y miró su reloj. Habían pasado ya diez minutos desde que la vibración cumplió su objetivo de despertarla.

-Ya va siendo hora de levantarse- dijo en voz alta.

Pensar en voz alta, como ella lo llamaba, era una costumbre que había adquirido a lo largo de los años. En casa lo hacía continuamente, y aunque trataba de evitarlo también se le escapaba algunas veces en la calle, lo que la había llevado a más una situación embarazosa.

Caminó arrastrando los pies hasta el tocador y se sentó frente al espejo.

-Me estoy haciendo vieja- pensó de nuevo en voz alta, mientras examinaba con atención la piel de alrededor de sus ojos - Veintitrés años -murmuró. -Casi veintitrés años -se rectificó a sí misma.

Ese era el motivo por el que se había levantado tan temprano un domingo. El miércoles iba a ser su cumpleaños y Laura le había prometido que vendría desde la ciudad a celebrarlo con ella. Tenía que limpiar a fondo, buscar en Internet una receta para cocinar algo especial, hacer las compras... un largo etcétera para el que, al final, seguro que no tendría tiempo.

Su hermana había tenido muy claro desde un primer momento que quería irse del pueblo. La Universidad fue la excusa perfecta para dar el primer paso. Allí conoció a Miguel, y todo fue rodado. Hasta nunca, Miravalle de la Colina.

Cuando su madre murió, Laura hizo todo lo posible para que su hermana se fuera a vivir con ella a la ciudad, pero a Mabel le pasaba todo lo contrario que a ella: amaba aquel pueblo. Conocía cada uno de sus viejos rincones y a todos y cada uno de sus habitantes. Sus vecinos conocían su problema de audición, y se habían adaptado a la perfección a vivir con él. Por supuesto, en un pueblo con tan pocos habitantes no existía una escuela especial para sordos, ni tenía un intérprete a su disposición para cuando lo necesitase, así que se había convertido en toda una maestra en el arte de leer los labios. En el colegio sus profesores nunca hablaban dándole la espalda y trataban de vocalizar al máximo, remarcando cada una de sus palabras, a veces de forma exagerada, todo hay que decirlo, hasta el punto de resultarle casi imposible aguantar la risa.

Llamada desconocidaWhere stories live. Discover now