CAPÍTULO 27: VADE RETRO, SATANÁS

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Don Luis sacó el notebook de su escondite, debajo de la cama de su habitación en la sacristía. Lo abrió, y esperó ansioso a que Windows terminase de darle la bienvenida.

Había intentado por todos los medios hacer uso de la conexión a Internet de banda ancha a través del móvil, siguiendo el método utilizado hasta ahora en parroquias anteriores, porque eso le daba la libertad de conectarse a Internet sin tener que dar explicaciones a nadie, simplemente se iba a cualquier centro comercial de la ciudad, lo compraba y listo.

Pero en aquel maldito pueblo no había cobertura, así que no tuvo más remedio que dar de alta una línea y pedir una ADSL, cosa que no le hacía tanta gracia, porque perdía el anonimato, y tendría que dar explicaciones si llegaba alguna visita eclesiástica.

A pesar de todo corrió el riesgo. Estaba enganchado, y no podía permitirse perder el contacto con sus amigos anónimos, esas otras personas con sus mismos gustos que vivían, y eso era lo bueno, a muchos kilómetros de él, incluso fuera de España. Personas con las que nadie podría relacionarlo.

Introdujo su clave de acceso en la pantalla. Un clásico, su fecha de nacimiento, seguida, para que no fuese demasiado fácil de adivinar, de la fecha de su ordenación como sacerdote. Su fecha de nacimiento a Cristo, como él solía decir.

Pero en aquel momento, en lo que menos pensaba era en su Señor. Y la parte de su cuerpo que regía sus actos y sus pensamientos no era precisamente su cerebro. Entró en el grupo de usuarios privado al que había accedido después de años de intensa búsqueda y de muchos contactos con otros usuarios más avanzados que él.

Acababan de aparecer las primeras fotos de niños desnudos en la pantalla cuando sonaron los golpes en la puerta.

Don Luis, menos párroco que nunca, cerró el portátil con las manos temblorosas y el corazón latiendo con tanta fuerza que lo imaginaba con la forma perfectamente recortada contra la negrura de su sotana, saltando hacia delante y hacia atrás, como en los dibujos animados.

Lo guardó en su escondite a toda prisa y se dirigió hacia la puerta, dando gracias a Dios (mira por dónde) porque la erección había desaparecido por el susto con tanta celeridad como había venido.

—¡Voooy! —gritó mientras avanzaba hacia la puerta de la iglesia y descorría el pestillo. Se asustó al descubrir que tenía la voz temblorosa y un desagradable sabor metálico en la boca. Siempre era muy cuidadoso con su pequeño vicio, como él lo llamaba, pero... ¿quién podría imaginar que a esas horas de la noche lo iba a necesitar alguno de sus feligreses?

Cuando abrió la puerta, se encontró con Marcos. Llevaba la escopeta escondida tras su espalda, y se mantenía a unos pasos de la puerta de entrada. Como el párroco no había encendido la luz, su figura se recortaba en las sombras contra la lánguida luz de las farolas.

—Hola, padre —dijo.

—¿Marcos? ¿Eres tú? —preguntó Don Luis. Habían hecho muy buenas migas desde que llegó al pueblo. En este caso, les quedaba bastante bien el dicho de Dios los cría y ellos se juntan. Al párroco le daba la impresión de que aquél hombre ocultaba un saco lleno de perversiones, y que quizá incluso compartían alguna que otra. Aunque nunca iba a ser tan tonto como para pasar de la seguridad de la pantalla del ordenador a la cara descubierta en el mundo real. Si llevaba tantos años con su pequeño vicio y no había sido descubierto era precisamente porque se consideraba bastante más inteligente que otros pederastas que no podían poner límites a sus deseos. Pero él, después de todo, era un hombre de Dios. Y no le hacía daño a nadie si se recreaba en cuerpos desnudos que, al fin y al cabo, habían sido creados por Él.

Llamada desconocidaWhere stories live. Discover now