CAPÍTULO 10: LA DECISIÓN DE JANINE

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Janine enfiló la calle principal del pueblo en dirección a su casa, como ella decía, con el piloto automático puesto: más pendiente de lo que ocurría en el interior de su cabeza que de sus movimientos. Y en su cabeza, en ese instante, los pensamientos que ocupaban el lugar de honor giraban en torno a cierta conversación pendiente con su madre. O quizás debería decir en torno a cierta discusión pendiente, porque aquello iba a terminar en una de las grandes. A lo mejor en la más grande de todas.

Dejó escapar un suspiro, y se metió las manos en los bolsillos. Jugueteó con la moneda que tenía en el izquierdo. Era la que Mabel le quitó cuando iba a llamar desde la cabina. Se la había devuelto al llegar a la heladería, pero no antes. Se había negado en redondo, y ahora, al pensarlo con tranquilidad, caía en la cuenta de que la había notado muy nerviosa. Ansiosa, podría decir.

—¿Y eso por qué? —preguntó en voz alta frunciendo el ceño mientras hacía girar la moneda en la palma de su mano. Cara, cruz..., cara, cruz...

Miró hacia atrás y vio, allá al fondo, la cabina de teléfonos que habían colocado cerca de la casa de su amiga. Luego miró hacia la izquierda. A escasos metros de ella estaba el bar de Marcos, con su viejo teléfono público colgado junto a la entrada. En una ocasión, aquel lumbreras había decidido poner una carta de comidas en el bar, pero la verdad era que intentar competir con los guisos de Emma se podía definir, siendo bastante benévolos, como una mala idea. Y así le fue. Desde entonces, cada uno tiene sus tareas perfectamente definidas: Emma a sus comidas y Marcos a sus borrachos.

Janine extendió la palma de la mano. La luz de la luna hizo brillar la moneda con una intensidad casi irreal.

Volvió a mirar hacia la cabina. No había lugar a dudas, tenía que llamar a Tomás en ese preciso instante. Comenzó a andar hacia la cabina de enfrente de la casa de Mabel, pero el simple hecho de pensar en su amiga la hizo detenerse. Fue casi un gesto involuntario, como si su ella hubiese implantado un aviso de peligro en su cerebro. Sea como fuere, cambió de idea y se dirigió hacia el teléfono público que estaba colgado junto a la puerta del bar. Descolgó el auricular y comprobó que había tono. Colocó la moneda en la ranura, pero antes de soltarla volvió a mirar hacia la cabina. Parecía más atrayente y excitante que nunca, pero eso mismo hacía que la advertencia de Mabel también fuese más fuerte.

Permaneció en esa postura un buen rato.

—¿Pero qué demonios me pasa? –dijo en voz alta, y el hechizo pareció romperse. Sacudió la cabeza para despejarse, e hizo la intención de dejar caer la moneda en la ranura. Antes de que lo consiguiera una descarga eléctrica sonó en el aire y la tiró de espaldas.

—¡Mierda! –gritó, sentada de culo en el suelo. Tenía la mano dormida, pero seguía agarrando la moneda. —¡Jodido cacharro!—volvió a gritar, y golpeó el suelo con rabia. Se levantó de un salto. No había nadie a su alrededor que hubiera visto la escena, pero pensaba liársela al bueno de Marcos. Su teléfono había intentado electrocutarla, y puede que el mantenimiento fuera cosa de la compañía de teléfonos, pero la pared era de Marcos. Se apoyó contra la puerta de cristal de la entrada del bar y miró en su interior. Los cristales estaban amarillentos por las horas de humo que soportaban a diario desde el inicio de los tiempos. Vio al viejo Marcos, con su inseparable barriga (increíble que cupiese tras la barra, pero así era) y su igualmente inseparable trapo con el que limpiaba el borde de los vasos antes de servir las bebidas. Tampoco tenía muy claro si eso lo que hacía era ensuciarlos más, porque su color era imposible de definir a base de agolpar manchas y más manchas en su ajada superficie. El séquito de borrachos que componía la clientela habitual de aquel antro ocupaba al azar varios de los taburetes que crecían como hongos junto a la barra. De repente no le apeteció nada entrar en el local y ser pasto de los lujuriosos ojos de aquella gente.

—Que te den, Marcos. –dijo, y se encaminó hacia la cabina.

Desde el preciso momento en el que accedió al interior se sintió más relajada de lo que nunca había estado. El miedo a la discusión con su madre replegó velas y se ocultó en algún resquicio perdido en el interior de su mente. Ahora lo único que necesitaba de verdad era descolgar el auricular y sentir el suave roce de su ¿piel? sobre su cara.

Al acercarlo al oído, el tono de línea le pareció dulce y excitante a un tiempo. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y sonrió. Con la mano libre, se quitó la gomilla del pelo y se lo dejo suelto. Sacudió la cabeza para sentirlo sobre sus hombros. Pensó en Tomás y se le escapó un gemido de placer. Ni siquiera Mabel sabía que él la estaba esperando. Habían discutido cuando él se fue del pueblo, pero después volvieron a hablar no una, sino muchas veces. Pero eso no lo sabía nadie, pertenecía sólo a Janine, y a Tomás.

Sus conversaciones siempre se centraban en lo mismo. Planes de huida, como los había bautizado en su mente la propia Janine. Pero también estaba su madre. No había podido abandonarla... hasta ahora. Pero todo había cambiado.

Volvió a escapársele un gemido de placer al sentir el roce de los botones con la yema de sus dedos. Suavemente, disfrutó del tacto de cada uno de los dígitos conforme los iba marcando. El cuerpo entero le hervía, y si por ella fuera, se hubiese desnudado por completo y se hubiese dejado llevar.

El auricular le devolvió el tono de llamada, y Janine entró en éxtasis. Se acarició a través del fino jersey. El interior de la cabina estaba totalmente iluminado por una luz intensa, brillante y sugerente, que a pesar de todo no molestaba a los ojos. Desde la calle, se veía en completa oscuridad.

Alguien descolgó al otro lado de la línea. Janine hubiera preferido seguir disfrutando del dulce tono de llamada durante el resto de su vida, si hubiera sido posible.

—¿Si, dígame? –contestó una voz de mujer. Joven. Muy Joven.

Silencio.

—¿Hola? ¿A quién llamaba, por favor? –de nuevo la voz.

Más silencio.

Voces, en tono más bajo. Janine supuso que la chica ha soltado el auricular del teléfono. Un hombre y una mujer. ¿Él era Tomás, o se había equivocado de número?

No. Era Tomás. Su voz es inconfundible.

Oyó de fondo de nuevo la voz de ella.

No sé quién es, pero hay alguien al otro lado, lo oigo respirar (la chica)

Déjame a mí, no te preocupes. (Tomás)

Vale cariño. No tardes, te espero en la cama. (la chica)

—¿Sí, dígame? ¿Quién es por favor? –La voz de Tomás, inconfundible y enérgica, como siempre.

—Eres un cabrón –le escupió desde el fondo de su alma. Mientras alejaba de su oído el dulce auricular que le acababa de soltar su jugo envenenado, lo oyó llamarla varias veces. Y luego el clásico inicio de la no menos clásica frase No es lo que tú piensas. Pero no le dio tiempo a terminarla. No pensaba quedarse a escuchar ni una miserable excusa.

Salió de la cabina tambaleándose. Dio unos pasos, trastabilló y cayó al suelo. Su mano rozó una piedra de un tamaño considerable, la cogió, y dejó que la ira descargase desde su brazo hasta la piedra, como la electricidad carga la batería de un móvil. Se puso de pie, y miró hacia la cabina, con la piedra en la mano.

Toda su rabia, todo su odio, se había enfocado en aquella cabina de teléfono. Levantó la piedra con la intención de hacer añicos los cristales... y entonces se vio en ellos. Hasta ese momento los cristales estaban oscuros, como los tintados de un coche, y no mostraban reflejo alguno. Pero de pronto apareció el de ella. Nítido como si el cristal fuese la pantalla plana de un ordenador de última generación.

Abrió la mano y la piedra cayó al suelo sin ningún impulso.

—No. –dijo en voz alta. –Tú no tienes la culpa.

La imagen que se reflejaba en la cabina le devolvió una mirada fría y decidida.

—Yo sé quién la tiene.

Cuando se giró y emprendió el camino de regreso a casa, dio la impresión de que, de alguna manera extraña e imposible de comprender, la cabina sonreía.


Llamada desconocidaWhere stories live. Discover now