CAPÍTULO 31: LOS NIÑOS PRIMERO

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La calle estaba solitaria, así que su hazaña circense (¡y sin red, señoras y señores!) no tuvo ningún espectador. Se fue deslizando poco a poco con el cuerpo totalmente pegado a la pared hasta llegar al balcón de la habitación de al lado. Se agarró a la barandilla y se descolgó hasta llegar a la planta de abajo. Desde allí ya se podía alcanzar la calle sin demasiado riesgo. Era un salto que no hubiera hecho por placer, pero aquello era lo más parecido a una emergencia que había presenciado en su vida. Cuando escuchó el estruendo de la puerta de su habitación saltando en pedazos no lo pensó y se dejó caer. El primero de los seres raros se asomó por la ventana de su habitación justo en el mismo momento en que Fred llegaba a la furgoneta. El corazón le dio un vuelco... ¿había dejado la llave en la habitación, o se la guardó en el bolsillo?

Nunca había experimentado un alivio tan impresionante como cuando sus dedos tropezaron con la familiar sierra roma de la llave que llevaba en el bolsillo derecho.

La furgoneta acababa de abandonar su aparcamiento a toda la velocidad que le permitía su pobre motor momentos antes de que los dos seres llegaran a la calle. Fred vio como iban quedando cada vez más atrás por el retrovisor. Cuando los perdió de vista, se miró en el espejo. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Qué demonios había sido aquello? Tenía los ojos espantados y la cara llena de arañazos que se había hecho con su improvisado descenso. También tenía un rasguño sin demasiada importancia en su brazo derecho.

Sin poderlo evitar pensó en Mabel; tenía que ir a buscarla. Si había más de esos seres, ella no los oiría llegar. Estaría perdida. Como respondiendo a sus pensamientos, los seres empezaron a salir de sus casas. Personas que él había conocido, a los que entregaba el correo a diario, convertidos en grotescas máscaras diabólicas. Y se dirigían como hipnotizados hacia la casa de Mabel. Decidió salir de la calle principal, que se estaba poniendo demasiado concurrida e intentar llegar por una de las paralelas. Por todas partes le llegaba el sonido de teléfonos sonando incansables, destrozándole los tímpanos, machacándole los nervios.

Dio un volantazo que estuvo a punto de hacer volcar la furgoneta y enfiló una de las calles traseras, que discurría paralela a la linde del bosque. Apenas había iluminación, y si no llega a ser porque pisó el freno a fondo, hubiese atropellado al párroco, Don Luis.

Se había refugiado allí, en la oscuridad, y se había llevado a los niños del pueblo. No sabía cómo lo había conseguido, pero los había puesto a salvo de aquella locura. De un primer vistazo descubrió niños de todas las edades. Al mayor le calculó unos siete u ocho años, y había muchos bebés. Tenía uno en brazos, pero había varios en el suelo, boca abajo, con sus blancos pañales reluciendo a la luz de la luna. En total podría haber unos veintitantos niños. Treinta, quizá.

Se bajó a toda velocidad de la furgoneta, mientras calculaba cuántos de esos niños podría llevarse de una tacada, a cuantos podría salvar de lo que fuese que estaba pasando. Tirando las sacas de correos de la parte de atrás podrían caber todos.

Tendrían que caber todos.

—¿Padre? —lo llamó, al llegar junto a él. El niño que tenía en brazos era un precioso rubito. Iba en pañales, y evidentemente no fue capaz de reconocerlo. No tenía ni idea de quienes podían ser sus padres. El párroco le daba la espalda a Fred y tenía al niño apoyado sobre su hombro. Se giró, y el corazón casi se le para al ver los ojillos diminutos y la sonrisa malvada compuesta por afilados dientes de sierra.

—Un momento, hijo —le silbó. Acercó su boca al oído del niño que lloraba sin cesar y le dijo algo. Algo obsceno y sibilante. El niño dejó de llorar al instante y sonrió. En su boca sin dientes crecieron dos hileras de colmillos con una velocidad sobrecogedora. De entre las dos hileras asomó una repugnante lengua viscosa. Su mandíbula se desencajó con un crujido y sus pupilas se contrajeron a la mínima expresión.

—Dime hijo. Ya he acabado mi trabajo. ¿Quieres dar de comer a mis niños?

Se giró hacia él y le extendió la mano. Tenía la sotana abierta, y debajo no llevaba nada, iba completamente desnudo. Fred se sintió atrapado por su influjo hipnótico. No iba a ser capaz de escapar. Su cuerpo no le respondía.

Los niños se acercaron a él. Los más pequeños, que aún no habían aprendido a andar, reptaban arrastrando sus pañales boca abajo sobre el suelo. No gateaban. Reptaban.

Casi lo habían alcanzado cuando se oyeron los disparos. La distracción le permitió escapar al influjo hipnótico de la voz del cura. Los niños no parecían haberse adaptado aún a su nueva situación, porque se movían despacio, como a cámara lenta en comparación con los movimientos felinos del sacerdote.

Fred corrió hacia la furgoneta dejando a los niños atrás. Abrió la puerta y, de un salto, se metió dentro. Gracias a Dios la había dejado arrancada. Quitó el freno de mano y se dispuso a acelerar cuando sintió golpes en la parte de atrás. Al mirar por el retrovisor interior vio la cara del sacerdote justo detrás de él. Había saltado a la parte trasera de la furgoneta para en dos pasos colocarse tras el asiento del conductor, y estaba a punto de asestarle un mordisco mortal en el cuello. Saltó hacia fuera y consiguió evitarlo por centímetros, pero el sacerdote lo siguió con la sotana dando bandazos al viento como la capa de un superhéroe. El muchacho rodó con la caída e intentó incorporarse, a lo que el párroco respondió con una patada en la espalda que le hizo comer tierra. Fred se giró tratando de recuperar el aliento, con la cara manchada de barro, para contemplar con impotencia al ser que antes había sido el párroco. Estaba allí de pie, mirándolo con desprecio, con su sádica sonrisa. Tras él, al fondo, los niños seguían acercándose. Y mientras, la furgoneta, sin conductor para guiar su camino, iba cada vez más deprisa cuesta abajo. Su última oportunidad era llegar a ella antes de que cogiese demasiada velocidad y se hiciese incontrolable. Fred se incorporó de un salto e intentó correr hacia el vehículo, pero párroco le asestó un guantazo con el dorso de la mano que lo levantó varios metros del suelo. El muchacho quedó boca arriba, medio conmocionado; pero sin querer, el cura lo había acercado a su objetivo. Lo había lanzado cerca de la furgoneta. Lo malo era que ésta había cogido demasiada velocidad e iba sin control hacia un muro de contención en el que acababa la pendiente. Era en ese momento o nunca. Al ver la intención de Fred, el ser que antes había sido Don Luis dio un impresionante salto de más de cuatro metros de longitud, sin coger impulso desde donde estaba hasta Fred, como un tigre saltando sobre su víctima. El chico hizo lo único que se le ocurrió para salvar la vida. Levantó ambos pies y detuvo el salto asesino del párroco. Uso su mismo impulso para hacerlo rodar por encima de su cabeza. Y tuvo la suerte de cara. La suerte que le salvó la vida.

El párroco se puso de pie con la intención de darle el golpe de gracia al chico, justo a tiempo de descubrir que había quedado en la trayectoria entre la furgoneta y el muro.

La furgoneta lo golpeó con violencia en el costado y lo aplastó contra el muro. Se oyó un siniestro crujido al romperse la caja torácica. Y por segunda vez en una sola noche, el párroco falleció.

Fred se incorporó sin fiarse demasiado. Había visto a aquella criatura hacer demasiadas cosas increíbles, pero aquel había sido su acto final.

La furgoneta estaba dañada, pero seguía funcionando. Antes de que los niños llegasen al lugar, se subió, dio marcha atrás, y salió a toda la velocidad que el maltrecho vehículo le permitió en dirección a la casa de Mabel.


Llamada desconocidaWhere stories live. Discover now