Me ofreció una galleta caliente. Mordí una esquina. Sabía a casa. A todo lo que no se rompía.

—¿Te acuerdas de TaeHyung? —preguntó de pronto, sonriendo de medio lado. Rompiendo mi drama y alegrando o quizás deprimiendo más mi día.

Como olvídarlo.  Si he estado esperando por él durante mucho tiempo, viviendo de la esperanza que con cada día desaparece pizca por pizca.

Nadie mas fiel que Ji-Shin.

—¿TaeHyung? ¿Mi compañero de clase?, ¿mi mejor amigo?, ¿él que dijo que vendría cada vacaciones? ¿El que me gustaba? ¿El que...

— Si, ya entendí, Ji-Shin, de ese mismo TaeHyung. Me escribió su madre. Dijo que volvió a la ciudad y estaría por un tiempo acá. Comento que algo pasó en Seúl que lo obligó a venir.

Entre en dudas por las últimas palabras pero a la vez mi sonrisa se expansión de oreja a oreja tanto que juré sentir cómo mi rostro dolía. Mamá noto mi alegría y soltó una leve risilla.

¿Cómo era posible que con solo escuchar el nombre de TaeHyung todo dentro de mí diera un volcó? Hasta sentí ganas de ir al baño.

El día era soleado, TaeHyung y yo estábamos bajo la luz del árbol, descansando después de haber andado en bicicleta. Mientras el bebía jugo de mango yo solo tomaba leche helada. El miraba el cielo, cansado y agitado, y yo bueno, yo le miraba a él.

Sintiendo esa necesidad sin explicación de solo fijar mis ojos en él.

—¿Por qué me miras tanto Ji-Shin? — comento volteando a mirar. Y yo por instinto giré hacia otro lado.

Tenías algo en la cara pero ya cayó, creo que fue un grillo.

—Mientes, es porque te gusto. Me lo dijiste la última vez

Esa noche no dormí bien.

TaeHyung

Ese nombre quedó flotando en mi cabeza como una canción olvidada que vuelve a sonar sin permiso.
Me lo imaginaba con la misma sonrisa rota que tenía a los ocho años, cuando no le quisieron invitar a esa dichosa fiesta de Bae... No recuerdo ese nombre.

Siempre con su voz dulce, su forma torpe de atarse los cordones y esa risa suave que parecía prometer que todo iba a estar bien.

Pero ahora…
Él tenía diecinueve, como yo.
Y yo ya no era la misma, ¿verdad?
Entonces, ¿por qué el recuerdo de él me revolvía el estómago de una forma distinta?

—Vamos a llevarle las galletas —dijo mamá a la mañana siguiente, como si el tiempo no hubiera pasado.

Las puso en una caja metálica con dibujos viejos de Navidad. De esas que se usan para guardar hilos después que se terminan las galletas.
La abrazaba entre mis brazos como si fuera frágil, pero lo frágil era otra cosa: mi corazón.

—¿Vienes conmigo, mamá? —pregunté.

Mamá sonrió mientras acomodaba algunas cosas en el platero.

—No. Creo que es mejor que vayas sola. Seguro va a alegrarse más de verte a ti que a mí.

No supe si agradecerle o acusarla de lanzarme al vacío. Pero ahí estaba yo, caminando por el barrio como si nada dentro mío estuviera tambaleando.

La casa de la abuela Kim seguía en la misma esquina. La fachada había sido pintada, y las flores del jardín estaban más cuidadas que antes.
Toqué el timbre con el corazón apretado, y mientras esperaba, pensé en salir corriendo.
Hasta que se abrió la puerta.

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