Capítulo Ocho

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Jayden me observó a través de ojos entrecerrados, con largas y encrespadas pestañas castañas haciéndome burla. Era la primera vez que prestaba extrema atención a esa parte de los ojos en los chicos y me pregunté si todos tenían pestañas tan espesas y curvadas hacía arriba como las suyas.

Una lenta y perezosa sonrisa tiró de sus labios, haciendo que sus hoyuelos fueran levemente perceptibles. Apenas eran dos ligeras hendiduras en ambas mejillas, pero sabía que cuando los mostraba en todo su esplendor eran increíbles, profundos y le daban un aspecto adorable, casi inocente.

¿Pero en que rayos estaba pensando?

Me crucé de brazos, a la defensiva y a la espera de que hablara, que soltara cualquier comentario estúpido de los que ya comenzaba a acostumbrarme. Pero él no hablaba, solo me observaba con sus ojos intensos, penetrantes y cautivadores.

Al final extendió una mano, llevando sus largos dedos a mi mejilla. El toque fue un impulso, podía verlo en su mirada, sin embargo no se detuvo. Restregó su pulgar sobre mi pómulo —no con tanta delicadeza como había esperado— y luego hizo lo mismo con el otro. No pude evitar arrugar la nariz, poniendo más tensión en mi cuello para evitar que mi cabeza se hiciera para atrás con su fuerza.

Le di una manotada con un golpe seco que hizo que mi palma escociera. Él se alejó, con una pequeña mueca adolorida mientras se llevaba la mano al pecho y la sobaba. — ¿Acaso eres sordo o simplemente estúpido?

La misma mano que había golpeado, se agitó en el aire como si desechara mis opciones — Ninguna. Te escucho a la perfección y mis notas han sido excelentes, así que tampoco creo ser estúpido.

¿Pérdida de la memoria? — pregunté con desdén.

Pareció pensárselo unos segundos antes de sacudir la cabeza con una sonrisa. — No. Mi memoria es perfecta. Todavía recuerdo cuando tenía cuatro años y...

¿Qué quieres, Jayden? — corté, con un suspiro exasperado.

Tus hermanos me enviaron por unas galletas. Dicen que no volverán, ahora que han conocido a mis chicas — dijo, regresando como si nada a la razón por la que había venido. Y una vez más, no lucía molesto ni ofendido por mi interrupción o actitud maleducada. Era como si tuviera algún escudo que lo protegía de mí.

Sentí un poco de... admiración por lo bien que lo llevaba.

Con un leve asentimiento me dirigí a la cocina, con él siguiéndome de cerca. No dijo nada más, pero podía sentirlo observando todo. Cada rincón, cada mota de polvo y sobre todo, cada parte de mí. No podía estar segura que tipo de mirada era; si era amistosa, curiosa o sexual y pervertida, pero sentía el calor de esos ojos azules en mi nuca, en mi espalda, en todos lados.

Su estudio me hizo extremadamente consciente de mi cabello enmarañado, de mi ropa ajustada y la manera en que se amoldaba a mi cuerpo. Incluso, me hizo más consciente de mi forma de caminar y la tensión que emanaba, con los puños apretados, los hombros rectos y el ligero balanceo de mis caderas.

Llegué a la cocina y me acerqué a la alacena donde se encontraban las famosas galletas. Tomé la caja en una de mis manos, apenas poniéndome de puntillas para lograrlo. Le lancé un vistazo a mi vecino casi esperándolo viendo mi trasero, pero él revisaba su teléfono celular con una pequeña arruga entre sus cejas. Se veía concentrado en lo que sea que había en la pantalla.

¿No hay problema que Rose y Trevor se queden mucho tiempo? — pregunté, atrayendo su vista de nuevo hacía mí.

Tomé una pequeña bolsa de plástico y calculé la cantidad apropiada considerando el tiempo que ellos se quedarían en la casa vecina. Esos pequeños demonios comían de esas galletas sin parar, así que tenía que ponerles un límite. Si Jayden venía a pedir más, entonces significaba que era momento de ir por ellos.

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