Capítulo XIII

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Hashirama Senju se ajustó las lazadas de su hakama una última vez, comprobando que los pliegues se veían correctamente. A pesar de que, desde que entró en la adultez había tenido un único conjunto formal, aún se sentía ciertamente incómodo vistiéndolo. Estaba acostumbrado a su ropa militar. Incluso caminar con las zori le resultaba incómodo.

El sencillo espejo de cobre le devolvió el reflejo de un muchacho joven, un hombre, engalanado con sus mejores vestimentas. Su cabello suelto no llevaba cinta alguna que lo sujetase –no procedía con el protocolo. Kimono verde claro, haori de color crema con el mon de su clan bordado a la espalda.

Tragó saliva y se insufló ánimos, abandonando la habitación para no hacer esperar a su padre. El día anterior habían llegado a Uzushiogakure no Sato y habían pasado la noche en un modesto minshuku preparado por la propia familia Uzumaki. La tradición marcaba que los pretendientes se conociesen por la mañana, no pudiendo dormir bajo el mismo techo hasta entonces.

Uzushiogakure no era una aldea muy grande, ubicada a orillas de la isla de Uzu no Kuni. Además del mar, la orografía rocosa de la zona le confería protección e invisibilidad –el país pasaba bastante desapercibido a pesar de ser la casa de un poderoso clan ninja. El olor a salitre y los graznidos de las gaviotas impregnaban cada rincón de la villa.

Hashirama observó las construcciones con detenimiento, cogiendo ideas para su ideal de villa. Los edificios no eran muy grandes, la mayoría de ellos de forma circular, construidos con una argamasa desconocida para ellos –la tierra de Uzu no Kuni no era la misma que la de Hi no Kuni. Ellos tenían madera, aquí había piedra y arena.

La aldea también era conocida como Chōju no Sato por la longevidad de sus habitantes. La longevidad era un don de los dioses cedido a estos aldeanos, especialmente al clan Uzumaki. Él, como Senju, también tenía esa buena genética –eran parientes lejanos de los Uzumaki–, pero no llegaba a los niveles de allí.

Las calles aún no se habían llenado de gentes, los pequeños comercios empezaban a abrir sus puertas –tenderos, alfareros, curtidores y herreros. Eso era lo que Hashirama quería para su pueblo, una villa estable que pudiera satisfacer todas las necesidades de la población. Si estaban cubiertos, la probabilidad de guerras por los recursos sería mucho menor. Hi no Kuni era un país muy rico naturalmente hablando, pero nadie parecía saber aprovecharlo como correspondía.

La residencia del cabeza de familia del clan Uzumaki estaba ubicada en las faldas de una pequeña montaña, a las afueras de la villa, protegida por una muralla de argamasa como si fuese el castillo de un daimyō. El serpenteante camino que llevaba hasta el edificio principal recorría jardines muy bien cuidados de varios tipos, e incluso había un estanque con gansos.

Hashirama era consciente de la posición de los Uzumaki. Como futuro líder de clan, había sido instruido para mantener los lazos de amistad que unían a ambas familias porque, igual que los Senju, los Uzumaki eran poderosos. Sabían administrar bien el territorio y sacaban beneficio de ello, y eso se veía en su modo de vida –lujoso sin rozar la frivolidad Uchiha.

Como ninjas, habían dominado la técnica del sello a la perfección. Los papiros instruccionales de fūinjutsu que llegaban a sus manos eran muy sencillos en comparación con los que ellos dominaban. Porque los Uzumaki no iban a compartir los secretos de sus técnicas ninja con desconocidos a pesar del parentesco que les unía.

Su boda no era más que una forma de fortalecer la alianza entre las dos familias.

Y, en el fondo, Hashirama estaba un poco apenado por ello. Sería un iluso si hubiese pensado que habría podido escoger su esposa, que habría podido casarse por amor. Era el primogénito del patriarca del clan Senju, su destino estaba fijado desde su nacimiento. Aceptaba ese hecho, era algo que no podía cambiar. Pero eso no significaba que no pudiera estar algo triste por ello.

Mi niño de las floresWhere stories live. Discover now