Capítulo VI

31 10 0
                                    

Los primeros rayos del alba dispersaron las oscuras sombras de la noche, pero no despertaron a nadie. Los animales aún dormían, los pájaros no piaban –era demasiado pronto. El apacible día que daba comienzo, sin embargo, se preparaba para los tambores de la guerra. La Naturaleza se regía por otras reglas, tenía sus ciclos y sus tiempos –los seres humanos, en cambio, llevaban otro ritmo.

Los Senju se habían movilizado mucho antes que el amanecer. Tenían una misión en mente: atacar por sorpresa al clan rival. Podían haberlo hecho por la noche, cuando era más fácil pasar desapercibido y ser detectado, pero esas prácticas eran poco honrosas para un shinobi –y los Senju se vanagloriaban de ser muy dignos shinobis.

Se despertaron con las estrellas iluminando su camino, que recorrieron en silencio a través del espeso bosque –florecido, primaveral, lleno de vida. El característico tintineo de sus armaduras era lo único que se escuchaba entre la espesura, como una suave cantinela. Los más beatos hubiesen jurado que eran los espíritus del bosque jugando, protegidos por el manto nocturno.

Sin embargo, su recorrido se vio interrumpido antes de llegar a su objetivo cuando una flecha cruzó el aire y su trayectoria, desviada, acabó clavándose en un tronco. La tropa frenó en seco y se agachó, cuerpo a tierra, protegiéndose y mimetizándose con el entorno. Butsuma Senju, quien lideraba el comando, alzó la cabeza entre los arbustos.

Un atrevido rayo de sol surcó el aire y alumbró un estandarte militar en el que se dibujaba, amenazador, el mon del clan Uchiha. Su plan de atacar el asentamiento por sorpresa se había visto desbaratado por completo antes siquiera de llegar al río que separaba ambos territorios. Los Uchiha, al parecer, también habían planeado un ataque bajo las mismas circunstancias –y los dos ejércitos se habían cruzado a mitad de camino.

El desagradable cacareo de una urraca rompió el silencio y, como si fuese un comando de guerra, los ejércitos chocaron. El bosque, en cuestión de un parpadeo, se convirtió en un sangriento campo de batalla. Los Senju clamaban venganza. Los Uchiha buscaban una segunda victoria. Ambos clanes tenían motivaciones distintas, pero sus métodos eran iguales –parecían copias desfiguradas, las dos caras de una misma moneda.

Debido a la dificultad que suponía combatir entre árboles, los batallones pronto se desmembraron en grupos más pequeños y manejables, de cinco o seis ninjas, que peleaban entre los arbustos con furia en la sangre. Cuando uno de estos grupos superaba al rival, lo cual no era sencillo, buscaba más enemigos que degollar.

La paz que transmitía el bosque había desaparecido por completo en el momento en el que las primeras espadas colisionaron. Ya no se escuchaba el piar de los pájaros, el zumbido de algunos insectos. Ahora sólo había gritos desgarrados, choques de acero contra acero y mucho ruido. Los ninjutsus modificaban el paisaje a su antojo.

Enormes bolas de fuego arrasaban con todo a su paso, quemando y consumiendo la vida de la Madre Tierra. Ráfagas de viento violentísimas arrancaban árboles de raíz. La tierra se movía y nuevos montículos, así como valles, aparecían enseguida. Pronto, se crearon claros en el bosque y el combate se recrudeció.

Todos los allí presentes sabían que aquella no era una batalla corriente. Estaba mucho en juego, y los ninjas estaban dando lo mejor de sí en favor de su clan. Cuando Hashirama Senju visualizó a Madara Uchiha, fue directo a por él. Era algo habitual, lo hacían en los entrenamientos a escondidas en el río. Pero, ahora, sus vidas estaban en juego.

Ahora, ya no había amigos.

Aunque el Senju evitaba sus ojos de forma automática y profesional, Madara comprobó que no se estaba conteniendo. Gracias a su excepcional vista, con la ayuda del sharingan, pudo apreciar la hinchazón de sus párpados, el rictus de su rostro, las minúsculas venas y vasos sanguíneos de los globos oculares de un vibrante color rojo sangre.

Mi niño de las floresWhere stories live. Discover now