Capítulo X

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El hatago ubicado en el camino real del daimyō tenía un tamaño aceptable –como era de esperar para albergar pasajeros y viandantes entre zonas. Los civiles optaban por recorrer estas rutas porque, bajo la protección del daimyō, no corrían peligro de ser asaltados o atacados por bandoleros o ladrones.

Se situaba dentro del shukuba en el mismo camino, un complejo más grande con diversos servicios para viajeros: tiendas, baños, hospederías, oficinas generales e incluso prostíbulos. Algunos clanes hacían uso de estos lugares como punto de reunión en una zona neutral, normalmente vigilada por guardias reales.

Si bien el daimyō era consciente de la superioridad de los clanes shinobi, aborrecía tener que mediar entre ellos cuando las luchas iban más allá. Los clanes podían hacer lo que quisieran siempre y cuando no atentasen la paz que el daimyō proveía a la población. Desde la capital, gobernaba con mano laxa mientras sus intereses no se vieran afectados.

Cuando Hashirama y cuatro miembros más del clan –jóvenes como él, con quienes había mantenido airosas charlas al respecto de la tregua– atravesaron el arco del pequeño pueblo, intentaron llamar lo menos posible la atención. Los guardias de la puerta reconocieron el mon de sus ropas, pero no pusieron problemas.

Como era una misión diplomática, sin tintes bélicos, habían dejado atrás su característica armadura y vestían el traje formal de su clan: un sencillo kimono de color verde oliva cubierto por un haori beige con el mon bordado a la espalda con hilo negro, unos pantalones hakama blancos sujetos por un obi marrón y las zori para los pies. Hashirama, además, llevaba una banda en el pelo con el mon por ser el miembro de mayor rango.

Por la incomodidad de desplazarse entre el bosque así vestidos, y también para no ensuciar los ropajes, habían optado por tomar el camino real lo antes posible y moverse por él tranquilamente. Ahora, una vez dentro del complejo, estaban atentos a cualquier movimiento pero, para no llamar la atención de ojos indeseados, fueron directos al hatago.

La taberna estaba construida siguiendo las directrices estéticas que marcaba el daimyō para todos los edificios construidos en su suelo –esto es, tradicional. De planta rectangular y con un tejado a cuatro aguas, el local parecía tranquilo debido a la falta de huéspedes. Mejor así, se necesitaba tranquilidad para tratar determinados temas.

Atravesaron el shōji y un salón con suelos de tatami y mesas modestas los saludó. Una barra con un mostrador de madera con un cocinero se preparaba para empezar con los menús diarios, varios huéspedes del hatago tomaban té antes de comenzar sus quehaceres mañaneros. En una de las paredes había mesas separadas por biombos y, cuando Hashirama vio un Uchiha guardando la entrada, supo a dónde tenía que dirigirse.

Con una pequeñísima reverencia, manteniendo un gesto austero, el Uchiha corrió el fusuma de papel y los Senju entraron en el receptáculo. Ellos eran seis sin contar al shinobi que protegía la puerta. Por supuesto, también habían optado por una vestimenta más acorde a la ocasión: kimonos de un variado color –azul, morado, gris– con el mon también a la espalda y unas zori.

Hashirama observó a Madara cuando se sentó a la mesa y a punto estuvo de bromear sobre su aspecto, pues se le hacía muy extraño verlo así vestido –y lo mismo podía pensar de él. Decidió, sin embargo, dejar los comentarios jocosos para otra ocasión por si era visto como un bufón más que como un digno representante del clan en aras de la paz.

A diferencia de Butsuma, Tajima Uchiha sí estaba presente como cabeza del clan. Madara, como primogénito, era su segundo al mando.

–Veo que los Senju envían carne joven a una misión tan importante... –comenzó, en un claro tono disconforme.

Mi niño de las floresWhere stories live. Discover now