Capítulo IV

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Una copiosa nevada interrumpió la actividad a mitad de enero. El bosque se tiñó de blanco, algo que pocas veces sucedía, y los habitantes del País del Fuego lo aceptaron como una señal divina –el año comenzaba con la bendición y los buenos augurios de los dioses. Los Senju y los Uchiha compartían la misma opinión, ya que la religión marcaba una parte muy importante de la vida.

Durante cuatro días estuvo nevando ininterrumpidamente, por lo que pronto se acumularon montones y montones blancos en todos los rincones. La nevada fue tal que ni siquiera los artistas que hacían equilibrios con bambú fueron capaces de llevar a cabo sus actuaciones para celebrar el Dezomeshiki.

Pobres y ricos se encerraron en sus viviendas para calentarse al lado del fuego y comer alimentos de temporada, especialmente oden, kanburi, rape y ostras. Los más pequeños hacían muñecos de nieve en las puertas de su casa, tapados hasta las orejas con varias capas de ropa. Los más aventurados salían a caminar por el bosque con raquetas de mimbre en los pies.

Tobirama Senju siempre había sentido afinidad con la estación invernal. A diferencia de sus hermanos y padre, el chico tenía bastante resistencia al frío y, en general, gustaba de contemplar el paisaje teñido del color de su cabello. Casi parecía de fábula. Además, las nieves a comienzo de año eran un buen presagio para las futuras cosechas de la primavera.

Lo que peor llevaba, sin embargo, era la escasa actividad. Aunque practicase movimientos de katana en casa, necesitaba más para quemar toda la energía de su cuerpo. Por las mañanas, cuando la temperatura no era demasiado fría, practicaba su concentración con Hashirama y meditaban. Después de comer, casi todos los días se escapaba al bosque a andar un poco, y cuando caía la noche, regresaba a casa y se entretenía con Itama y sus figuras de papiroflexia.

La rutina a la que se había acostumbrado durante años se había visto interrumpida, y el joven comenzaba a echar de menos hasta sus encuentros en el río con los Uchiha. Debido a la nieve, sus clandestinas reuniones también habían pasado a un segundo plano. A veces, en la soledad de sus paseos por el bosque, su mente viajaba al otro lado del río y se preguntaba qué estaría haciendo Izuna en esos momentos.

Leer, practicar caligrafía y contemplar la belleza del invierno –solía contestarse a sí mismo.

Por supuesto, pronto se obligaba a cambiar el hilo de sus pensamientos por otros. Se centraba en reconocer el bosque debajo del blanco manto. En descubrir los caminos, en encontrar madrigueras de animales y posible refugio por si, estando en una incursión ninja, debía dormir a la intemperie.

La imagen de Izuna regresó a su mente cuando, un día vagando en dirección sur, Tobirama se topó con un campo de narcisos. La representativa fragancia del invierno le llenó los pulmones y, por un momento, se dejó embriagar por ella. Las flores eran pequeñas, de pétalos blancos con el centro de un vibrante amarillo.

Si Izuna hubiese estado allí, seguro que estaría deleitándose con la vista y el olfato. Tobirama no era un entendido en jardinería ni herbología –eran prácticas que no le llamaban demasiado la atención a pesar de tenerlas como útiles–, pero en momentos como aquellos reconocía la belleza de la Naturaleza en todo su esplendor. Ningún hombre era capaz de crear una hermosura tan simple y a la vez tan exuberante.

Quizá debería traerlo aquí, pensó. Quizá conozca alguna leyenda sobre estas flores que me pueda contar, ya que le gusta tanto la literatura.

Un viento helador deshizo la onírica imagen que se estaba gestando en la mente de Tobirama, y el joven decidió regresar hacia el asentamiento del clan. Se había alejado lo suficiente como para adentrarse en tierras desconocidas, y eso siempre suponía un grado de peligro. Oteó el horizonte y cuando no vio a nadie, sacó un kunai y cortó un manojo de narcisos –para la tumba de su madre– antes de partir.

Mi niño de las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora