Capítulo I

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«El hombre es un lobo para el propio hombre» rezaba un antiguo proverbio anónimo. Otros filósofos y religiosos se centraban más en la naturaleza misericordiosa y buena del ser humano, pero el tiempo no acababa de darles la razón. Porque el hombre, desde su nacimiento, vivía y crecía en tiempos de guerra.

La paz sólo era un constructo imaginario difícil de alcanzar.

Tobirama Senju, segundo hijo del hombre a la cabeza del clan Senju, no fue una excepción. Esta historia gira en torno a él, a cómo un niño nacido en época de odio y horror fue descubriendo, para su sorpresa, el amor. De forma turbulenta, dolorosa y sangrienta.

El amor era un sentimiento difícil de conservar en un mundo tan hostil. Las alianzas matrimoniales se creaban años vista para facilitar cierta estabilidad entre clanes con el fin de conseguir aliados y amistades. Para sobrevivir. No había amor. Ello, por supuesto, no impedía a poetas y bardos cantar sobre él.

El amor era la última y más pura expresión del ser humano.

Izuna Uchiha, segundo hijo del hombre a la cabeza del clan Uchiha, no fue una excepción. Esta historia gira en torno a él, a cómo un niño nacido en época de odio y horror fue descubriendo, para su sorpresa, el amor. De una forma turbulenta, dolorosa y sangrienta.

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Los enormes y frondosos bosques del País del Fuego constituían la residencia de muchos clanes. La tierra era fértil para el cultivo, había materias primas –madera– para erigir pequeñas construcciones y diversos ríos y riachuelos surcaban las amplias planicies para proveer agua limpia, clara y potable.

El daimyō del lugar, un hombre poderoso y adinerado –como todos los daimyō–, cobraba tributos a todos los clanes que quisieran asentarse en su territorio. También tenía potestad sobre ellos para expulsarlos si, en algún momento dado, causaban demasiados problemas. A pesar de los tiempos tan convulsos, los señores buscaban siempre la tranquilidad y la estabilidad que su estatus les confería.

Los clanes familiares se repartían por los bosques y, talando algunos árboles para crear claros, levantaban allí sus pequeñas aldeas que, en un primer momento, apenas consistían en cinco o seis chabolas muy juntas. Por supuesto, no había edificios comunes, y servicios como el mercado, la compraventa de productos, se llevaban a cabo mediante intercambio cuando los comerciantes ambulantes llegaban a la aldea.

Casi todos los clanes se regían por una serie de costumbres y ritos arraigados a la tierra. En otras partes del mundo, por supuesto, había otras tradiciones que, en algunos casos, eran totalmente opuestas –el mundo podía ser muy heterogéneo. En el País del Fuego, la tradición mandaba que todo clan debía tener una cabeza visible, principalmente un varón, encargado de tomar las decisiones más importantes.

Los clanes estaban constituidos por diversas familias que, poco a poco, iban creciendo. Gracias a las alianzas matrimoniales, hijos e hijas de diversos puntos del país –era muy poco frecuente que los matrimonios traspasasen las fronteras– se unían y continuaban el linaje, o creaban uno nuevo. Lo cierto era que ni siquiera los ancianos de cada clan sabían cómo se habían formado en primer lugar, y con el paso del tiempo sólo perduraba el nombre.

La tradición marcaba que abuelos, padres e hijos debían convivir bajo el mismo techo hasta que se produjese un matrimonio. Las hijas podían traer a los nuevos maridos a la vivienda familiar, pero los hijos debían marchar de casa –bien al hogar de su nueva esposa, bien creando uno nuevo. Así, más casas iban surgiendo en los pequeños asentamientos.

En tiempos de guerra, los matrimonios eran poco frecuentes y arriesgados. Pocas familias se prestaban a que sus descendientes, ya fuesen varones o mujeres, pudiesen caer en una trampa engañados por sus pretendientes. Por ello, la unión de dos personas pronto se convirtió en una cuestión de estado, que atañía a todos los miembros del clan.

Mi niño de las floresWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu