Capítulo VII

31 9 0
                                    

Cuando Hashirama llegó al asentamiento de los Uchiha, escoltado por tres de ellos, mantuvo la vista en el suelo la mayor parte del tiempo. No miraba las viviendas, no miraba a sus moradores. Sentía curiosidad por ver su estilo de vida, por ver las pequeñas diferencias que había para con los Senju, pero no quería que le acusasen de espía.

Intentaría llamar la atención lo menos posible, lo cual era realmente complicado. Sin armadura, vestido únicamente con una sencilla camiseta de manga larga y unos pantalones, completamente de negro salvo la cinta blanca que sujetaba su flequillo, Hashirama caminaba por las calles del poblado como si fuese un preso de guerra.

Y, en parte, podría serlo.

Hashirama era plenamente consciente de lo que estaba arriesgando con su mera presencia allí. Estaba en una desventaja tremenda con los Uchiha a pesar de que muchos de ellos, como los Senju, estaban convalecientes por la reciente batalla. Hashirama tenía unas reservas de chakra muy por encima de la media, pero quería reservarlas para la curación.

Si hacía un mal movimiento, por mínimo que fuera, su garganta sería rajada cual cerdo –e incluso clavarían su cabeza en una pica para exhibirle como un trofeo. El hijo mayor y heredero del clan Senju, su posición era especial y era igual de temido que odiado. Por ello, mantuvo un perfil bajo en todo momento y suprimió su chakra todo lo posible para no verse como una amenaza.

Madara Uchiha también se encontraba en una posición comprometida. Había traído al enemigo a casa –y no uno cualquiera–, había desvelado la posición estratégica del asentamiento. Iba a permitir que tratase a su hermano moribundo con la esperanza de salvarlo, pero una parte de él no podía evitar estar alerta.

Las malas miradas, las críticas y comentarios malintencionados irían para él si Izuna acababa falleciendo a manos del Senju. Porque Madara, iluso, se lo había entregado en bandeja de plata para que Hashirama acabase el trabajo que su hermano Tobirama había empezado en el campo de batalla.

Pero tenía que arriesgarse.

Su hermano Izuna, su querido hermano, no podía morir. No podía marcharse tan pronto –aún no. Madara tenía muchos conocimientos que compartir con él, sobre la vida, sobre los Uchiha y sobre sus técnicas ninja especiales –especialmente ahora que Izuna había despertado el Mangekyō sharingan. No, Izuna no podía marcharse tan pronto.

Y Madara sabía mejor que nadie que Hashirama era un ninja médico excepcional. Era, con diferencia, el mejor que había conocido –y ni siquiera había tenido la oportunidad de ver su verdadero potencial. Tantos años encontrándose con él a escondidas en el río le habían servido para comprobar sus habilidades médicas cada vez que hacía desaparecer cortes en su piel, pequeñas heridas e incluso dolores musculares profundos.

También a Tobirama y el propio Izuna. Curaba a todos con tal de guardar el secreto y que nadie sospechase de sus furtivas reuniones.

Madara no quería reconocer que el clan Uchiha flaqueaba en el área médica. Sus expertos eran poco instruidos y, muchas veces, eran incapaces de resolver heridas y condiciones graves sin recurrir a métodos extremos –amputaciones, sanguijuelas, hierbas tóxicas y drogas– que, en opinión del propio Madara, resultaban más perjudiciales que beneficiosas.

Lo veía cuando alguno de los Senju recibía una herida grave y, a los pocos días, el mal había sido mitigado. En las mismas circunstancias, un Uchiha podía llegar a tardar semana y media –lidiando con infecciones, curas dolorosas y puntos mal cosidos. Por eso necesitaba a Hashirama, porque era el único capaz de curar –salvar– a su hermano.

Cuando el Senju llegó a su destino, Madara lo estaba esperando en el engawa, caminando de un lado a otro como un animal enjaulado. Igual que Hashirama, vestía las sencillas ropas que se ocultaban debajo de su kimono de batalla. Aún había tierra y sangre seca en algunas partes –demasiado ocupado con Izuna, no se había aseado.

Mi niño de las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora