sesenta y nueve

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Las noches de verano comenzaban a ser más frescas. Se atisbaba la vuelta del otoño, el olor a canela y té, el crujido de las hojas bajo los pies de los transeúntes y el inicio del nuevo curso universitario. Entre los planes de Valerie no estaba disfrutar de los últimos días de verano en una ciudad como Boston, pero un par de correos electrónicos y una súplica bastante lastimosa por parte de su mentora le hicieron cambiar de opinión.

El congreso anual de la APA, curiosamente, se celebraba allí, y algunos renombrados ponentes habían decidido pasar el resto de sus vacaciones en algún lugar con playa, justo lo que iba a hacer Valerie. ¿El resultado? Varias mesas del congreso se habían quedado sin moderadores, así que, tirando de agenda y del número de asociados, la organización dio con Valerie. La primera vez, declinó la invitación. Ya tenía planes y vacaciones pagadas. La segunda vez, cuando su mentora de Columbia, una mujer al borde de la jubilación, llamó a la joven psicóloga para formar parte del congreso, tuvo que decir que sí. Con la excusa de ver a viejos compañeros y de tener un nuevo mérito en su currículum, Valerie aceptó y tuvo que deshacer la maleta que había preparado para volar hasta Ibiza. Intercambió los bikinis por ropa algo más sobria y, de repente, volvía a estar en la ciudad que tanto deseaba olvidar.

El camino del aeropuerto a su humilde apartamento -del cual seguía pagando el alquiler- le trajo recuerdos agridulces. Sentía el vestigio de la ilusión con la que llegó a la ciudad hace un año, pero también notaba cómo su corazón se iba encogiendo conforme abandonaba las carreteras de la periferia. Era un cóctel de emociones que ni siquiera ella podía describir. Se limitó a sentirlas, a no ignorarlas, y con una leve sonrisa pidió al taxista que abriera la ventana. Estaba algo mareada, pero sabía que no era el movimiento del coche lo que le estaba provocando aquella sensación.

Era una especie de mareo emocional. Un vórtice que levantaba a su paso todos los pensamientos de Valerie. Se apoyó contra la carrocería del taxi y dejó que el aire fresco moviera los mechones cortos de su cabello azabache. Cerró los ojos en un intento absurdo de despejar su mente y respiró por la nariz despacio.

No había suficiente palabras en el diccionario que describieran lo que estaba sintiendo. Odiaba volver a Boston. Odiaba volver a su apartamento lleno de decoraciones que no iba a poder llevarse de vuelta a Nueva York. Odiaba pensar en Levi. Odiaba lo que él le había hecho a ella, y viceversa. Odiaba sentirse orgullosa por haber ayudado a alumnos y residentes. Odiaba tener que sentir con tanta fuerza. Y seguía odiando que Levi fuera tan asquerosamente guapo y alemán. 

Una tarde, sin quererlo, mientras Valerie consultaba el lugar donde se iba a celebrar el congreso de la APA, se topó con una noticia sobre la alta participación en los cursos de verano que Harvard ofertaba para los estudiantes internacionales. Puede que inconscientemente, dirigida por un impulso curioso, pulsó el titular de la noticia y vio la foto de portada: un joven rubio con bata blanca, camisa y corbata, dando una charla a una clase abarrotada. Desde aquel día, Valerie no había dejado de pensar en Levi. 

Y la cosa empeoró durante el congreso.

A pesar de tratarse de su hábitat, de encontrarse rodeada de psicólogos y estudiantes que la valoraban, se sentía algo incómoda. Inquieta. Insegura. Sola. Como si no perteneciera a aquel lugar.

Sin duda, los meses que había pasado acudiendo a congresos de Medicina le habían pasado factura. Se le hacía raro no recibir algún que otro halago amargo de algún médico resentido por su éxito, pero, sobre todo, extrañaba que Levi no estuviera allí para responder con un comentario irónico e hiriente. 

Lo peor, sin duda, fue la cena de gala. 

Ataviada con un vestido oscuro, de gasa, fluido, y con unas sandalias de tacón que perfectamente podrían pertenecer al armario de alguien de la realeza, Valerie se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos tener a Levi al lado. Su mesa no era del todo mala -al fin y al cabo, se había sentado con otras cuatro mujeres increíbles-, pero notaba que le faltaba algo: el tacto algo tímido de Levi sobre su brazo, aquella sonrisa ladina y divertida que curvaba sus labios, un suave sonrojo causado por unas cuantas copas de vino, un provocativo ''¿nos vamos?''... Valerie se disculpó con el resto de mujeres que estaban en la mesa, agarró su bolso de mano y se dirigió a la barra del enorme y lujoso restaurante donde se estaba celebrando la cena.

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