sesenta y cinco (iii)

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El rostro de Valerie valía más que mil palabras: sus ojos verdes brillaban con el reflejo del pesar, del arrepentimiento; sus labios, que ya no estaban cubiertos por aquel gloss rosado casi opaco, estaban curvados en un puchero que era el preludio de un llanto que empezaba a anudar su garganta. Levi dejó de sentir su calor. A pesar de tenerla encima y de tener sus manos sujetando su rostro, ya no sentía su calidez. Sus dedos estaban fríos.

—Valerie, si no quieres-

—No es eso. —respondió ella con rapidez. Querer, quería. Quería quedarse en su cama para siempre, comer el maravilloso strudel de manzana que horneaba de vez en cuando, quería ver ilimitadas veces su sonrisa algo tímida, quería oírle hablar sobre sus gatos. Y, por supuesto, quería acostarse con él todas las veces que pudiera; era irremediablemente guapo e hirientemente dual. Porque sin duda, esa dualidad de Levi era lo que había terminado conquistándola. Era frío pero cálido, sarcástico pero afable, directo pero dulce.

Y se notaba en su tacto: sinuoso pero firme. Levi condujo sus manos desde el muslo de Valerie hasta sus costados, agarrando su cintura con suavidad. —¿Entonces...?

Valerie cerró los ojos un instante e intentó grabar aquella sensación en lo más profundo de su cerebro. Buscó las palabras menos dolorosas mientras inspiraba por la nariz, despacio, intentando deshacer el nudo de su garganta. Dejó de sostener el rostro de Levi, que continuaba mirándola como si fuera una especie de mecanismo estropeado (con una mezcla de preocupación y extrañeza), y colocó sus manos en los anchos hombros del rubio. 

—Fui yo. —dijo, por fin. —Fui yo la que abrí la puerta a tus gatos. Sé que dijiste que no entrara, pero Ginger insistió y... No pude evitarlo. 

La carcajada suave que emitió Levi desde el fondo de su diafragma no le resultó tranquilizadora a pesar de ser una de las más relajadas y naturales que había escuchado en meses. El médico acarició la cintura de la pelinegra con intención de mostrarle que no pasaba nada. 

—Pues me debes pasta. —soltó. —Las figuras que Ginger ha roto cuestan doscientos dólares... 

—¿Solo?

Valerie esbozó una sonrisa amarga, y Levi supo que aquello no era todo lo que le quería contar. Intentó quitarle hierro al asunto. —Es broma. —añadió con rapidez. 

Y ella suspiró. Su mirada seguía siendo cristalina y, a pesar de tener aún un pequeño resquicio de una sonrisa en los labios, Levi supo que estaba más cerca que nunca de llorar. ¿Había hecho daño a Valerie? ¿Se había pasado con la fuerza? ¿Que fuera un otaku desde los trece años le daba tanta pena que tenía que llorar en vivo y en directo...?

—Valerie, ¿qué narices te pasa? 

—Tengo algo más que contarte.

Aun con las manos en la cintura de Valerie, Levi enarcó las cejas, expectante pero sin dejar de lado su creciente preocupación. —¿Y...?

Una mueca. Un par de pestañeos aguantando las lágrimas y una horrible sensación de ardor en el pecho. Tragar saliva para deshacer el nudo de su garganta. Demasiada compasión por Levi y un cariño que iba a terminar desbordándola. Suspiró antes de hablar. 

—Lo siento muchísmo.

—¿Qué cojones...?

—Sé que te gusto desde hace meses. —comenzó. Sostuvo el rostro de Levi con su mano y le miró a los ojos, a aquellos profundos ojos amielados, y volvió a estremecerse ante la cantidad de emociones que estaba mostrando. Él, el Doctor Braun, médico milagro, estoico, impasible y en ocasiones despiadado... estaba sintiendo demasiadas cosas a la vez. —Y yo...

A matter of heartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora