—Ah. —masculló Levi mientras medía con una precisión enfermiza la cantidad de café molido que poner en la cafetera, una cafetera italiana de acero. 

Valerie volvió a reír. —No, no eres de mañanas. Voy a cambiarme y me marcho. —anunció, yéndose hacia el pasillo. —Ya te he molestado suficiente. 

Levi giró la cabeza para ver cómo la coautora del proyecto caminaba hacia el baño. Captó algo tremendamente inusual: Snow, en lugar de apartarse o bufar, se cruzó con Valerie y rozó su pierna, esperando a que ella le acariciara. La de melena oscura se agachó para mimar al gato de pelaje blanco, y Levi solo pudo sentir celos. ¿Cómo era posible que su propio gato se acercara más a una dichosa desconocida que a él? ¿Sería que Valerie tenía un olor distinto? ¿O era mucho más cálida que él?

—¿Valerie? —desde la cocina y sin despegarse de la cafetera, Levi alzó la voz para que la susodicha pudiera escucharle desde el baño. —¿Diste de comer a los gatos ayer? 

—¡No! —exclamó ella. Su voz sonó amortiguada por culpa de las paredes que separaban a ambos, pero Levi la oyó alto y claro. 

El dueño de los gatos abrió la alacena donde guardaba la comida para los mininos. Todo estaba en su sitio. Vio a Snow a sus pies, demandando golosinas. Levi le enseñó el índice y lo movió de lado a lado, negando al pobre gato un pequeño premio. —¿Les dejaste entrar en la habitación?

Los breves segundos de vacilación fueron suficientes para que Levi se diera cuenta de por qué los gatos adoraban tanto a Valerie: les había permitido entrar donde no debían. El rubio abandonó la cocina y, lo más rápido que pudo, abrió la puerta de la habitación que guardaba todos sus secretos. Y su adolescencia. 

—¿Eh? ¿Qué has dicho? —soltó Valerie, fingiendo ignorancia.

Algunas figuras, aquellas que no estaban guardadas en las vitrinas, estaban tiradas sobre el suelo; algunos póster, rasgados o despegados de la pared; y la tapicería de la silla de su escritorio, llena de pelos de gato. Levi inspiró profundamente y se contuvo para no pegar un golpe a la puerta. Cerró los ojos y contó hasta tres.

—Voy a matarte. Voy a putearte todo lo que pueda, juro que haré que sufras-

Valerie, vestida con su jersey blanco y pantalones vaqueros, salió del baño y abrió la boca, sorprendida, al ver cómo los gatos habían destrozado el pequeño santuario friki del Doctor Braun. Él se giró hacia ella, que solo pudo agitar la cabeza.

—No, no he sido yo. ¡Yo no he abierto la puerta! —se defendió, haciendo un puchero.

Levi inclinó la cabeza hacia un lado. —¿Crees que soy imbécil? ¿¡Crees que no me iba a dar cuenta!?

La psicóloga sabía que había metido la pata hasta el fondo: primero, porque Levi no estaba intentando ocultar aquella sala como ella creía, sino porque intentaba protegerla de los zarpazos de sus gatos; segundo, porque la culpa era suya al cien por cien. Sin embargo, su orgullo no le iba a dejar admitirlo. Además, si decía la verdad, su plan peligraría. Se acercó a él negando con la cabeza y mirándole con ojos casi llorosos.

—De verdad, yo- yo no hice nada. Te lo prometo. Si quieres, puedo ayudarte a limpi- —se detuvo a mitad de la frase porque Levi le dio la espalda. Seguramente tenía tanta rabia acumulada en el cuerpo que ni siquiera era capaz de dirigirse a ella. —Mejor me voy.

—Sí. Y ni una palabra sobre esto en la Facultad.

Valerie hizo ademán de marcharse hacia la sala de estar, pero se detuvo y volvió a mirar a Levi. Llamó su atención dándole un par de toques en el hombro. 

—Gracias por dejar que me quedara. Y por la cena. —le mostró su dedo vendado y lo señaló con la mano contraria. Esbozó una sonrisa sincera, algo amarga. —Y por los puntos. 

A matter of heartWhere stories live. Discover now