XXIV. Derelictus

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Si había algo que Angelo Ricci recordase con fervor, era el dolor del abandono

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Si había algo que Angelo Ricci recordase con fervor, era el dolor del abandono.

A esas alturas era inherente de su persona, al parecer. Lo sentía pegado a su piel como la mugre, era incapaz de deshacerse de ello y le seguía como el tufo de la muerte, pisándole los talones y dejándole ver al resto del mundo la clase de persona que era: una rota y desdichada que había tocado el pecado original, y el castigo divino le había caído sin ninguna consideración.

Alguna vez había escuchado que el pecado era indoloro, pero entonces se contradecían cuando en las misas el padre hablaba de arder en los fuegos del infierno, de sufrir el pecado en carne propia tal y como Jesús lo sufrió para salvar a la humanidad. Visto así, era como sí el resto del mundo necesitara de sangrar al caminar por los latigazos que destruían su espalda o la corona de pinchos que manchaba su rostro. La sangre caía por sus ojos, impidiéndole ver algún atisbo de perdón, se secaba en costras sobre sus pestañas tupidas y lo condenaba a la ceguera de jamás saber si alguna vez su pecado podría ser perdonado.

Angelo aún así creía que todo ese dolor no era nada comparado a lo que él sentía.

¿O existía alguna forma humanamente posible de describir cómo el alma se le estaba desgarrando a jirones, dejando sangrante su interior con cada día que pasaba?

Intentaba ponerlo en palabras, a veces. Cuando estaba lúcido y miraba sin ningún sentido a los dibujos animados de la TV mientras sus ángeles reían y jugaban, sus risas quedaban de fondo como un eco de lo que él no se creía capaz de volver a sentir, y entonces se lo preguntaba: ¿Qué era lo que sentía? Porque a veces era como no sentir nada. A veces era solo un gran vacío dónde no existía ni tristeza, ni dolor, solo...nada.

Cómo si no le quedase nada por lo que luchar.

Y era estúpido ¿verdad? Era estúpido porque tenía...tenía a su madre, y a los gemelos. Estaban ahí. Y tenía su trabajo, uno de verdad que no consistía en acostarse con otras personas, un trabajo que no lo ponía en riesgo ni que era capaz de destruir su psiquis en una noche normal. Pero ¿De qué valía cuando ya estaba destruido? Y debió sentirse culpable, algo en él sabía que la culpa debió estar ahí cuando al mirar a sus querubines fue incapaz de ignorar el dolor para seguir luchando por ellos cuando todo inició por sus ganas de sacarlos adelante, pero no había nada.

Como viven los ángelesWhere stories live. Discover now