CAPÍTULO 12

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Un golpe crudo, húmedo, hizo temblar la puerta desde fuera. Las bisagras gimieron de dolor y la madera, al fin, cedió ante la presión, cayendo al suelo con un estruendo, salpicada de roja sangre y restos humanos.

El llanto de un niño tomó presencia en la estancia, de olores tan melancólicos como el del aceite quemado de las lámparas, el polvo viejo y el de las incertidumbres más antiguas del mundo, y la criatura que lo llevaba del brazo se adentró olisqueando el lugar.

—Sal de donde te escondas, viejo lobo —gruñó.

El niño no cesaba de llorar, su brazo magullado bajo la presión de aquella garra.

Entonces, Tobier surgió de las sombras de un pasillo. Con el rostro compungido, tembloroso, observó a aquel monstruo de piel lisa y pellejuda y cuernos sobresaliendo por brazos y espalda. Al crío que arrastraba, que seguía llorando y llorando. A los cuerpos destrozados de quienes habían montado guardia fuera, por donde entraba en ese momento otro de aquellos seres siniestros.

—¿Qué hacéis aquí, diablos? —preguntó Tobier. 

—Un ratoncillo nos habló de ti —esbozó algo similar a una sonrisa en su rostro sin nariz, alzando al chico del brazo hasta tenerlo cara a cara.

Tobier miró al pequeño, exhaló todo el aire de sus pulmones.

—Dejadlo ir —dijo—. Ya tenéis a quien buscabais. Dejadlo ir y yo os diré cuanto me pidáis.

El gruñido del diablo sonó similar a una risilla. Soltó al niño, y este salió corriendo. Pero antes de cruzar la puerta, el otro diablo realizó un corte con su garra y la cabeza del crío voló por los aires con una estela sanguinolenta.

—No... —alcanzó a decir el tendero.

—Ahora —sonó a amenaza la voz del diablo—, vamos a tener una charla tú y yo.

Y después se dijo, con el paso de los días, los meses y los años, que la tienda "El cajón de los desastres" había desaparecido de por vida. Que un fuego la había consumido hasta los cimientos. Que los secretos, y las maravillas que pudiera encerrar entre sus paredes, se perdieron para siempre. Y que del tendero, poco quedó más que el recuerdo.

***

Samantha, llevando de las riendas a su montura, fue la última en cruzar el portal oscuro.

—Esto es lo más cerca que puedo dejarnos de Vurdel —dijo, dejando cerrar el óvalo negro tras ella—. A partir de aquí, habrá que caminar.

El centauro estiró el cuello, miró al oeste. La luna iluminaba la tierra infértil, en aquel lugar donde no crecía nada.

—Colinas Lúgubres —informó—. Estamos al este del poblado. No muy lejos. Lalah, echa un vistazo.

La pequeña gnomo asintió y, como disparada por un arco, salió despedida como una flecha hasta perderse en la oscura distancia.

—Es rápida —asintió sorprendido Jhon—. Había oído hablar de sus habilidades, pero verlo con mis propios ojos...

—Aún no me has dicho quién te enseñó nuestro saludo, humano —espetó el centauro emprendiendo la marcha.

Jhon sonrió con melancolía bajo su espesa barba.

—Como ya te dije, es difícil de explicar.

El inhumano se detuvo, cortándole el paso.

—No juegues conmigo, humano. —Sus ojos oscuros, dos pozos de ira—. Ya he perdido a muchos de los míos en vuestras manos. Así que no eches por tierra la poca confianza que hayas podido despertar en mí por conocer uno de nuestros secretos.

SAMANTHA y la reliquia prohibidaWhere stories live. Discover now