CAPÍTULO 3

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»¡La palabra de los dioses será acogida en nuestras almas, como tales almas serán acogidas en sus reinos, allá en los cielos, pecadores!

Aquella resonante voz la sacó de su ensimismamiento.

Samantha, que ataba a su montura a una discreta cuadra junto a aquella plaza, cubrió su rostro con la capucha de su capa y alzó la vista a la iglesia que allí se erigía. Pudo ver a un reverendo ataviado con una sotana marrón y harapienta captando la atención de los lugareños, subido allí en un alto tablado. Las manos del hombre se movían con ímpetu, al ritmo del monólogo que encandilaba los oídos de algunos, pues de otros, nada de nada.

»¡Y la eternidad os espera en sus regazos, siempre y cuando vuestras almas estén limpias de pecados!

Samantha echó un largo vistazo a su alrededor y pudo comprobar cuánto había cambiado aquello desde la última vez que pisara la ciudad portuaria Los Grises. Aquella fuente en el centro de la plaza empedrada, con aquella enorme cruz de piedra construida en el centro. Por no hablar del edificio levantado en honor a la religión que comenzaba a predominar en todo Erindorn desde allí, al norte.

»¡Si bien hacéis oídos sordos a mis advertencias, la podredumbre y las brujas serán cuanto visiten vuestros hogares! ¡Y no tendrán piedad de vuestros hijos, no! ¡Pues serán los primeros en caer!

Al oír aquello, Samantha miró bajo la capucha al viejo allí subido, que seguía inmerso en su discurso como si la vida le fuese en ello. Como un vendedor que sabe que si no hay clientela, no hay pan para la cena.

»¡Alabados sean los cuatro, pues de ellos el mundo pende y es necesitado de piedad en estos tiempos oscuros que corren! ¡Que las brujas serán llevadas a la hoguera y devueltas a sus infiernos! —El viejo religioso, sin detener su sermón, reparó en la mujer encapuchada que se detenía un instante junto a la fuente para beber de su agua—. ¡Que el pueblo mortal hablará, actuará y promulgará en nombre de los dioses contra las bruxas, llevándoles la muerte que ellas mismas nos han traído a nosotros!

Samantha dejó de escuchar al viejo, sonrió al ver a unos gorriones beber de la misma fuente que ella. Les susurró en voz baja:

—Las ciudades os quitan los ríos, ¿eh, amiguitos? Y os traen estos cánticos tan irritantes como regalo. Qué crueldad...

Y bajo los insoportables voceríos del eclesiástico, Samantha se perdió entre el gentío en dirección a la más pequeña de las callejuelas que desembocaban en la plaza.

Allí la voz de fondo se amortiguó hasta casi desaparecer, concediéndole un respiro a sus oídos maltratados. La oscuridad se fue haciendo más y más notoria, y pronto se vio oculta bajo los balcones que unían ambos edificios sobre su cabeza, adentrándola en un pasillo donde ni la luz del medio día tenía permiso a circular.

—Quietecita ahí, moza.

La punta de algo muy afilado logró colarse entre el tejido de su capa y su ropa hasta acariciar la piel de su espalda. Al parecer, no solo las sombras reinaban en aquel lugar.

—¿Qué ase una mujersilla como tú suelta por estas callejuelas? —sonó una segunda voz, más mal hablada incluso que la primera—. ¿Tu marío te ha dejao salir a por pan?

—¿Sois los nuevos porteros de "El cajón de los desastres"?

Las dos sombras se miraron entre sí ante la pregunta de la mujer. Quien empuñaba el cuchillo lanzó la siguiente duda:

—¿Quién coño pregunta por un local que no existe?

—No voy a deciros mi nombre —vibró la voz de la encapuchada—. Tan solo os regalaré un consejo: Si queréis seguir con vida, llevadme ante el tendero de la tienda que os acabo de nombrar. O sino...

SAMANTHA y la reliquia prohibidaWhere stories live. Discover now