Me sacó de mis pensamientos un tirón que el carro dio hacia adelante: el conductor había acelerado de golpe. Detrás de nosotros, se acercaban las luces de otros dos vehículos a toda velocidad. "No son colombianos", dijo Gómez. "Puedo dispararles por la ventana de atrás para darles primero". Me quedé mirando a Gustavo para esperar su reacción a esa idea, pero todos, incluido él, me estaban mirando a mí. Gómez me estaba pidiendo autorización. Me negué a dar órdenes. Gustavo comprendió que no me sentía listo para analizar la situación y ordenarles algo, así que él determinó: "No les dispare, pana".

El color eterno del paisaje obligó a que todos los vehículos estuvieran pintados de un gris irregular para no llamar la atención en las calles, además de no tener placas, haciendo que fuera casi imposible distinguir un carro de otro ni a sus ocupantes. Solo hasta que nos alcanzaron pudimos notar que no eran una amenaza. Hubo una muy breve discusión en el carro en torno al asunto de esperar a comprobar antes de disparar, discusión que Gustavo dirimió con una sentencia que nos dejó a todos en silencio hasta el final del trayecto: "Todos estamos buscando la luz del sol".

Llegamos hasta las rejas de un gran supermercado que ahora lucía en completo abandono. Dos de nuestros acompañantes se bajaron del carro para abrir las puertas, que daban, después de unos cien metros, a un sótano bajo un gran edificio.

—¿Qué le pasó a este lugar?

—Lo mismo que a los demás supermercados. Las personas se llevaron todo por el pánico. Ahora nosotros vivimos acá, pero cada vez hay menos luz. Estamos pensando en irnos.

—¿Nosotros quiénes? —pregunté intrigado.

—De todas maneras —dijo Gustavo con una calmada sonrisa—, me estás pidiendo explicaciones sobre cosas que más adelante vas a recordar.

—¡Pero yo necesito saberlo ya! —grité.

Mi exclamación hizo que todos se quedaran helados, incluso él, como si me tuvieran miedo, haciéndome creer que estaba a punto de recordar que me había convertido en una clase de tirano inflexible durante estos años, lo cual no me disgustó por completo. Mi vida había sido, hasta ese instante, una completa lucha en contra de la ansiedad social y la timidez mientras intentaba equilibrar mi vida como influencer de poca monta y mi vida como trabajador cercano a la alcaldía de la ciudad, donde ciertamente me sentía más a gusto y me movía con mayor fluidez. No había, según ese panorama, espacio para un Juan que estuviera a cargo de un grupo subversivo o algo así.

Subimos unas escaleras hasta un tercer piso, en donde solía estar una plazoleta para comer, que ahora estaba llena de escombros y chatarra. Me causaba una desazón suprema la visión de las ruinas que ahora estaban cubriendo el lugar donde alguna vez fui feliz durante mi infancia: toboganes, pizza, algarabía... Solo había mugre y oscuridad. Los restaurantes, que estaban en hilera, habían sido tapiados con muros de concreto. Los rodeamos hasta dar con una puerta trasera. Esa puerta, al igual que casi todo lo demás, estaba fabricada y soldada artesanalmente. Todo era tosco y pesado. Había mucho hierro.

"No puede ser que esté viviendo aquí", pensé al ver los espacios llenos de polvo, basura, papeles regados, grandes cantidades de papel periódico, algunos anaqueles con provisiones, sobre todo ropa, y varios encapuchados caminando de a pares con lentitud. Me parecía estar entrando a una guarida de ladrones. Dentro del muro de concreto había otro muro igual, que solo pudimos atravesar después de que varios encapuchados, todos armados, me vieron llegar. Abrieron con presteza una reja hechiza de barrotes de hierro.

Al ver que tantos hombres armados se quitaban del camino a mi paso, volvió a nacer en mí la curiosidad acerca de qué pasaba por la cabeza de mi mejor amigo minutos después de haberles volado la cabeza a varios. Estuve tentado a preguntárselo con la misma confianza que nos hemos tenido siempre, pero había algo en el ambiente que no me lo permitía. Los movimientos, los gestos de todas las personas eran tan solemnes que daba la impresión de ir caminando hacia un funeral.

Me condujeron por varios metros más hasta llegar a unas escaleras metálicas. Subimos hasta un pasillo que tenía varias puertas, como un corredor de oficinas.

—Tomá —me dijo Gustavo, entregándome una toalla y una caja de cartón olorosa a comida—. Andá bañate, relajate un rato en tu cama y dormí derecho. Vos vivís en la puerta del fondo. Es la 301H. Tengo que irme al Cauca, a arreglar otros asuntos que me pediste. Vuelvo mañana.

—No, no me hagás esto. No me podés dejar así. Ya entendí que voy a recuperar toda la memoria y eso, pero ¿vos creés que estos momentos no son angustiantes para mí?

—Lo sé. Y vos también lo sabías. Por eso, cuando nos enteramos de que haríamos ese viaje en el tiempo hacia adelante, te escribiste una carta y me pediste que te la diera justo en este día, siguiendo tu plan "al dedillo", así como vos decís. Te la tiré por debajo de la puerta.

—¿Yo digo al dedillo?

Gustavo soltó una pequeña risa y me dio una suave palmada en el hombro. Caminó conmigo hasta mi puerta, haciéndome luego un discreto gesto de bienvenida. Sacó una llave de su bolsillo y con ella abrí la puerta: era una habitación doble, separada por un baño en perfecto estado y limpieza. Parecía un lugar diferente a todo lo que estaba por fuera.

—Todo ha cambiado mucho, parce —me dijo, mirándome con un cariño familiar—, incluyéndote a vos. Yo sé que estos momentos deben ser tal como vos decís, angustiantes. Pero todo está bien, por ahora todo está bien. Te necesitamos tranquilo y fresco. Leé tu carta. Vos sabrás qué te escribiste y qué palabras hayás usado para darte calma mientras tanto. Acá vas a estar seguro y tranquilo.

—Solo decime una cosa antes de irte: ¿hay alguien más que todavía me quiera matar, aparte de los de esa bodega?

—Eso te lo respondo mañana, para que hoy podás dormir tranquilo.  Mañana hablamos.

Atraviesa el túnel o muere en el intentoWhere stories live. Discover now