Otro mundo

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No vale la pena recordar el odio, la incertidumbre y la extrañeza que me produjo saber que Gustavo me había cambiado los papeles, y que ahora yo tendría que ir a la cárcel por su culpa. Solo intenté asumirlo con la mayor calma posible, y con rapidez dejé de tenerlo en mente a él para concentrarme en lo que yo buscaba conseguir, así que crucé la puerta con el papel de la misión en la mano, en medio de una oscuridad absoluta y con el vaivén del olor a gasolina, que a ratos podía pasarlo por alto.

No pasó nada. Sentí que el tiempo corría y que nada a mi alrededor cambiaba, más allá de estar ciego en un lugar irreconocible. Habían pasado tal vez un par de horas cuando sentí mucho cansancio en los pies y en general en todo el cuerpo. Con torpeza me senté en el suelo para descansar, pero era más grande mi cansancio que mi miedo. Me quedé dormido recostado contra la parte exterior de las puertas del ascensor, que ya se encontraban cerradas y a las que era imposible acceder otra vez. Sentí que había dormido por lo menos unas ocho horas. De repente, en medio de mi sueño, me hallaba muy incómodo, con dolores en algunas articulaciones y los pies adormecidos. Como si aún no me hubiera despertado, abrí los ojos dentro de una celda.

Mi reacción fue de pánico. Despertarse en un lugar diferente al lugar en que te dormiste conlleva a tener una sensación de confusión muy fea. Debido a que era algo que ya tenía interiorizado, intenté mantener la calma y permanecer quieto mientras podía reconocer el lugar a medida que mis ojos se acostumbraban a la tenue luz que había. Solo con el movimiento de los ojos, como tratando de fingir la muerte frente a un animal grande, busqué darle sentido a las formas del lugar: me encontraba sobre una colchoneta raída, con la espalda sobre la pared del fondo, teniendo los pies recogidos para no pisar la cabeza de otra persona que estaba en una siguiente colchoneta peor que la mía. La celda, en la que habrían podido acostarse unas cuatro personas, estaba habitada por trece reclusos, incluyéndome. Recluso. Qué raro era llamarme así . Por lo menos la mitad de las personas estaban dormidas o intentando dormir. Las demás estaban mirando hacia el techo, o hablando entre sí.

Intenté moverme un poco. Sentía las articulaciones completamente adoloridas, como si llevara años en esa misma posición. Por más tranquilo que quisiera estar, pude sentir como mi frente se humedecía por los nervios y la angustia: ¿Qué me dirán cuando me noten? ¿Van a reconocer que yo acabé de llegar? ¿Y si se preguntan de dónde salí? ¿Y si me lo preguntan a mí? ¿Qué versión dar? ¿Cómo justificar mi llegada? Me habría servido tener a Natalia o a Gustavo, para que pudieran darme algún consejo. ¿Qué consejo podría haberme dado él? ¿Qué habría hecho Gustavo si a él le hubiera correspondido esta misión? Ah, sí: engañar al más pendejo para cambiársela por otra. Definitivamente, no necesitaba los consejos de nadie. Los que quisieron dejarme solos solos deben permanecer.

No todos estaban sobre una colchoneta. Uno de los hombres que estaba a mi lado, tan cerca que podía percibir su calor corporal, me dio una mirada extraña. Mi mente comenzó a pensar a toda velocidad lo que debía contestar cuando él me preguntara quién era yo. No fue así. Se quedó mirándome a los ojos tanto tiempo que mis nervios solo aumentaron y mi sudoración empeoró. "Juan", dijo en voz baja. Nadie volteó a mirar. Yo seguía casi paralizado. Por un momento me imaginé que yo estaría en ese lugar con otro nombre, bajo otras condiciones, incluso en un cuerpo que no fuera el mío, pero no: mis brazos, mis piernas, mi rostro, que palpé con cierto misterio, eran los de siempre. "Sí", contesté con timidez. "Se te va a caer el reloj", me dijo, mirando hacia los bolsillos de mi pantaloneta.

El reloj era un Casio clásico, negro, sin correas, que no daba la hora sino que tenía una cuenta regresiva que iba en 23 horas con 55 minutos. Estaba en mi bolsillo. "Gracias", le dije. Intenté reincorporarme para explorar mis bolsillos. Todos estábamos vestidos con pantalonetas, excepto un par de ellos que estaban vestidos con sudaderas. Entonces fui consciente del ambiente que nos rodeaba. Según las instrucciones y la cuenta regresiva, debían ser un poco más de las 11:30 pm. Frente a los barrotes había un muro de color verdoso, con la pintura manchada y caída a pedazos. La celda estaba en un estrecho pasillo. Afuera, las luces estaban prendidas y se escuchaba mucho ruido para las horas que eran. Cerca, aunque no sabría decir hacia dónde, se escuchaba el sonido de un par de dados estrellándose sobre un tablero de vidrio, tal vez en una partida de parqués. Mis manos y mis pies estaban helados, pero en realidad la celda estaba inundada de un bochorno que solo había sentido en ciudades costeras. Sentía que sudaba cada vez más.

Atraviesa el túnel o muere en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora