Patio Nº 4

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No habíamos terminado de celebrar cuando notamos que el hombre sin rostro se alejaba cada vez más de nosotros hasta llegar a la puerta de entrada. Una vez allá, sacó de su bolsillo un encendedor. Me quedé paralizado al verlo. Alcancé a notar que movía los dedos para accionarlo. La chispa del encendedor hizo explotar el lugar: un fogonazo muy brillante, una nube azul translúcida vino desde el lugar de la chispa, con el sonido de una explosión, y nos golpeó una onda con tanta violencia que los tres salimos despedidos hacia atrás, como si nos hubiera embestido un tanque de guerra.

Caímos al combustible. Me sentía tan aturdido que tuve la impresión de que moriría ahogado. La fuerza de choque fue tanta que tenía la impresión de haberme reventado la cabeza por dentro, y que la sangre de mi cerebro se regaba a través de los huesos de la nariz. Era una sensación de frío y adormecimiento en el rostro, además de haber perdido la sensibilidad en todo el cuerpo. Para nuestra sorpresa (y alivio) el nivel de la gasolina había empezado a bajar drásticamente, tal vez porque el hombre abrió la puerta de la entrada, siendo lo más sorprendente que el líquido no se hubiera prendido en llamas, sino que permaneció inofensiva como si fuera agua maloliente.

Poco a poco, quedamos tirados sobre el suelo, llenos de gasolina, sintiéndonos mareados y desorientados. El olor de la gasolina, que es tan estimulante en pequeñas cantidades, se sentía ahora como un veneno letal. Ninguno de nosotros había sufrido heridas considerables más allá de haber sentido ese tremendo golpe. Al otro lado de la sala, detrás de los computadores, se encendieron otras luces que nos permitieron ver la puerta de lo que parecía un ascensor. La entrada, de un color metálico reluciente, no hacía juego con el resto del lugar. Entre Gustavo y yo ayudamos a levantar a Natalia, quien parecía recuperar las fuerzas poco a poco, por lo que ya estaba caminando sin ayuda, incluso adelantándose a nosotros. El olor seguía siendo demasiado molesto. Sentía que los pulmones se me estaban quemando, al igual que todas las vías respiratorias. El ascensor parecía la salida.

Nos dirigimos, escurriendo gasolina, a la puerta del ascensor, que se abrió cuando Natalia la alcanzó, recostándose sobre ellas como buscando descanso. Con una rapidez impresionante, las puertas se abrieron y se cerraron dejando a Natalia adentro, que cayó al ascensor por estar recostada. Nosotros quedamos afuera. El olor nos estaba ahogando. Gustavo, enfurecido, le dio patadas a la puerta con la poca energía que le quedaba. Otras dos puertas se encendieron, idénticas a la anterior. Tomé del brazo a Gustavo y lo saqué de su inútil ira contra la puerta, llevándolo hacia la que teníamos a la derecha. Al entrar, las puertas se cerraron. Estábamos en un ascensor muy pequeño que se quedó inmóvil. El tapete tenía una línea vertical dibujada en color gris, en medio de un fondo verde oscuro.

—Estaba debe ser la entrada al escenario —dijo Gustavo—. Por fin. Por fin vamos a lograrlo. Esto es algo grande, parce. Esto no es cualquier bobada. Estamos a punto de cambiar nuestras vidas.

—Eso espero. Los tres escogimos el seis. Pero, en serio, hay algo que tengo que decirte sobre lo que vi en mi escenario A.

Gustavo me miró confundido:

—¿Yo tengo algo que ver?

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo entendí bien. Solo sé que en algún momento vos y yo vamos a tener un trabajo en común, como si nos hubiéramos aliado para hacer algo que nos diera mucha plata.

—No suena mal —dijo, un poco más tranquilo.

—Pero sigo con una duda: si mi escenario A implica que vos y yo tenemos un negocio juntos, ¿no debiste ver lo mismo vos en algún momento?

—En realidad, lo mejor sería que no nos contáramos eso. ¿Le contaste algo a Natalia de lo que te mostró el túnel?

—No, ella tampoco quiso que le contara.

Atraviesa el túnel o muere en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora