De cómo todo se fue al carajo

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Una flor rosada se desprendió de la copa del árbol de mi casa. Por un momento pareció quedarse quieta, flotando en el aire totalmente detenida. Luego cayó a mis pies. Últimamente he estado viendo cosas muy extrañas, cosas que ya no vale la pena mencionar a nadie. ¿Tendría a quién contárselo? Por supuesto que no. 

Hoy he perdido al único amigo que me quedaba en el colegio. Hoy me di cuenta de que no quería más amistad porque me lo dijo de una forma bastante grosera y dolorosa. No estoy acostumbrado a las groserías; no es mi estilo. Tengo un estilo más calmado, y al parecer a nadie le gusta. Gustavo dejó de hablarme porque le conté al director que él había sido el autor de la última broma que nos tuvo a todos en la dirección. ¡Pero no fue mi culpa! En realidad los directores saben cómo acceder psicológicamente a tu mente para que les cuentes la información más delicada. Gustavo es mi amigo, pero le dije que hacer la empanada les iba a traer problemas, porque cada vez la hacían peor. 

La empanada es una técnica milenaria, transmitida de generación en generación, que se aplica normalmente en ciertos colegios divertidos. Se toma la maleta de la víctima, se le saca lo que lleva adentro y se procede a voltear con cautela el maletín, hasta dejarlo totalmente por el revés, cerrando nuevamente la cremallera con todo adentro. ¿Y con qué fin? Ninguno. Con ver al dueño de la maleta ponerla al derecho nuevamente. Pero esta vez Gustavo se pasó de la raya. Lo que yo no sabía era que el incidente de la empanada iba a terminar en una tragedia increíble, sobre la que a veces me quedo pensando: ¿En qué momento todo esto terminó así? La historia es larga y dolorosa.

Todos estaban jugando fútbol. Gustavo entró al salón a tomar agua y se encontró de frente con la maleta de Esteban. A mí no me gusta jugar fútbol, así que yo me había quedado escondido detrás de los salones y por la ventana pude verlo. Quiso hacerle la empanada a la maleta de Esteban, pero sacó las cosas con mucha violencia y cuando las volvió a meter, incluyó en ella basura, pedazos de ladrillo, tierra, hojas y hasta la escupió. Luego le saltó encima y la pisoteó con rabia. 

Unas horas más tarde, Esteban estaba llorando inconsolable en la dirección. Justo ese día, en la clase de Química, la profesora del laboratorio le había prestado dos termómetros industriales que él se había comprometido a conseguir con su papá. Ahora estaban destrozados. A Esteban le iban a cobrar los termómetros e incluso habían metido en problemas a la profesora por haber prestado material del laboratorio. No me gustó la actitud de Gustavo. De repente era como si hubiera cambiado. Es que una empanada no incluye pisotear ni escupir las maletas. Eso lo sé incluso yo. Hay límites. 

Me llamó mucho la atención la ira con que lo hizo. Como poseído por una furia que yo jamás le había visto. El director nos dio la charla de "nosotros ya sabemos quién lo hizo, pero queremos que esa persona nos lo diga voluntariamente". Cuento viejo. Pero no me pareció nada justo. Esteban solo quería ayudar consiguiendo unos termómetros porque los que había no alcanzaban para la clase. Me enojé mucho con Gustavo, así que escribí en un papel: "Gustavo Ferreira dañó los termómetros cuando entró al salón estando todos en la cancha". Gracias a mi acción, Gustavo terminó pagando los termómetros (eso para él y su familia millonaria no era nada), pero le pusieron matrícula condicional: una falta más y tenía que ser expulsado para siempre del colegio. Ese mismo día, llegué hasta el parqueadero de buses, vi mi asiento y desde abajo metí mi maleta por la ventana. Fui a sentarme detrás de los buses y me encontré con Gustavo. Me asestó un puñetazo en la cara: "¿Vos crees que yo no sé que vos sos el único que no juega fútbol y venís a esconderte detrás del salón?". Me fui al suelo de inmediato. Él se quedó dando vueltas alrededor de mí, como si hubiera cazado una presa. Respiraba muy fuerte y sus pisadas eran exageradas. Lo conocía de toda la vida, y él nunca había sido así. ¿Qué estaba ocultando con tanta ira?

Estaba totalmente desubicado. Pude sentir mucha rabia en su golpe. Gustavo se quedó mirándome en el suelo. Pensé que iba a hacerme lo mismo que le hizo a la maleta de Esteban, pero solo se agachó y me dijo: 

—Ellos tienen razón. Estoy perdiendo el tiempo aquí. 

—¿Quiénes? —le pregunté—. ¿Por qué estás tan enojado con todos?

Me miró con irritación. 

—Tú también lo estarías en mi situación —dijo mirando al cielo—. Creo que mi vida cambiará, y también la tuya... la de todos nosotros. 

—¿Qué te pasa? ¿De qué hablas? —le pregunté con mucha extrañeza. 

Se agachó hasta donde yo estaba y me sujetó con mucha fuerza de la camiseta. Se acercó a su cara y empezó a gritar lleno de mucho odio, de mucha ira. Con total horror, pude ver cómo sus ojos se inyectaban de espesa sangre y todos ellos se pusieron, por un segundo, rojos y brillantes como un tibio órgano interno. Solté un pequeño grito. Él me soltó y salió corriendo. Alcancé a subirme al bus mientras me sobaba la cara por el golpe. Por la ventana, vi que se había alejado entre los arbustos que están detrás del parqueadero. Me bajé nuevamente y lo seguí. Se atravesó por entre un par de árboles y cruzó la reja que daba al restaurante que quedaba al lado del colegio, un sitio con una zona verde enorme para parqueaderos, pero que normalmente estaba vacío. Desde la reja lo llamé, pero me ignoró. ¿Qué demonios iba a hacer allá? ¿Desde cuándo la gente se puede escapar del colegio así de fácil?

Entró a una pequeña caseta que se encontraba al lado de los parqueaderos del restaurante. Allí lo vi entrar, permaneció un momento y luego salió como si nada. Tenía puestas unas botas de caucho, se puso la camiseta del uniforme al revés, llevaba una cartulina doblada en la mano izquierda, y en la otra... un enorme cuchillo...

Ese ya no era mi mejor amigo... 

Atraviesa el túnel o muere en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora