Un propósito superior

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Eso fue un golpe directo a la cabeza. Nunca se me había ocurrido pensar en las otras personas que habían cruzado por el túnel. Fue desconcertante esta información. Tenía que ver a Beto. Cualquier cosa que él supiera me sería de gran utilidad. Pero antes de pensar en las cosas que me servirían, me atravesó el cuerpo un escalofrío: esto era en serio. Seguramente, a Beto le habrían asignado esta misión, idéntica, hace veinte años. Desde luego, fracasó y no pudo escapar y su nueva vida fue el encierro. Y todo después de tener una vida como la mía, una vida tranquila.

Sentí un gran desánimo. No valía la pena, tal como lo había pensado en una ocasión, arriesgarme a perder la vida que tenía. Pero, para ese momento, ya era tarde. Solo me restaba encajar lo mejor posible y esperar a que Beto estuviera de regreso para entender lo que le había sucedido. Tal vez él podría explicarme para qué eran las cosas que tenía en mi bolsillo, y no solo eso, sino que podía escapar conmigo. No tiene caso perder el tiempo en discurrir acerca de si estaba bien o mal ayudar a que alguien a escapar de la cárcel, porque yo tenía la certeza de que él era inocente.

Corría el tiempo. Después del desayuno, nos dieron acceso al patio. Cada persona tiene un oficio o algo por hacer a diario. No todos lo hacen, no todos parecen tener ánimos, pero la mayoría de ellos se dedica a algo durante el día. Fue un dolor de cabeza mirar el reloj porque las instrucciones tenían la hora y mi reloj tenía una cuenta regresiva. Al terminar el baño, tuvimos que alinearnos en los bordes del patio para la primera contada del día. Es cuando se hace un conteo de todas las personas para tener el control de quiénes están ahí. Aunque tuve miedo de que sobrara alguien en la cuenta, no sucedió. Todo estaba en orden.

Cuando todos ya se habían dispuesto a iniciar su día, aún no estaba seguro de qué me tocaba hacer en ese lugar. De pronto, Beto me puso la mano sobre la espalda. Fue algo apresurada la reacción que tuve apenas lo vi:

—¿Qué pasó con el túnel? —pregunté agitado.

—Relajado, papi —me contestó con tranquilidad—. Vamos al taller a trabajar como si nada.

—¿Cuál taller?

Beto tomó aire. Noté que no le había pasado nada en el brazo. Por el golpe al caer, se le quebraron dos dedos a la prótesis. No me gustó verlo así. Me entristeció porque lucía averiado. Luego, él respondió:

—Todos los días trabajamos en el taller de costura. Ahí tenemos un espacio para fabricar las manillas que vendemos afuera.

—¿Nosotros las vendemos afuera?

—Las vende alguien más, pero nuestro trabajo es hacerlas. Vamos. Allá habrá tiempo para hablar. ¿Cuánto queda?

—Dieciséis horas.

El taller era una pequeña habitación ubicada al final de nuestro pasillo. Tenía una mesa en el centro y contra las paredes estaban organizadas, en anaqueles, un montón de cajas transparentes llenas de insumos para manillas. Se veía muy colorido. Al entrar, quedamos fuera de la vista de todos. Beto me miró a los ojos y se lanzó a darme un abrazo. "Me parece estar viéndome hace tantos años", me dijo mientras se le inundaban los ojos de lágrimas. "Por fin podré salir".

—Qué bueno, parce —le dije—. Ahora sí, explíqueme bien qué fue lo que sucedió en el túnel. Esto es demasiado. No me tenga más en esta incertidumbre.

—Qué placer siento de poder contar esta historia desde el principio a alguien que sí me va a creer.

—Sí le voy a creer. Estoy seguro de estamos aquí por las mismas razones.

Saqué el papel de las instrucciones y se lo mostré. Casi da un grito al verlo. "La misma misión que me pusieron a mí", dijo. Leyó hasta el final pronunciando en voz alta la última parte del texto: "Misión diseñada para: Gustavo Castillo".

Atraviesa el túnel o muere en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora