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Apretando aún más la goma que recogía su melena oscura, Valerie caminó hacia la sala de musculación del gimnasio. No solía hacer pesas, pero supuso que aquella era una buena oportunidad; era temprano y la sala estaba totalmente vacía. Tranquila, canturreando la canción que sonaba a través de sus auriculares, la psicóloga preparó las cargas en una de las barras metálicas. Mientras contestaba los mensajes que Bennett le había enviado, alguien se colocó justo enfrente de ella, tapando la luz de los focos de la sala. Valerie alzó la cabeza.

—Responde a mis correos. 

No era una sugerencia ni una petición: era una sencilla y evidente orden. Valerie no pudo evitar alzar las cejas al ver al Dr. Braun allí, enfrente, con un enfado bastante palpable y con una toalla alrededor del cuello. —Si no te importa... —la joven señaló la barra que había cargado. —Estoy intentando-

—¿Has hecho la lista? —insistió él, manteniendo las distancias pero disminuyendo el tono de su voz. Sonó grave, haciendo aún más visible su enojo. 

Valerie se sintió un tanto violentada. Un poco abrumada. Pero se mantuvo firme. En algún momento de su vida, alguien le había dicho que 'no había mayor desprecio que no hacer aprecio', así que, sin mediar palabra, dejó su teléfono móvil en el suelo, se acuclilló y puso los seguros de la barra.

—¿Puedo?

Claramente no. El Dr. Braun puso su pie sobre uno de los discos, impidiendo a Valerie realizar el ejercicio. Ella cerró los ojos un instante y contó hasta tres para mantener la calma. Fue capaz de fingir una sonrisa. Miró al médico y se cruzó de brazos, expectante, esperando una explicación coherente del porqué de sus acciones. 

—Berkowitz, te dije que tuvieras todo preparado para el martes. —no había ni un ápice de amabilidad en la voz de Levi. Era un tono totalmente imperativo, típico de un jefe con rasgos de psicopatía. Por gracia o desgracia, no era la primera vez que Valerie se topaba con alguien como él. Ella se limitó a observar el rostro serio de Braun. —¿Sabes acaso qué día es?

—Martes. —contestó ella. —Pero es que las cosas del trabajo solo las trato en el trabajo. Lo siento. 

—Necesito el calendario ya. 

Valerie se encogió de hombros. —Mi horario de trabajo en la universidad es de ocho y media a tres. 

Resignado, el Dr. Braun asintió. Soltó una risilla amarga al ver que la psicóloga volvía a dedicarle una de sus sonrisas fingidas. Señaló las pesas del suelo. —Ten cuidado. A lo mejor se te cae la barra en el pie y te lo rompes. 

Valerie, viendo cómo el rubio se daba la vuelta para abandonar la sala con los hombros tensos y agarrando la toalla que llevaba al cuello con el puño, dijo: —¡Lo mismo digo! ¡Ten cuidado, no sea que te tropieces mientras corres y te rompas las cervicales! 

La joven profesora inspiró profundamente antes de comenzar con el ejercicio. Pensó que, quizá, su forma de actuar había sido demasiado infantil, nada adecuada para una mujer de veintiséis años que, para colmo, sabía de sobra cómo confrontar a personas como el Doctor Braun. Luego, se dio cuenta de que, de vez en cuando, tampoco estaba tan mal aplicar la estrategia de 'donde las dan, las toman'. 

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Martes, mediodía. El aula 320 estaba abarrotada de alumnos desesperados por entender lo que, desde su atril, el Doctor Braun explicaba. Valerie tenía una vista panorámica de la clase, semicircular, con suelos enmoquetados y largos pupitres de madera oscura. En las pizarras negras había varios números y borratajos que no entendía, y en una pantalla blanca se podían observar varias imágenes proyectadas. No le hacia falta escuchar al profesor para saber que estaba irritado, gritando; bastaba con ver cómo se inclinaba hacia delante, cómo sus cejas se juntaban y cómo daba repetidos golpes con el índice en el atril. Valerie no sabía qué habían hecho sus alumnos para que se pusiera así, pero sabía que no era nada grave. Suspiró y, paciente, esperó a que la clase terminara. 

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