Capítulo 53 "Cuarenta y ocho horas"

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Scarlett

No me gustaban los porcentajes. Mucha gente confía en ellos ciegamente, pero yo no. Eran imprecisos y desesperantes.

En toda cirujía existían los riesgos, fallas, he imprevistos.

Podría que solo fueras al hospital por un sarpullido y resultaba que tenías cáncer en la piel. Tal vez te dolía la cabeza, ahora tenías un tumor.

La primera vez que Leigthon tuvo un síntoma, fue hace mucho tiempo. Íbamos tarde a la escuela, no desayunamos, él tuvo un mareo repentino. No le tome mucha importancia, dado que nos habíamos saltado la comida más importante del día.

Después vino el dolor en las articulaciones, no se quejaba mucho, pero yo me daba cuenta de cómo masajeaba sus rodillas y dedos.

Leigthon jamás había sido un chico imperativo, más bien era sedentario.

Mientras a los demás chicos de su edad les gustaba la patineta, caminar por la isla, nadar y otras cosas. Mi hermano prefería quedarse en casa, escuchando música, pintando e imaginando. Claro que le gustaba salir, pero únicamente con sus lienzos y carboncillos.

Cuando él tenía once y yo catorce, me despertó a las tres de la mañana, para que lo llevará a la isla.

La razón fue que él quería estar ahí, para cuando el sol comenzará a casi aparecer en el cielo, bañado de estrellas y así él podía dibujarlo.

La idea me pareció ridícula, estaba molesta, yo quería seguir durmiendo plácidamente en mi caliente y cómoda cama, mientras que mi hermano quería salir y caminar, casi dos kilómetros en medio del bosque, dónde había frío y, yo como odiaba el frío.

Casi no puedo recordar el enojo que sentí ahí, en el bosque, con mis huesos temblando del frío. Pero sí recuerdo perfectamente el cosquilleo en mi pecho, al ver la sonrisa de mi hermano cuando en el cielo se iluminaron varias tonalidades de colores y creó el paisaje más exótico que pude ver.

Me sentí dichosa de ser una de las personas que tuvo la oportunidad de ver aquel cielo creado por la naturaleza.

Ese era mi hermanito, el chico de carboncillos que cazaba paisajes paradisíacos y tenía una sonrisa en el rostro.

Detrás del chico de ojeras, delgado y sin su melena roja, con malhumor y desesperanzado; estaba mi hermano, el de diez años que amaba vivir y sonreía ante la naturaleza.

—¿Qué me ves?—preguntó Leigthon con cara de pocos amigos.

Mientras rebobinaba la mente, no note que ahora estaba mirando fijamente a mi hermano.

Sin contestar miré el techo de su habitación, que tenía un cielo resplandeciente, dibujado por él mismo, lo había hecho cuando tenía doce, yo le ayude, bueno, con apoyo moral y sosteniendo la escalera para que no cayera, ah y por supuesto, también le pasaba los materiales.

Este cielo plasmado en el techo me daba infinita paz, a veces cuando tenía malos días, cerraba los ojos y atraía este techo a mi cabeza.

Ciertas veces me preguntaba qué hubiera pasado, si tal vez hubiéramos acudido al médico cuatro meses antes de que los hematomas en la piel de Leigthon aparecieran, antes de que la fiebre le quitará el sueño, antes de que él apetito se le escapara haciendo que perdiera peso, antes de las hemorragias nasales. Antes de que se desmayara en medio de la isla mientras dibujaba un atardecer.

No lo sabía y ahora ya no quería saberlo.

Las sensaciones del día de su diagnóstico permanecían arraigadas en mi alma, las palabras del doctor fueron una bala en mi pecho.

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