22². ¿Puedo ser tu novio?

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Eliot Lacroix

 Había colgado una horrible cortina de ese pingüino azul en la sala de mi departamento, se veía espantoso.

Madison hablaba con sus papás por video llamada, yo me encargué de terminar de doblar su ropa en el guardarropa, estaba sentado en la sala, con un libro en las manos pero mirándola a ella.

Llevaba un pijama que parecía más bien ropa de vagabundo, era una camisa gigante con un hueco en la axila y no tenía pantalón, sólo tenía puesto uno de mis boxers.

Verla era intrigante y raro. Me sentía extraño.

Ni siquiera sé cómo expresarlo, pero... Cuando la miró algo dentro de mí empieza a arder y es... agradable, y quiero seguirla mirando, escucharla, tenerla cerca y obligarme a no sonreír cada vez que ella lo hace.

Me gusta cuando habla de más y me desespera a la misma vez pero no quiero que deje de hacerlo.

Me gusta cuando me cuenta esos chismes de gente que no conozco y me desespera a la misma vez pero no quiero que deje de hacerlo.

Me gusta cuando me mira y me desespera a la misma vez porque cuando lo hace mi corazón late fuerte y siento que pierdo el control de mi respiración pero a la vez no quiero que deje de mirarme porque me gusta esa sensación.

Me gusta cuando ella está cerca porque algo dentro de mí empieza a hacerme sentir casi en las nubes, en calma, mareado, sedado, dormido y envuelto en una especie de tela suave y delicada que se funde sobre mi piel y me hace pensar en ella a cada instante.

Es ella, solo con verla me envicia.

Con escucharla me droga y me hace querer tenerla conmigo, querer besarla, abrazarla, tocarla, querer dejarla hacer lo que ella quiera conmigo, me hace querer ir a donde ella va y darle el control de mi cuerpo y alma y es frustrante porque ella es irritante y me cae muy mal, es extrovertida, habla demasiado, ella es como un tornado de risas y me da jaqueca pero me hace sentir bien, en secreto, y jamás me sentí así y lo detesto. Pero a la vez me fascina ese efecto.

La tengo todo el tiempo en mi cabeza y a veces es incómodo porque se torna intensa. Habla sin parar y pregunta sin descansar, se mueve de aquí para allá, sin hacer caso a nadie, siendo ella. Tan viva, energética, graciosa y molesta pero jodidamente adictiva.

Siendo ella. Era imperfecta, más que cualquiera y aun así la quiero conmigo. Quiero tenerla y no solo en el sentido sexual de la palabra, quiero tocarla y no solo para hacerla gemir mi nombre, deseo poder llamarla mía y que sea verdad.

Llamarla mía y que ella me llame suyo, en secreto lo anhelo y odio ese sentimiento, porque ella es insoportable pero a la vez es un encanto y me vuelve loco. Y me cae mal por eso.

Estaba... Quizás. De una forma un tanto extraña, enamorado de ella, y me gustaba. Y me costaba admitirlo en voz alta.

Su atención viajó a mí y bajé la mirada hacia el libro, y me di cuenta que lo tenía al revés. Cerré los ojos y mi corazón empezó a latir fuerte, giré el libro y sentí mis mejillas arder. Volví a mirarla ahora con más disimulo.

Sonreía y hablaba de una de sus vecinas con sus papás, estaban haciendo eso... Chismeando.

Sentí mis manos sudar pero esta vez fue algo distinto, miré la hora en mi celular, debía hacer algo...

Quiero llevarla a un lugar esta noche, me puse de pie y caminé a la cocina, saqué una manzana del refrigerador y la comí, luego caminé hasta la habitación y del mueble saqué un envase de pastillas para la jaqueca.

Cartas con destino al cielo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora