La casa del sol naciente #Wat...

By EvelynGarcaTirado

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La casa del sol naciente pone en escena a Geri y Martin Croizen, una pareja de hermanos huérfanos que habitan... More

Capítulo I: Hermano Sol, hermana Luna
Capítulo II: Los niños en el bosque
Capítulo III: La suerte de la luz
Capítulo IV: Diario de Daniel Stutzman
Capítulo V: ¿Qué te dice la noche?
Capítulo VI: Desde el abismo
Capítulo VII: Formas de Nieve
Capítulo VIII: Tus labios destilan miel
Capítulo IX: Los Inocentes
Capítulo X: Los ángeles músicos
Capítulo XI: Cuatro conejos negros
Capítulo XII: Conozco todos los ojos
Capítulo XIII: La reina os saluda
Capítulo XIV: El árbol de la vida
Capítulo XV: El sueño está de viaje
Capítulo XVI: Dame una señal
Capitulo XVII: Tus ojos azules
Capítulo XVIII: El zorro está dando vueltas
Capítulo XIX: Todo desapareció
Capítulo XX: De súbito, la luz me olvida
Capítulo XXI: Diablo frío que soy
Capítulo XXII: Dame la mano, dolor mío
Capítulo XXIV: La piedra absoluta
Capítulo XXV: Abel
Capítulo XXVI: Un corazón que odia la Nada
Capítulo XXVII: ¿Por qué brillas?
Capítulo XXVIII: Formas de Luz
Capítulo XXIX: La plena flama divina (Final)

Capítulo XXIII: El gato con botas

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By EvelynGarcaTirado

¡Ba, be, bi, bo, bu, bé!

El gato se puso sus botas,

se va de puerta en puerta

a jugar, a danzar,

a bailar, a cantar -

¡Push!, ¡shú!, ¡yenú! y ¡buu!,

"Debes aprender a leer,

a contar, a escribir,"

le gritan de todos lados.

Pero... ¡rikketikketáu!,

el gato se parte de risa,

al volver al castillo:

¡Es el gato con botas!

Maurice Carême, "Ba, be, bi, bo, bu, bé"

Una semana antes de Navidad, Mina se hallaba en la escuela aledaña al templo, preparándose para salir con el grupo pa­rroquial de niños y jóvenes a visitar a las familias de la ciudad de Salem. Como ese año el padre Juan de la Cruz solo había admitido a chicos, ella tuvo que llorar, gritar y patalear antes de ser reconocida como miembro del grupo. Sin embargo, a petición general, debía pasar por una segunda prueba: tenía que vestir el traje de "Black Peter", el elfo negro que, según la leyenda, ayuda a san Nicolás en la jornada de Nochebue­na. Black Peter es el encargado de visitar a los niños que se han portado mal durante el año, a quienes "regala" chicota­zos y trozos de carbón en lugar de dulces, naranjas y nueces.

Los muchachos de la parroquia lanzaron a Mina las prendas que conformaban su disfraz: un gastado sombrero de copa que llevaba adherida una peluca gris y greñuda. Una másca­ra de goma, la cual se hallaba "adornada" con algunos deta­lles: unos furibundos ojos brillantes y amarillos, rodeados de arrugas; una nariz de ventanas anchas, cuya punta se hallaba doblada como un garfio o como un pétalo podrido. Sobre aquella nariz monstruosa descansaba un sapo minúsculo y contrahecho. La boca del elfo lucía atiborrada de numero­sos dientes: blanquísimos, filudos, triangulares. El mentón era muy pequeño y desaparecía casi bajo los pliegues de una papada descomunal. Completaban el disfraz, un chaquetón de piel de cordero, pantalones y botas negras de paño, y unos escarpines con campanas de plata, las cuales alboro­taban al menor movimiento. El efecto de este conjunto era impresionante.

Martin Croizen, en cambio, había sido aclamado obispo-niño el día de san Nicolás y, esa misma mañana, debía montar un precioso caballo blanco e ir a la cabeza de la comitiva. Como era costumbre, tenía que vestir una sotana color púrpura, pero luego de verlo, las mujeres que cosían los trajes para los sacerdotes del templo decidieron confeccionarle algo distinto, "más acorde con su belleza". Así, Mina fue testigo de cómo Martin desapareció bajo las manos de aquellas mujeres, para surgir enseguida engalana­do como un rey.

—¡Y vaya que teníamos razón! —gritó palmoteando una de las jóvenes.

—De prisa, ángel mío —dijo otra, alcanzándole al niño unos aperos—. ¡Hay tantos regalos que repartir!

Los muchachos del grupo lanzaron una exclama­ción de asombro cuando vieron a Martin salir de la escuela. Aquel traje en verdad le sentaba bien: llevaba una sobrepe­lliz de terciopelo azul, la cual ostentaba dos hileras de her­mosos botones de oro. El pantalón, de buen corte, era del mismo material, y las botas eran de gamuza negra. Llevaba también una capa muy corta cubriéndole los hombros, pero pronto se deshizo de ella; la misma suerte corrieron la mitra y el báculo que le ofreciera el padre Juan. Ambos accesorios quedaron olvidados en el jardín de la parroquia.

—¿Qué mejor corona que su cabellera? —suspiró una de las modistas, al ver partir a Martin a todo galope. Fue la primera en recibir un latigazo de las manos de Mina.

Al entrar en el bosque, Martin decidió ir al trote, y los demás chiquillos, vestidos a la usanza de los antiguos aldeanos de Salem, lo siguieron de cerca cantando villanci­cos: "Somos los niños cantores / que vamos a pregonar / la Natividad, señores, / del Rey de la Humanidad. / Venid, amigos, que esta noche es Nochebuena. / Venid a ver el nacimiento de una Estrella, / venid aprisa que ha nacido un chiquitín, / el más hermoso que se ha visto por aquí". Los laúdes y los violines sonaban más y mejor entre las manos hábiles de los coristas. Martin parecía un joven rey guiando a sus vasallos; Mina se vio obligada a correr para no reza­garse y, de cuando en cuando, se detenía a tomar aliento, solo para reanudar porfiadamente la marcha. Sus minúscu­los pies parecían volar sobre la hierba del bosque, subir sin dificultad las colinas, vadear con limpieza los charcos. Creyó haberse convertido en una especie de gato de montaña y pensó en uno que adornaba la mesa de centro de su sala.

 "Es de madera balsa", había dicho el vendedor, ante la sor­presa de Mina, quien había cogido la talla para observarla: "¡Si no pesa nada!"; David estuvo de acuerdo: "Parece he­cho de espuma", exclamó a su vez. Aquel gato tenía la cola y las patas extendidas, como si estuviera corriendo a gran velocidad. Mina, para soportar mejor las marchas forzadas, imaginó que se había convertido en ese gatito y que poseía, además, la solidez y la ligereza de su cuerpo. La máscara de elfo, de manera adicional, le confería una libertad maravillo­sa y saltaba, bailaba y hacía mil y una morisquetas a los tran­seúntes que se le cruzaban por el camino. No se reconocía a sí misma. De hecho, aquel disfraz exacerbaba su naturaleza maligna, manejaba tan bien el látigo que sus compañeros empezaron pronto a cogerle miedo: una serpiente de cuero silbaba a derecha e izquierda del grupo, sembrando el pánico a su alrededor. Mina se divertía haciendo saltar, con ayuda del látigo, a los viandantes, sobre todo a las jovencitas y a los niños curiosos, a quienes perseguía y hacía pegar gritos de susto. Aun así, la gente saludaba con alegría al obispo-niño y este les agradecía con puñados de caramelos y bolsas de bollos con crema. El caballito blanco caracoleaba delante de los niños más atrevidos para evitar que el elfo les saliera al encuentro. A veces, incluso el pequeño obispo accedía a que los chicuelos subieran a su montura por un largo trecho.

Entraron al camino más transitado del bosque en­tonando un villancico. Martin saltó a tierra, descolgó un tambor rojo de las ancas de su caballo y procedió a tocarlo con exquisita maestría. Los palillos volaban sobre la piel del tambor como un par de mariposas de oro: "Ta-ta-ta-tán. Ta-ta-ta-tán. Tán-tán... El camino que lleva a Belén / baja hasta el valle que la nieve cubrió, / los pastorcillos quieren ver a su Rey, / le traen regalos en su humilde zurrón. / Ro-po-pom-pom / Ro-po-pom-pom. / Ha nacido en un portal de Belén, / el Niño Dios". Mina tenía los ojos entornados; el pequeño obispo tocaba ahora con un solo palillo y, con la mano libre, sujetaba las riendas de su cabalgadura. Mina se detuvo a contemplarlo: "El año pasado", se dijo, "Dan­ny encabezaba la comitiva mientras tocaba de esa forma". Unos rapaces, aprovechando su distracción, la empujaron a un charco formado por las lluvias vespertinas. Mina cayó de rodillas, pero ni siquiera eso le hizo desviar los ojos de su objetivo. El día estaba claro, pero nublado, así que la niña no llevaba consigo sus lentes de sol.

Salieron del bosque e ingresaron a la zona poblada del distrito. Por las calles empedradas, aparecieron racimos de niños hostiles armados con piedras:

—¡Loco, loco! ¡Hola, loco! ¿No te da vergüenza ves­tirte así? —le gritaban a Mina. Ella los mantenía a raya con el auxilio del látigo y esquivaba, con suma habilidad, las piedras que iban a dar sobre los sombreros de fieltro de sus amigos. Por suerte nadie la había reconocido. Sudó frío al pasar cerca del jardín de su casa, creyó descubrir, entre las cortinas del primer piso, los ojos azules de David. ¿Qué haría si a él se le antojaba salir al encuentro del grupo? "Felizmente, vamos donde los Croizen", pensó. "¿Felizmente?". El caballo blan­co quedó bajo la tutela de Ernest, quien se encargó de darle de comer. Fue preciso, aún, que el coro cantara algunas es­trofas, antes de que Geri se animara a abrirles la puerta: "El camino que lleva a Belén, / yo voy marcando con mi viejo tambor, / nada mejor hay que te pueda ofrecer, / su ronco acento es un canto de amor. / Ro-po-pom-pom / Ro-po-pom-pom. / Cuando Dios me vio tocando ante Él, / me sonrió". La doctora abrazó y besó a su hermano e invitó a la compañía a tomar un refresco. Ryta les trajo, al momento, unas riquísimas galletas con pasas, a las que llamaba "turcas", más una jarra de leche espumosa. El coro de niños se había sentado a merendar alrededor del árbol de Navidad cargado de obsequios que se lucía en el centro de la sala. El árbol es­taba colmado de bastones de menta, turrones de almendras y chocolatinas rellenas que llevaban impresa la imagen de san Nicolás. Geri, de primer intento, reconoció a Mina bajo el disfraz de Black Peter, pero guardó silencio para poder es­tudiarla a sus anchas. La niña reía a carcajadas y perseguía en torno al árbol a una nenita de trenzas rubias que había ido a disfrutar de la merienda. La nena buscaba desesperadamente refugio, ante las burlas de los otros muchachos. De pronto, cuando ya se preparaba a recibir un chicotazo, se escondió detrás de la doctora y la abrazó, llena de angustia:

—¡Doctora! ¡No permita que me toque! ¡No lo per­mita! ¡Por favor! ¡No lo permita! —dijo la niña, y Geri la sintió temblar como un perrito asustado. Mina, al ver dónde había hallado abrigo su futura víctima, se detuvo en seco. Geri le sonrió con dulzura, como si no la hubiera recono­cido, pero Mina lanzó un "¡já!" despectivo: quería dejar en claro que nunca podría engañarla.

La llamada de Martin fue más que oportuna; el chico animaba a sus amigos y vecinos a tomar parte en un juego: Ryta había preparado sendos huevos de Pascua envueltos en papel de oro y platino. El juego consistía en que cada in­vitado debía esconder la chocolatina que le había tocado en algún rincón de la sala, mientras que los demás se quedaban en el jardín, ajenos a estas maniobras. Geri era la encarga­da de vigilar que nadie intentara hacer trampa. Al final, los niños iban a entrar a buscar los dulces y, si hallaban alguno, podían comérselo sin ningún problema. Croizen se sentó en una butaca a esperar, en tanto hojeaba una guía de aves, y vio cómo Mina se deslizaba de puntillas a lo largo de la habitación; por fin, la niña se decidió por esconder su cho­colatina dentro de un jarrón blanco de porcelana. Antes de evaporarse como un geniecillo, desafió a la doctora con la mirada; aún no se quitaba la máscara y a Geri le causó gracia ver a aquel elfo llevarse el dedo índice a los labios. Luego, Mina desapareció por la puerta vidriera. Cuando le llegó el turno a Martin, este pretendió engañar a su hermana con mil zalamerías:

—¿Es cierto lo que dicen? —susurró, dando saltitos como un gorrión.

—¿Y qué es lo que dicen?

—Que Mina, apenas entró a la sala, se comió su dul­ce de Pascua.

—¡No es verdad! Si yo vi que lo puso en... ¡Ah!, ¡te figuras muy listo!, ¿cierto?

—No... solo quería saber dónde no debo esconder el mío.

—Anda, vete de aquí, antes de que... —y el niño se retiró, muy contrariado.

Geri continuó leyendo su guía de aves y tuvo tiem­po de estudiar las especies de las playas, de los bosques, de los pantanos y de las sierras, hasta que el último diablillo decidió ocultar su chocolatina entre las ramas del árbol de Navidad. Cuando la habitación se llenó otra vez, todos se volcaron con ahínco a escudriñar cada esquina. Buscaron bajo la alfombra, sobre los estantes, tras los sillones, en los aparadores, y en unos minutos, dejaron la sala en tal estado, que parecía que las huestes de Atila habían asaltado el dis­trito. Eran veinte jovencitos —entre coristas y vecinos— y se hallaron diecinueve huevos de Pascua; solo faltaba aquel que había recibido Mina, pero nadie podía encontrarlo. En­tonces la niña se dirigió, con actitud resuelta, hacia la mesa donde descansaba el jarrón de porcelana, pero cuando hur­gó en el interior del mismo no encontró más que aire. Los otros, hartos de esperar, formaron una rueda en torno a ella: le reclamaban, vociferaban con los puños en alto. Se acorda­ban, sin duda, de las maldades perpetradas por el falso elfo y tenían los rostros congestionados por la rabia. Hay algo en la actitud del que se prepara a atacar —la frente baja, los ojos llenos de fuego, los miembros tensos— que recuerda a una fiera cuando ronda a su presa.

—¡No tengo nada! ¡Deben creerme! —chillaba Mina; intentó empuñar el látigo, pero se lo quitaron de un zarpazo—. ¡Lo dejé ahí adentro! ¿Qué les pasa...? —y la ronda de niños iba estrechándose más y más, algunos ya la empujaban entre risas malévolas—. ¡No! ¿Qué hacen? ¡No lo tengo...! ¡No es cierto!

—¡Rápido, Mina! —exclamó Martin, cuando vio que los ojos de los otros brillaban más de la cuenta—. ¡Di la verdad!

—¡Lo dejé dentro del jarrón! —Mina se quitó la máscara humedecida por el sudor y señaló, repentinamente, a la doctora—: ¡Ella me vio hacerlo! ¡Ella puede decirles! —había tanta furia en su voz que Geri no supo reaccionar a tiempo, y los niños, que interpretaron mal su silencio, se lanzaron sobre Mina como una lluvia de gallinazos; la pe­queña de trenzas rubias se abalanzó también sobre ella para arañarla con las manos rígidas por la ira; todos estaban his­téricos, unos la abofeteaban, otros le tiraban del pelo o de las ropas, la escupían. Mina sentía que se asfixiaba.

—¡Deténganse! —gritaba Geri, extendiendo los bra­zos alrededor de Mina—. ¡Deténganse!, ¡cuervos!

Martin, que protegía a la niña con su cuerpo, recibió varios puntapiés. Cayó al suelo con Mina, y ella lo escuchó gemir a su lado.

—¡Basta, deténganse, ya! —vociferaba Geri—. Es cierto: yo la vi esconder aquello en el jarrón. ¡Y ahora... vá­yanse de mi casa, horribles monstruos! ¡Lárguense! ¡Vamos!

Los chiquillos soltaron su presa al unísono y, como si tuviesen miedo unos de otros, abandonaron la sala con muchas precauciones. Mina tocó los labios de Martin, que estaban cubiertos de sangre:

—¿Te hicieron mucho daño?

Martin se abrazó a ella, como si todavía buscara pro­tegerla.

—Debo curarte esos rasguños —le dijo Geri a la niña, con voz autoritaria, y, luego, cuando observó que ya oscurecía, agregó—: Telefonearé a tu casa; te quedarás esta noche con nosotros.

—Ni lo sueñe, doctora —la sonrisa de Mina era sua­ve y salvaje—, suelo hablar demasiado mientras duermo.

—Escucha... tu padre sufrirá si te ve llegar así.

Mina tenía el rostro arañado.

—Eso debió pensarlo antes...

—¿Antes de qué?

—Antes de dejar que esos niños me golpearan.

—¿Eso es lo que crees? —Geri, hastiada, no quiso discutir con ella y dejó que se marchara.

Martin acompañó a la niña hasta la verja, y, una vez ahí, Mina le lamió, despacio, la boca cubierta de sangre:

—¿Está bien así, bebé...? —musitaba Mina, sin de­jar de lamer—. ¿Te gusta así?

—Sí, cariño, sí... —sonreía el niño, mientras sentía que se ahogaba de placer.

—Ven, vayamos al cementerio —dijo Mina y lo tomó de la mano—. ¡A esta hora está vacío!

Martin salió corriendo detrás de ella. El bosque de Salem estaba sumido en la penumbra; los arbustos arañaron el rostro del niño, lastimaron sus brazos. ¿Por qué corría detrás de Mina?, ¿qué esperaba de ella? Hubiera querido matarla ahí mismo, nunca nadie lo había hecho sentirse así, como una marioneta. Normalmente, pensó, era él quien te­nía el control. Los zorros y las aves huían al verlos. Llegaron al viejo cementerio cercado de eucaliptos; durante la tem­porada de Adviento, los lugareños iban en grupos a orar por sus muertos; encendían velas y rezaban por las almas benditas del Purgatorio para que alcanzaran la unión ple­na con Dios. Por eso, aquella noche, los sepulcros brillaban bajo el resplandor de los cirios. Martin creyó ver una mul­titud de fuegos fatuos bailando sobre las lápidas. Mina lo arrastró entre un laberinto de cruces y flores podridas. El cementerio se hallaba en la ladera de una colina cubierta de vegetación, pero ellos iban remontando la cuesta, pues en lo alto se ubicaba el cementerio de niños. Mina le señaló a su amigo una tumba adornada con lirios: era la de Danny. Aunque Martin estaba al tanto de su gran parecido con él, cuando vio la fotografía del niño, en la parte superior de la lápida, sintió que la tierra se abría bajo sus pies.

—¡Cómo es posible! —se oyó decir.

Quince velas iluminaban la tumba de Danny; de un manotazo, Mina las echó por tierra y, luego, con la cera aún caliente entre sus dedos, amasó varios puñados y los aventó contra la losa.

—¡Daniel! —gritaba—. ¡Fuiste tú quien robó! ¡Fuis­te tú el que azuzó contra mí a esas horribles bestias!

Martin estaba aterrado:

—Cállate, Mina. ¡Él ya está muerto!

—¡No, no! ¿Sabes por qué lo he dejado sin luz?

—¡Cállate, Mina! Te lo ruego... ¡Cállate, ya!

—¡No! ¡Debo contárselo a alguien! ¡Verás...! Cuan­do era pequeño, mi hermano odiaba la oscuridad, ¡le tenía pavor! —Martin se cubría las orejas y la miraba despavorido. Mina lo había abrazado por la cintura—. Mi habitación no tenía ventanas. Una noche, en la que habían salido mis pa­dres, encerré a Danny en mi dormitorio... junto a un cabo de vela encendido. Una vez que lo dejé dentro, corrí a bajar la llave general de la luz y regresé, casi de inmediato, a es­cuchar detrás de la puerta. Finalmente, la vela se apagó; lo supe porque él dejó de llorar... ¡Tendrías que haber oído sus gritos!

Martin se dejó caer por la cuesta. La risa de Mina iba creciendo a sus espaldas, como una sombra.

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