La casa del sol naciente #Wat...

By EvelynGarcaTirado

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La casa del sol naciente pone en escena a Geri y Martin Croizen, una pareja de hermanos huérfanos que habitan... More

Capítulo I: Hermano Sol, hermana Luna
Capítulo II: Los niños en el bosque
Capítulo III: La suerte de la luz
Capítulo IV: Diario de Daniel Stutzman
Capítulo V: ¿Qué te dice la noche?
Capítulo VI: Desde el abismo
Capítulo VII: Formas de Nieve
Capítulo VIII: Tus labios destilan miel
Capítulo IX: Los Inocentes
Capítulo X: Los ángeles músicos
Capítulo XI: Cuatro conejos negros
Capítulo XII: Conozco todos los ojos
Capítulo XIII: La reina os saluda
Capítulo XIV: El árbol de la vida
Capítulo XV: El sueño está de viaje
Capítulo XVI: Dame una señal
Capitulo XVII: Tus ojos azules
Capítulo XVIII: El zorro está dando vueltas
Capítulo XIX: Todo desapareció
Capítulo XXI: Diablo frío que soy
Capítulo XXII: Dame la mano, dolor mío
Capítulo XXIII: El gato con botas
Capítulo XXIV: La piedra absoluta
Capítulo XXV: Abel
Capítulo XXVI: Un corazón que odia la Nada
Capítulo XXVII: ¿Por qué brillas?
Capítulo XXVIII: Formas de Luz
Capítulo XXIX: La plena flama divina (Final)

Capítulo XX: De súbito, la luz me olvida

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By EvelynGarcaTirado

De súbito, la luz me olvida

Rayos de ojos y de soles,

de follajes y de fuentes,

luz del suelo y del cielo,

del hombre y del olvido del hombre,

una nube cubre el suelo,

una nube cubre el cielo,

de súbito, la luz me olvida,

solo la muerte queda entera,

soy una sombra, ya no veo,

el sol amarillo, el sol rojo,

el sol blanco, el cielo cambiante,

ya no reconozco el lugar de la dicha viva,

al borde de las sombras,

sin cielo ni tierra.

Paul Éluard, La Fraîcheur et le Feu

19 de diciembre

El día de Navidad, nuestro grupo de teatro presenta­rá la última función de la obra y estoy seguro de que esa va a ser, también, la última vez que vea a Claudia. Podríamos seguir actuando hasta el mismo Día de Reyes, pero Angelo y Tino deben viajar al norte del país para reanudar su for­mación dentro de la orden franciscana. El fin de semana, antes de Nochebuena, los novicios nos invitaron —a Mina, a Clau y a mí— a merendar en la casa de oración que está justo en el centro del bosque. Tino trajo de la cocina un pastel de pasas con ron, mientras Angelo hizo lo propio con una inmensa jarra de ponche. Mis amigos comentaban las actividades que había organizado el padre Juan de la Cruz para el último domingo de Adviento: nuestro querido cura se había disfrazado de san Nicolás de Myra con una vieja capucha color púrpura y un vientre abultado de espuma. Varias decenas de niños habían hecho cola —en el salón donde ensaya el grupo parroquial— para ir a sentarse en las rodillas del sacerdote, este les hacía preguntas del catecismo escolar y, luego, les obsequiaba empanadas de manzana y alfajores con miel.

—¿Vieron cómo entró el padrecito al salón? —reía Angelo.

—No, no vimos, ¿por qué? —se interesó Mina.

—¡Porque no pudo entrar! —se burló el novicio—. ¡Ni siquiera de lado! ¡Llevaba tanto relleno en la cintura que se atascó en la puerta... como si fuera el bolso de Claudia!—los pómulos de Angelo estaban muy marca­dos— ¡Los niños tuvieron que empujarlo!

Mis amigos lloraban de risa, pero yo... solo miraba a Claudia. Ella no vive, como el resto del grupo, cerca de la parroquia y me preguntaba si luego de la Pascua, se anima­ría a seguir frecuentando el templo. Clau, al verme divagar, cortó una rebanada de torta, como en la noche que nos co­nocimos, y me pidió que la probara:

—Está buenísima —me susurró entornando los ojos. Apenas pude sonreírle. Angelo la llamó desde el otro ex­tremo de la habitación, quería que lo ayudara a escoger un disco. Yo estaba alterado; quería irme y no podía, ¡si al me­nos hubiera logrado conversar con ella unos minutos! Pero me dediqué a pasear por la sala. Mi cuerpo estaba caliente, me escocía todo el cuerpo. Los demás, gracias a Dios, no advirtieron mi malestar y reían despreocupadamente; solo Mina observaba, con enorme satisfacción, mis evoluciones. Siempre lamenté ser el favorito de papá, ¡Mina sería tan feliz si tuviera el amor que yo recibo! Pero el hecho palpable es que mi hermana siente aversión hacia mí. A veces, tengo la impresión de que desea verme muerto. Tal vez, por las no­ches, ruega a Dios en ese sentido.

Comenzaron a escocerme el cuello, la nuca, las pan­torrillas, y sin embargo, trataba de concentrarme en Clau­dia, en lo que debía decirle para que no me abandone. Tino se acercó a invitarme una bebida y me rogó que me uniera al coro que Mina dirigía en ese momento: los otros esta­ban cantando, al ritmo del piano que había en la sala, un villancico que yo no conocía. Me sentí ridículo al tratar de aprenderlo. Mi cuerpo ardía. La piel me quemaba, como si toda mi sangre pugnara por salir, por dejarme. Abandoné a mis amigos; Tino me preguntó qué tenía y le dije que necesitaba ir al lavabo, que dejara de preocuparse. Una vez en el baño, me refresqué el rostro. Cuando me miré en el espejo, noté que dos columnas de erupciones me cubrían el cuello y que lo mismo ocurría con la parte anterior de mis brazos. Mi piel estaba encendida como si me hubiera expuesto la tarde entera a los rayos del sol. No quise darle demasiada importancia, pero me despedí de mis amigos y me retiré a descansar. Lo último que quería era que Clau me viera en esas condiciones. Por el camino, no podía evitar frotarme, con furia, los brazos. Papá salió a mi encuentro; me dijo que no me preocupara, que debía tratarse de una mala digestión, de algo que había ingerido durante el día, que intentara recordar, y me aconsejó que bebiera un vaso lleno de agua con sal de frutas. Bebí dos y, de inmediato, me sentí embotado, como si aquella enfermedad se hubiera extendido hasta el último rincón de mi cuerpo. Antes de acostarme, me asaltó una idea terrible: "Mi sangre está en­venenada", pensé.

Cuando Mina llegó a casa, era ya de noche. Me había quedado dormido con la luz prendida. Me levanté a apagarla y, al hacerlo, vi que las lesiones habían invadido ya la totali­dad de mis brazos y, bajo el pijama, mi vientre, mi espalda, mis piernas; las más afectadas eran las zonas declives de mi cuerpo. Traté de pensar. Otra vez me había convertido en un insecto mientras dormía. Aun así, tenía la esperanza de que aquella plaga desapareciera durante la noche, pero cuan­do me calcé las botas y me incorporé del todo para apagar la luz, sentí un fuerte vahído. Caminé un paso, dos, tres, hacia el interruptor y tuve que apoyarme en una de las esquinas de mi escritorio para no caer al suelo; alcancé a estirar los brazos y, gracias a Dios, no me golpeé el rostro contra el tablero. "Debo pedir ayuda, debo llamar a alguien", me dije, pero ¿cómo?, solo atinaba a frotar mis mejillas, una y otra vez, contra la madera suave del escritorio. En ese momento, toda mi sangre, mi sangre enferma, saltó a mi cabeza y creí que esta iba a explotar. Se me cerraron los ojos. "¡Ayuda!, ¡ayuda!", pensé, sin dejar de pestañear, como un moribun­do. "Yo no debo morir", pensaba, y el rostro de Claudia surgió en mi mente, "yo no puedo morir, Señor, no dejes que muera. ¡Ayuda!". Traté de recobrarme y abrí la puerta de la habitación. La imagen de Claudia me obligó a hacerlo.

 "Debo bajar las escaleras y despertar a mis padres", me dije, pero no podía ni abrir los ojos. Casi me dejé caer por los escalones, como un borracho; tanteaba las paredes, pesta­ñeando. Un manto negro, como una ola, trataba de cubrir mis ojos. Un ángel debió ayudarme. Cuando llegué frente al dormitorio de mis padres —ni siquiera intenté despertar a Mina, que duerme en un cuarto cercano al mío—, tuve que apoyarme en la puerta. Me sentía muy débil a causa del excesivo trabajo de mi corazón.

—Papá, por favor —dije a media voz—. No me siento bien.

—¿Cómo? —se despertó él, enseguida, y escuché que abandonaba la cama—. ¿Qué dices, hijo?

—¡No me siento bien! —repetí y, en ese instante, la ola negra me cubrió por completo. Sé lo que es estar muerto. No vi nada del otro lado. Absolutamente nada. Solo había un mar de color oscuro. No traigo ningún recuerdo. Cuando desperté, vi que estaba sentado en el corredor; mi cabeza descansaba sobre una de las paredes, mi frente estaba cu­bierta de sudor. A mi lado, y en cuclillas, mi padre procuraba reanimarme con fuertes palmadas en el rostro:

—¿Qué tienes?... Daniel... ¡Daniel! —estaba llo­rando.

Yo había abierto, por fin, los ojos, pero no podía mo­verme. Susan, con mano temblorosa, me hizo tragar unas pastillas. En eso, Mina bajó a toda velocidad las escaleras y, al verme tendido en el suelo, exclamó:

—¿Qué ocurre? ¿Danny ha estado bebiendo? —se burlaba de mí, aun entonces; no obstante, me ayudó a incor­porarme. Vi cómo hacía esfuerzos por reprimir la risa. Mis padres la apartaron y, entrambos, me ayudaron a salir de la casa y a subir al coche.

—Estoy sudando..., estoy sudando —me oí decir. Tenía el cuerpo cubierto por una película fina de sudor.

Me llevaron de emergencia al hospital. Antes de partir, alcancé a ver cómo el rostro de Mina se distorsio­naba por el odio. Era más de medianoche. Susan iba al volante y mi padre y yo íbamos en el asiento trasero. Mi ca­beza yacía inerte sobre el respaldar. David me abrazó como cuando era niño, me frotaba los cabellos, y yo veía pasar por la ventanilla, una tras otra, las farolas del alumbrado público. Recordé que a la edad de cinco años había tenido una experiencia similar: volvíamos a casa luego de asistir a una misa. Yo, en el asiento posterior, me iba quedando dormido en los brazos de mi padre, mientras los postes del alumbrado pasaban, uno detrás del otro, con suave velo­cidad. Mina, quien iba adelante junto a Susan, me miraba fijamente con sus terribles ojos negros; recuerdo que ella tenía las pupilas dilatadas, parecía querer imprimir mi ros­tro en su memoria, pero, al mismo tiempo, se diría que estaba esperando el momento exacto en el que yo cerrara los ojos, para caer sobre mí como un ave de presa. Y es que la mezcla de envidia y amor puede ser peligrosa... Por un lado, quien la experimenta admira —a veces, sin razón alguna— a otro ser y se desvela por él; lo ama y admira a tal extremo que se siente ruin, se siente desnudo frente al otro. Si esta persona no es correspondida del mismo modo o se ve despreciada —eso le sucedió a aquel traidor que se colgó de un árbol[1]— es capaz de matar, con tal de no seguir sintiéndose miserable e indigna, con tal de no seguir sintiendo un amor tan profundo.

Cuando llegamos al hospital, David tuvo que lle­varme al tópico de emergencia en una silla de ruedas. Las enfermeras y los otros pacientes me lanzaban miradas lle­nas de tristeza. "Quizá sí soy el próximo muerto", pensé, y sonreí apenas, como lo haría Claudia. Ya en el consultorio, el doctor de turno me hizo varias preguntas, pero yo per­manecí mirándolo a los ojos con la boca abierta, como lo haría un místico o un perfecto imbécil. Hice un esfuerzo por mover los labios y le expliqué, más con señas que con palabras, que no había parte de mi cuerpo que no estuviera cubierta de erupciones. Me dijo que podía tratarse de una alergia y me aplicó "una inyección de hidrocortisona y clor­fenamina" con muchos miramientos, como si mi brazo no estuviera más pinchado que el de un drogadicto. Recetó, asi­mismo, corticoides para aliviar la urticaria y algunas tabletas de sedantes para controlar el estrés.

De regreso al coche, mi padre me volvió a llevar en la silla de ruedas; al menor movimiento, me sacudía como un muñeco de estopa. Tuve miedo de dormir esa noche: "¿Y si ya no vuelvo a despertar, nunca jamás?".


[1] Mt 26,6-16, Jn 12 1,2.

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