La casa del sol naciente #Wat...

By EvelynGarcaTirado

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La casa del sol naciente pone en escena a Geri y Martin Croizen, una pareja de hermanos huérfanos que habitan... More

Capítulo I: Hermano Sol, hermana Luna
Capítulo II: Los niños en el bosque
Capítulo III: La suerte de la luz
Capítulo IV: Diario de Daniel Stutzman
Capítulo V: ¿Qué te dice la noche?
Capítulo VI: Desde el abismo
Capítulo VII: Formas de Nieve
Capítulo VIII: Tus labios destilan miel
Capítulo IX: Los Inocentes
Capítulo X: Los ángeles músicos
Capítulo XI: Cuatro conejos negros
Capítulo XIII: La reina os saluda
Capítulo XIV: El árbol de la vida
Capítulo XV: El sueño está de viaje
Capítulo XVI: Dame una señal
Capitulo XVII: Tus ojos azules
Capítulo XVIII: El zorro está dando vueltas
Capítulo XIX: Todo desapareció
Capítulo XX: De súbito, la luz me olvida
Capítulo XXI: Diablo frío que soy
Capítulo XXII: Dame la mano, dolor mío
Capítulo XXIII: El gato con botas
Capítulo XXIV: La piedra absoluta
Capítulo XXV: Abel
Capítulo XXVI: Un corazón que odia la Nada
Capítulo XXVII: ¿Por qué brillas?
Capítulo XXVIII: Formas de Luz
Capítulo XXIX: La plena flama divina (Final)

Capítulo XII: Conozco todos los ojos

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By EvelynGarcaTirado

Y he conocido ya los ojos, los conozco todos—

los ojos que te miran fijos en una expresión formulada,

y cuando esté formulado, despatarrado en un alfiler,

cuando esté clavado y retorciéndome en la pared,

¿cómo empezaría entonces

a escupir todas las colillas de mis días y maneras?

Y ¿cómo podría hacerme ilusiones?

T. S. Eliot, "La canción de amor de J. Alfred Prufrock"

3 de diciembre

Claudia, Mina, Angelo, Tino y yo habíamos acorda­do hacer un picnic luego de los ensayos en la escuela. El lugar elegido fue el estanque de carpas doradas ubicado al este del bosque de olivos. Esa noche había luna llena y el es­tanque, estrecho y algo profundo, se hallaba hermosamente iluminado.

Estábamos a unos pasos del templo y una pareja de recién casados vagaba por los alrededores; un grupo de mu­chachos iba detrás de ellos para tomarles fotos. Parecían es­tar ebrios. Me miraban con una curiosidad terrible, como si esperaran que, en cualquier momento, les hiciera alguna gra­cia. Me pregunto ¿por qué algunas personas me miran así? A veces, me invade una ola de asco. Una jovencita de mejillas llenas se desprendió de aquel grupo y se acercó bamboleán­dose a mí, sin dejar de reír. Cuando llegó a mi lado, sonrió de manera estúpida y, de inmediato, me dio la espalda; sus amigos la fotografiaron con mi rostro de fondo. "¡Qué lin­do!", alcanzó a exclamar, antes del súbito chisporroteo del flash. Me trataba exactamente como a un animal del zoo­lógico. Respiré hondo, escuché el canto de un puñado de calandrias. Daría cualquier cosa por ser una de ellas.

Claudia nos señaló una escalera hecha de piedras junto al estanque. Ahí se instaló la compañía en pleno. Tino voló a sentarse a la izquierda de Clau y, como vio que yo permanecía de pie, confundido, hizo un espacio entre am­bos y me llamó para ocuparlo. Ella me lanzó una de sus miradas pícaras y desdeñosas. Esa noche llevaba puesto un magnífico vestido azul pálido de mangas largas y angostas, cuyos extremos rodeaban de manera exquisita sus manitos blancas.

Nos preparamos para disfrutar del festín: Angelo ha­bía llevado una riquísima tarta de higos; Mina nos obsequió sendas botellas de jugo de frutas; y Tino nos convidó cru­jientes barras de chocolate. Yo, para mi vergüenza, llevé una bolsa de galletas dulces que había horneado por la mañana, estas se habían enfriado y estaban durísimas, aunque aún conservaban su buen sabor. Claudia tomó una de mis galle­tas y observó su forma con gesto crítico. Esperé sonriendo su dictamen. Los segundos se me antojaron siglos.

—Parecen hostias —concluyó, al fin.

—No sabía qué traer... Las horneé ahora tempra­no. ¡A mi padre le gustaron muchísimo! —me excusé con rapidez.

Claudia mordió gran parte de la galleta que había co­gido y, sin dejar de contemplar la miga que aún tenía entre las manos, dijo con rostro ceñudo:

—Mmm... Están ricas. ¡Sí! ¡Están ricas! Nunca ha­bía probado unas galletas tan buenas. No son muy dulces... ¡Justo como a mí me gustan! —ronroneaba, mientras en­gullía mis pastas, una tras otra, con maravillosa avidez. Yo estaba en el cielo. A Clau no le fue posible llevar algo para el picnic, pero, en cambio, anunció con voz solemne: —Este viernes los llevo a comer budín con miel a La Laguna.

¡Y La Laguna es la mejor tienda de pasteles que exis­te en la ciudad!

Luego de la comida, el grupo se dividió en dos: An­gelo departía alegremente con las chicas mientras que Tino y yo, "los miembros serios de la banda", platicábamos a un lado; Claudia me daba la espalda. En realidad toda mi aten­ción se hallaba concentrada en ella. Podía oír retazos de lo que decía: hablaba de su última clase de teología en la escue­la de catequesis. Su profesor había planteado cierto proble­ma: ¿Cuál es la naturaleza de Dios?

—Yo creo que Dios es energía pura —sentenció Claudia—. El hombre está compuesto de energía y materia, pero cuando muere, persiste solo la energía, lo que usual­mente se conoce como alma. Aun así, creo que después de la muerte, un alma cualquiera es capaz de "ver" y "oír" a sus seres queridos y es capaz, también, de intervenir en la vida de los hombres, si alguien así se lo pide, pues el alma, al ser energía pura, puede enviar parte de la misma con el fin de aclarar algún problema.

Mina, al oír esto, se echó a temblar como si hubiera visto un fantasma. Al parecer, no le agradaba mucho la idea. Entonces me animé a interrumpir a Claudia:

—Yo pienso, desde hace poco, que Dios es la luz mis­ma. La luz del sol que vemos salir todos los días. La luz del sol es una prueba visible de la existencia de Dios, ¿no les parece?

Hubo un largo silencio. Una sonrisa serena vagaba por los labios de Clau. En ese momento, rocé una de sus manos con el pretexto de espantar las arañitas que corrían al borde del estanque. Una de las carpas más gruesas saltó de pronto sobre el nivel del agua. El estrépito que hizo al sumergirse nos trajo de vuelta a la realidad. Las calandrias parecían haberse multiplicado por miles.

—Siempre he pensado... —murmuró apenas Ange­lo, como si saliera de un sueño—. Siempre he pensado qué ocurrió con el cuerpo de Cristo luego de su muerte. Está bien, estoy de acuerdo con Claudia: después de la muerte persiste nuestra energía, pero ¿qué sucedió con el cuerpo de Él? ¿Se descompuso como el de cualquiera?, ¿comenzó a heder?, ¿se cubrió de...?

—No —interrumpí—, su cuerpo no se descom­puso. ¿Han oído hablar de la Sábana Santa? Pues bien, los científicos que analizaron la Sábana afirman haber hallado muchas señales sorprendentes en ella. La más sorprendente de todas indica que el cuerpo, que permaneció algún tiempo cubierto por la Sábana, desarrolló de golpe una energía tan poderosa, emitió una energía tan grande que desapareció en cuestión de segundos como si se hubiera trasladado a toda velocidad. Esa radioactividad, esa luz poderosa, ha dejado marcas sobre la tela.

Angelo no podía creerlo y sus pómulos lucían muy marcados como siempre que estaba a punto de soltar una carcajada.

—Debe ser cierto —intervino Mina, al ver la actitud del novicio—. En los laboratorios más modernos existe un instrumento llamado "acelerador de partículas". Estos ins­trumentos logran que los átomos circulen a tal velocidad que desaparecen completamente por unos segundos. Nadie ha logrado explicar este mecanismo. Algo así debió ocurrir­le al cuerpo de Cristo.

Claudia contemplaba, con sus hermosos ojos verdes, el fondo del estanque. No se atrevía a mirarme. Seguí la dirección de sus ojos y vi que un pececito rosa con reflejos de oro huía de un pez negro de bigotes inmensos. Clau me hizo un guiño casi imperceptible. Nos levantamos para em­prender el camino de vuelta.

—Nunca comprenderé por qué hay en el mundo tantas imágenes de Dios, si Él es invisible. Esa es una de las cosas que jamás comprenderé, lo juro... —dijo Claudia, de repente, sin dejar de caminar.

Yo la miré, boquiabierto:

—Tú misma habrás podido comprobarlo: el hom­bre necesita ver, necesita conocer para aprender a amar. Y además, ¿quién no quiere poseer una imagen de alguien que ama?

—No lo entiendo... —murmuró Claudia. El fras­quito de jugo que le había obsequiado Mina se balanceaba aún entre sus dedos y temí que, en cualquier momento, se le cayera al suelo. Había empezado a frotarse la mano izquier­da, parecía sentir mucho dolor.

—Con Dios pasa lo mismo que con el amor —le dije, bajando la voz—: puedes sentirlo, pero jamás com­prenderlo.

—Basta de subjetividades —tronó ella, agitando las manos—. La fe no debe bastarse a sí misma, es preciso que se sustente en hechos, en pruebas lógicas. Es preciso acer­carse a Dios a través de la razón.

—Es curioso: ¿de veras crees que el amor tiene algo que ver con la lógica? Pues te traigo malas noticias: el amor es superior a la lógica; la razón no puede contenerlo y mu­cho menos explicarlo.

Los demás nos miraban alelados, como quien ob­serva, de manera alternativa, a dos rivales en un juego de ping-pong. El frasquito de jugo había desaparecido de las manos de Claudia. Creí haber sido el único en notarlo, pero, por desgracia, no fue así.

—No, el amor no es eso —Clau se había adelantado unos pasos y respondía a mis preguntas sin volver el ros­tro—. Me niego a aceptarlo.

—¿Por qué?

—Te pondré un ejemplo: si a mí me gustara al­guien... —aquí los novicios empezaron a reírse y a burlarse de ella. Mina habló de retirarse—. Si a mí me gustara alguien, lo amaría no solo con el corazón. También tendría que pen­sar si es bueno para ambos permanecer juntos. No basta con "sentir" el amor, ¡es necesario "pensarlo"! ¡Utilizar la razón!

—¿Afirmas entonces que el amor tiene lógica?

—Así es...

—¿Y que sabrías discernir el amor verdadero del fal­so a través de la razón?

—Claro que sí.

—Pues bien. Aclárame una cosa, porque puedo ha­certe una pregunta al respecto, ¿o no?

—Estoy segura de que la harás.

—Bien, si amaras a alguien que está muy enfermo, ¿persistirías en ese amor?

Claudia dejó de caminar y se quedó inmóvil. Las re­chiflas de los novicios se duplicaron y mi hermana me clavó los ojos con odio inaudito.

—Dime, ¿persistirías?

—Sí, ¡persistiría! —susurró ella con firmeza.

—Creo que ya nos vamos —rió Tino.

—Espera, no he terminado —resoplé. Necesitaba que todos estuvieran presentes para que aquello no pare­ciera una confesión, y agregué dirigiéndome a Claudia—: Responde todavía: si esa misma persona estuviera enferma de muerte y, aun así, te pretendiera, ¿la aceptarías?

—Esto ya es demasiado —murmuró Mina, pero fin­gí estar distraído. Claudia seguía sin volverse. El grupo en pleno estaba a la expectativa. El mismo bosque de olivos parecía estar quieto...

—Sí, la aceptaría —dijo, al fin, y fue como si todos los árboles, con su respuesta, volvieran a la vida. Sentí unas ganas irreprimibles de abrazarla.

—Y dime... —musité, tomando una de sus ma­nos—. ¿Qué tendría eso de lógico?

Claudia inclinó el rostro. Yo solo quería estrecharla, rodear su cintura con mis brazos.

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