La casa del sol naciente #Wat...

By EvelynGarcaTirado

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La casa del sol naciente pone en escena a Geri y Martin Croizen, una pareja de hermanos huérfanos que habitan... More

Capítulo I: Hermano Sol, hermana Luna
Capítulo II: Los niños en el bosque
Capítulo III: La suerte de la luz
Capítulo V: ¿Qué te dice la noche?
Capítulo VI: Desde el abismo
Capítulo VII: Formas de Nieve
Capítulo VIII: Tus labios destilan miel
Capítulo IX: Los Inocentes
Capítulo X: Los ángeles músicos
Capítulo XI: Cuatro conejos negros
Capítulo XII: Conozco todos los ojos
Capítulo XIII: La reina os saluda
Capítulo XIV: El árbol de la vida
Capítulo XV: El sueño está de viaje
Capítulo XVI: Dame una señal
Capitulo XVII: Tus ojos azules
Capítulo XVIII: El zorro está dando vueltas
Capítulo XIX: Todo desapareció
Capítulo XX: De súbito, la luz me olvida
Capítulo XXI: Diablo frío que soy
Capítulo XXII: Dame la mano, dolor mío
Capítulo XXIII: El gato con botas
Capítulo XXIV: La piedra absoluta
Capítulo XXV: Abel
Capítulo XXVI: Un corazón que odia la Nada
Capítulo XXVII: ¿Por qué brillas?
Capítulo XXVIII: Formas de Luz
Capítulo XXIX: La plena flama divina (Final)

Capítulo IV: Diario de Daniel Stutzman

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By EvelynGarcaTirado

El amor es la compensación de la muerte;

su correlativo esencial.

Arthur Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte

  

31 de octubre

Necesito un corazón nuevo. Al menos eso dijeron en el hospital, como si aquello se pudiera ubicar fácilmente en los escaparates de las tiendas. Mis padres me miraron como a alguien que se hunde, de repente, en un abismo. Mi hermana..., no lo sé, la mezcla de amor y odio puede ser aterradora.

Hubiese querido llorar, pero en lugar de eso me volví de hielo. Hubiese querido patear, escupir, golpear. Sin em­bargo me quedé muy tieso sobre mi silla y le sonreí al doctor despectivamente. Pensé, soy Daniel Stutzman, un chico de catorce años a quien Dios le está fiando unos días de vida.

Al llegar a casa, me encerré en el baño. Me desnudé con la intención de ducharme, pero me sentía tan débil que no tuve ánimos ni para girar la llave. Caí de rodillas en el suelo y me eché a llorar: con la boca abierta, con el pecho abierto, con la sangre ardiéndome. Toda mi piel ardía, había enrojecido como si, de pronto, el infierno se hubiera trasla­dado a mis entrañas. Dios... ¡cómo lloraba!, lloraba a gritos, con la desesperación de quien se ve devorado por la Nada. Las lágrimas fluían calientes sobre mi rostro y me ahogaban.

"Ayúdame, ayúdame", repetía una y otra vez. "No me suel­tes, por favor, ¡no me sueltes!". Apenas podía hablar, ahoga­do como estaba por mi propio llanto. Me sentía tan triste, tan solo, tan terriblemente vacío. Rogué, supliqué, exigí: "Dame fuerzas... ¡Envíame las fuerzas que necesito!".

El dolor puede partirnos el pecho. Sentí claramente que algo se rompía dentro de mí, una membrana que se hace trizas: pudo haber sido mi alma; las lágrimas brotaron entonces, sin control. Me sentía tan pequeño, tragado por la Nada, devorado por el lobo feroz de la Nada. Pensé: "Debo irme, debo irme", pero... ¿adónde? Me bañé, no sé cómo, me alisté y salí de casa a la deriva, sin rumbo, era un sonám­bulo. "Trata de calmarte", me decía, "trata de pensar", pero ¿hacia dónde iba? La gente pasaba a mi lado como bocana­das de aire frío, como fantasmas. No podía mirar a nadie a los ojos, me parecía que todos me señalaban como al nuevo loco, como al próximo muerto.

Vi la puerta iluminada de una iglesia cercana. ¡Jamás estaba abierta a esa hora! Entré decidido y me senté en una de las bancas, a la izquierda del corredor principal. Frente al altar, un grupo dirigía a la congregación con la ayuda de unos micrófonos. Eran tres mujeres: una tenía una voz muy calurosa, de madre; la otra era rechoncha y bajita y no para­ba de sonreír. La tercera era una muchacha de cabello largo, negro y ondulado. Tenía los ojos rasgados y había algo en ella que hacía pensar en un gato. Este trío de mujeres can­taba, bailaba y rogaba a los demás feligreses que imitaran sus movimientos. Al principio estaba algo incómodo, pero, poco a poco, fui entrando en una especie de onda que re­corría de arriba abajo la sala. Primero, canté los himnos con alegría no disimulada; luego, marqué el ritmo por medio de palmadas; y, finalmente, me balanceé con suavidad en una suerte de éxtasis. Me sentía muy ligero, era como si pudiera dirigir mi cuerpo desde algún punto lejano. Lo vi todo bo­rroso, de un color dorado, exactamente como si estuviera soñando. Vi todo como a través de un vidrio empañado o de una nube de aire caliente. Cada palmada me hacía caer más y más en un torbellino extraño.

La sala se fue llenando de gente y de murmullos que, en cierta forma, me despertaron. Miré alrededor confun­dido, aterrado. Buena parte de la concurrencia emitía unas vibraciones que parecían agrandarse en el aire, como cuan­do cae una piedra sobre la superficie quieta de un lago. En ese grupo se hallaba la muchacha de ojos rasgados, de cuya blanca garganta se escapaba una serie de vibraciones cortas y rápidas: "Ári, ári, ári, ári, ári, ári, ári, ári, ári, ári...". Habla­ba en lenguas. Algo en ese canto me recordaba la frialdad y la hermosura del espacio. Ella parecía un ángel. El otro grupo de asistentes, comandado por la mujer de voz cálida, era más bien pequeño: no repetían aquella suerte de "man­tras", sino que hablaban con fluidez en una o varias lenguas desconocidas. Tenían los ojos cerrados y hablaban a voz en cuello con alguien que los demás no podíamos ver. Parecían tener un contacto más directo con el Abismo. Los otros solo miraban "desde la periferia", si me es permitido tradu­cir aquello en palabras.

Luego de varios minutos de intensa adoración, la mujer de voz cálida nos pidió a todos que guardáramos si­lencio y, entonces, procedió a leer un pasaje de las Sagradas Escrituras; se trataba del segundo capítulo del libro Hechos de los Apóstoles. Un joven alto de gafas gruesas que estaba sentado junto a mí me prestó una Biblia para seguir el pasa­je: "Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reuni­dos en un mismo lugar. De pronto vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron unas lenguas de fue­go, las que, separándose, se fueron posando sobre cada uno de ellos; y quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en idiomas distintos, en los cuales el Espíritu les concedía expresarse".

La mujer bajita, de sonrisa fácil, exigió que nos con­centráramos en aquello que deseábamos pedirle a Dios. Al arrodillarme para conversar con Él, experimenté un gran re­cogimiento. Hay instantes en los que no se puede dudar de su presencia. Pero, ¿quién sabe cómo llamar a Dios?, ¿cómo captar su atención? Es preciso desgarrarse el alma para ser oído por esa piedra luminosa.

Hacía rato que los demás estaban entonando un himno y yo seguía de rodillas, sin decidirme a abandonar esa posición. Muchos tenían las palmas de las manos vueltas hacia arriba, como las del caminante sediento que espera un poco de lluvia. Por fin me incorporé y, dócilmente, traté de imitarlos. ¿Cómo explicar con palabras lo que sucedió en­tonces? Mi limitado vocabulario me pone aquí en aprietos. Una especie de suave corriente eléctrica trepó primero por mis dedos, luego subió a mis palmas abiertas, palpitando, girando, invadiendo lentamente mis brazos. La compara­ción es torpe, lo sé, pero era como tocar la pantalla caliente de un televisor recién apagado y pequeñas luces de benga­la estallaran dentro de mis dedos. La misma sensación, el mismo chisporroteo... o como si batallones de hormigas diminutas escalaran, de súbito, por mis brazos. Era como haber ingresado en la órbita de un ser poderoso, yo mismo me había convertido en un imán de enormes proporciones. No sé explicar lo que sucedió, pero recuerdo que me sentía bajo la mirada plácida de Dios. ¿Acaso sé lo que era? Si lo supiera, repetiría infinitamente la experiencia, pero ¿quién logra la atención perenne de esa roca luminosa? Tenía una sensación de plenitud, de gran amor hacia todo el universo. Me sentía hermanado a todas las criaturas vivientes sobre la faz de la tierra; un lazo fuerte e indestructible me unía a cada una de ellas, tenía la certeza de descubrir siempre lo mejor y lo más bello de cuanto me rodeaba. Y de pronto ¡la vida era tan fácil! Me sentía tan liviano, tan libre de deseos, ¡tan bueno!

Aun mientras salía del templo, me invadían olas de energía poderosas, como cuando un rayo alcanza a un pobre diablo y luego lo sacude a intervalos. Incluso, me parecía que esas ondas atraían a los demás hacia mí. El joven al­tísimo de gafas negras vino a mi encuentro y me invitó a entrar, con gestos amables, a una pequeña habitación donde unos cuantos feligreses conversaban alrededor de una mesa. Celebraban un aniversario más del grupo de oración, según me explicaron. La muchachita de ojos rasgados me señaló una silla a su izquierda. Al fin, pensé, estaba junto a ella. Me sonrió de medio lado —ese es un gesto típico de ella, según pude comprobar—; se burlaba de mí, sin duda. Estábamos ante una mesa servida. Frente a cada comensal había una copa de vino dulce y un plato de torta con frutas secas. La muchachita se levantó a servirme una rebanada de torta. ¡Qué hermosa es! Muchos creen que yo soy hermoso, ¡pero ella...! Ella me deja sin aliento.

Luego de que la mujer de voz cálida pronunciara un corto discurso, mi nueva amiga y yo empezamos a platicar, mientras disfrutábamos con apetito de las viandas. Ella me había dicho su nombre: Claudia Espinoza.

—¿Hace mucho que formas parte del grupo? —le pregunté, sin dejar de sonreírle.

—Sí, desde su fundación.

—¿Y hace cuántos años de eso?

—Treinta.

Primero la miré estupefacto y, enseguida, ambos sol­tamos la risa.

—No, yo pertenezco a otra parroquia, donde hay un grupo similar a este, por eso nos invitan en fechas especiales. Sin embargo, el padre Juan de la Cruz me ha pedido que siga viniendo para apoyar al coro en los días de Adviento.

El padre Juan es el Ministro de la comunidad francis­cana que atiende el templo.

—Tú también hablas en lenguas —le dije, picoteando con prisa mi plato de torta—. ¿Cómo lo descubriste...?

—¿Descubrir qué? No lo descubrí, vino solo, como todo lo que nos obsequia Dios.

—¿Pero... entiendes lo que dices?

—En la anterior reunión, un sacerdote hizo de in­térprete. Pero lo mío no necesita traducción. Solo alabo y agradezco al Señor, una y otra vez, en una lengua distinta.

—Hace poco, mientras cantábamos, yo...

—Sí, puedo verlo —murmuró entornando los ojos.

—¿Puedes verlo?

—Sí, has sido tocado por Él. Puedo verlo —y alzó su copa de vino como si brindara por ello.

—¿Y tú? ¿Alguna vez...?

—En cada canción. En cada canción, el Espíritu nos regala un nuevo secreto.

Mientras hablábamos, ella no dejaba de frotarse la mano izquierda.

—¿Qué tienes ahí? —le pregunté.

—Nada. De vez en cuando, me duele. Nada de cui­dado —pero sus ojos verdes lucían tristes.

Recordé que durante las oraciones, la mujer de voz maternal se había acercado a una anciana para darle masajes en los hombros y en la espalda. Le pregunté a Claudia por qué lo había hecho, y me dijo:

—Tiene el don de curar a los enfermos.

Sentí el impulso de acariciarla y agregué:

—¿Puedo intentarlo contigo?

Ella asintió. De inmediato, dejó sobre la mesa los dulces que sostenía y me extendió su mano izquierda. Froté su manito blanca, tratando de transmitirle la energía que vi­braba en la punta de mis dedos. Froté su muñeca con sumo cuidado y, por último, la sostuve con fuerza, en tanto rogaba a Dios que la sanara. Percibí un ligero temblor de su parte. Mis manos estaban muy calientes. Ambos teníamos los ojos cerrados. Me sentí unido a ella.

Cuando terminé de orar, me sonrió:

—Gracias. Me siento mucho mejor.

Sus pequeños dientes brillaban como los de un gato a la luz de las lámparas.

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