Decídete, Margarita [Saga Mar...

By Nozomi7

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Tras su reciente divorcio, una mujer de veintiocho años se reencuentra con un joven de dieciocho, quien le co... More

✿ Decídete, Margarita ✿
✿ Sinopsis ✿
✿ Dedicatoria ✿
✿ Epígrafe ✿
✿ Capítulo 1 ✿
✿ Capítulo 2 ✿
✿ Capítulo 3 ✿
✿ Capítulo 4 ✿
✿ Capítulo 5 ✿
✿ Capítulo 6 ✿
✿ Capítulo 7 ✿
✿ Capítulo 8 ✿
✿ Capítulo 9 ✿
✿ Capítulo 11 ✿
✿ Capítulo 12 ✿
✿ Capítulo 13 ✿
✿ Capítulo 14 ✿
✿ Capítulo 15 ✿
✿ Capítulo 16 ✿
✿ Capítulo 17 ✿
✿ Capítulo 18 ✿
✿ Capítulo 19 ✿
✿ Capítulo 20 ✿
✿ Capítulo 21 ✿
✿ Capítulo 22 ✿
✿ Capítulo 23 ✿
✿ Capítulo 24 ✿
✿ Capítulo 25 ✿
✿ Capítulo 26 ✿
✿ Capítulo 27 ✿ [CAPÍTULO FINAL]
✿ Epílogo ✿
Anotaciones finales
El secreto de Margarita [Saga Margarita 2]

✿ Capítulo 10 ✿

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By Nozomi7

—¿Conoces a Luchito? ¿El hermano menor de Ada? —dijo mi madre.

¿Que si lo conocía? ¡Claro que lo conocía! Y bastante bien para mi mala suerte...

Tuve que hacer un gran esfuerzo por no emitir un gran grito ahogado, que pugnaba por escapar de mi pecho.

¡Dios mío! ¡Cuánto dolor cabía dentro de mí! Y lo peor de todo, tenía que aparentar que todo estaba bien frente a mi madre, frente a Diana y frente a Luis.

—Sí, mamá —contesté—. Olvidas que fue gracias a él que me reencontré con los Villarreal.

—Verdad. ¡Qué volada que soy! —indicó dándose un pequeño golpe a la cabeza con su mano derecha—. Si nos lo contaste cuando estábamos en el centro comercial. A esta edad ya no recuerdo muchas cosas.

—Suele pasar cuando ya se tiene cierta edad —dijo Diana observándome a los ojos, con esa mirada que empezaba a odiar.

¿Acaso era una indirecta hacia mí?

—Hola de nuevo —mencionó Luis.

¡Su saludo me sonó tan falso!

—Mucho gusto —manifesté, siguiendo con esa farsa y mirándolo a los ojos.

Creí que me iba a desviar la mirada como antes, pero no lo hizo. Él también me observó de manera fija y con mucha pena. Parecía que, con eso, quería decirme algo.

¿Acaso eran sus disculpas hacia mí? ¿Alguna excusa burda para justificar su mentira, al no sincerarse conmigo y decirme que no había terminado su relación con esta señorita tan antipática? ¡Quién sabe! El asunto era que, en estos momentos, no había excusa que valiera. La verdad era tan clara y obvia ante mí, que no había nada más que decir entre nosotros.

—Bueno, voy a ver en qué puedo ayudar a Blanca en la cocina —indicó mamá mientras se levantaba del sofá y se iba de la sala, sacándome de mis pensamientos y aliviando en algo la tensión que me carcomía.

—Señora, no se preocupe —observó Luis—. A mi mamá le encanta hacer de anfitriona.

—¡Bah! Me aburro al estar sentada aquí sin hacer nada.

—Pero...

—No te preocupes, jovencito —lo interrumpió mi madre—. Aparte de que estoy aburrida, tengo un montón de cosas que hablar con Blanca. Hace años que no la veo. Y ustedes son jóvenes —señaló observándonos a Luis, a su novia y a mí—. Pueden quedarse aquí conversando sobre otros temas.

Luego de decir esto eso, mamá se dirigió a la cocina. Y de nuevo, los tres en discordia, estábamos ahí solos: Luis, Diana y yo.

Queriendo hacer cualquier cosa que me aliviara la incomodidad que experimentaba en esos momentos, recordé porqué tenía la escoba en una mano y el recogedor en la otra.

—Bueno, si me permiten, voy a limpiar lo que ensucié hace un rato.

—¿Cómo se te ocurre? —indicó Luis levantándose de su asiento y dirigiéndose hacia mí—. Yo lo haré por ti.

—Lucho, ella fue quien derramó el jugo en el suelo. Déjala que lo haga.

¡Tan entrometida como siempre! Empezaba a odiarla.

—No te preocupes. Yo lo ensucié y yo lo limpiaré —acoté.

—Eres nuestra invitada —insistió Luis, poniendo su mano derecha sobre la mía para quitarme el recogedor que tenía.

—Pero... —señalé al mismo tiempo que alejaba mi mano del contacto con la suya.

Mi orgullo herido me impedía, siquiera, tener algún contacto físico con él. No podía. ¡No quería hacerlo nunca más!

—Insisto, yo limpiaré por ti.

No debía olvidar que él y yo no estábamos solos. Si lo hubiéramos estado, no hubiera dudado ni un segundo en darle una cachetada, voltear el rostro y salir llorando de ahí. Pero, como no era plan de discutir sobre este asunto delante de Diana al lado de nosotros —quien comenzaría a hacerse preguntas del porqué de nuestro extraño comportamiento y, con ello, a sospechar más de lo que de verdad estaba ocurriendo— decidí ceder ante su la petición. De este modo, le entregué la escoba y el recogedor para que limpiara el estropicio.

—Disculpen, me retiro al baño —dije, yéndome del salón y dejando a la ‹‹feliz›› parejita en ella.

✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿

Ya en el baño, me miré frente al espejo. Mi rostro estaba de verdad desencajado.

Abrí el caño del agua para que la hiciera correr y el ruido del líquido cayendo se confundiera con mis lamentos tenues, pero lo suficientemente ruidosos como para llamar la atención de cualquiera.

No podía llorar del modo en el que yo quería. ¡Porque quería chillar, gritar, maldecir, insultar! En definitiva, ¡soltar todo esto que me carcomía por dentro! Pero no podía hacerlo de tal manera que captara la atención de los demás.

Poco a poco, el dolor que sentía dentro fluyó por todo mi cuerpo. Percibí que mi corazón quería salir de mi pecho, ya que me dolía demasiado, como si alguien me atravesase con una espada, desde dentro hacia afuera de mí.

Me observé en el espejo. Ahí estaba yo, con mis veintiocho años, con los ojos rojos, llenos de tristeza, de frustración, de desgano; pero, sobre todo, de decepción. Las mejillas estaban más rosas que nunca e hinchadas por el dolor.

Cuando ya no pude más, exploté por completo y di mi batalla de no llorar por vencida. Debía dejar que el dolor saliera del todo. Abrí mi boca lanzando un grito mudo como silencioso testigo de la desesperación que me agobiaba.

Luego de un momento en el que ya no había más lágrimas que soltar, me aprecié de nuevo frente al espejo. Mis ojos rojos me ardían de tanto llorar, por lo que tuve que enjuagármelos con el agua para que este disipara el dolor.

Transcurridos varios minutos, ya estaba lista para salir y enfrentar la situación. Como si nada malo pasara y seguir con la farsa delante de Luis y de su novia...

✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿

Cuando salí del baño, en ese momento me encontré con Ada. Estaba bajando de la escalera, que daba a los dormitorios del segundo piso. Había terminado de bañarse y de cambiarse. Se la veía muy hermosa con el pelo amarrado con un moño y un vestido floreado que hacía juego con la estación de la primavera.

Por un segundo, verla me alegró mucho. No quería sentirme tan sola ante esta delicada situación.

—¿Todo bien? —preguntó mi amiga observándome fijamente.

¿Se habría dado cuenta de lo que me ocurría? De ser así no quería verme aún descubierta. Inventé cualquier excusa para que no me invadiera con preguntas.

—¿Podemos hablar? Si quieres vamos a mi cuarto para conversar con más privacidad.

Ya en su dormitorio, le inventé una excusa de lo más burda: le dije que el ver a Luis con Diana me había traído recuerdos de mi relación con César, de cuando ambos nos conocimos a esa edad (dieciocho años) y comenzamos a salir.

—¿Aún sientes algo por ese imbécil?

—Pensé que ya estaba superado, pero me he dado cuenta de que no. Es por eso que...

—Bah. ¡No tienes que justificarte!

—¿Cómo?

—No te conozco por gusto desde hace más de quince años. ¿Te acuerdas cómo comenzamos a ser mejores amigas?

Hice memoria. Al recordar, no pude menos que sonreír al darme cuenta de que Ada estaba en lo cierto.

✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿

Ella y yo nos habíamos conocido en el primer año de secundaria.

Todos los estudiantes de cada sección del primer año habíamos sido asignados, por medio de un sorteo, en una nueva aula. Esto había provocado que muchos dejáramos de compartir asiento con nuestros amigos de la primaria. Y entre aquellos me incluía yo.

A los doce años yo era una niña muy tímida y callada, me costaba mucho socializar y hablar con gente extraña. Por esto, aparte de mi mejor amiga —Eva—, no tenía otros amigos en el último año de estudios de la primaria.

El primer día de clases en la secundaria, en el patio de la escuela, divisé por todos lados si se encontraba a Eva para sentarme junto a ella en la nueva aula que nos tocase. No la había visto en todo el verano porque mi amiga había pasado sus vacaciones en otra ciudad, en casa de sus abuelos. Cuando nos saludamos por Navidad y, antes de que ella viajase, quedamos en encontrarnos en la entrada de la escuela el primer día de clases en marzo.

Pero, cuando llegó el tan esperado día, esperé en vano en la puerta del colegio. No había mayor rastro de mi amiga. Esto me entristeció mucho. Sin embargo, cuando tocó el timbre de comienzo de las clases, aún guardaba la leve esperanza de que llegase tarde y la viera luego en la segunda hora.

No obstante, cuando un profesor comenzó a leer los nombres de los estudiantes asignados para las secciones del primer año, me di con la ingrata sorpresa de que nadie la llamaba. Ningún maestro dijo el nombre de Eva Maguiña. ¡Yo estaba completamente sola en la secundaria!

Cuando me enteré de que me habían asignado a la sección ‹‹A›› y no había mayores rastros de ella, me sentí muy sola. Y así la pasé los primeros días.

En una de esas ocasiones, en las que en el descanso veía que todos mis compañeros socializaban, mientras que yo estaba sola en un rincón del salón, sin nadie con quién conversar, me sentí más aislada que nunca. Con ese sentimiento de soledad embargándome, creí que iba a llorar. Como no quería que nadie me viese así, me dirigí al baño para desahogarme.

Luego de llorar, cuando me estaba limpiando la cara en los lavamanos, una niña me habló:

—¿Te ocurre algo?

La chica tenía el pelo ondulado, castaño claro, con dos coletas. La había visto sentada en las primeras filas de carpeta de mi clase, levantando la mano cada vez que algún profesor hacía una pregunta al resto de mis compañeros. Era la típica estudiosa y sabihonda que no faltaba en cada grupo.

—No me pasa nada —le dije, volteando mi rostro hacia otro lado.

Se acercó más a mí, a pesar de que yo le había dado la espalda. Se me quedó observando. Sus grandes ojos marrones, vivaces y traviesos, me miraban con insistencia. ¡Qué pesada!

—A mí no me engañas. Has estado llorando.

—Y de ser así, ¿qué te importa?

—Huy, ¡qué genio! —soltó con un gran gesto de ironía, poniendo el brazo derecho en ademán de defensa hacia mí. ¡Qué mal me caía!

—No te metas en mis asuntos, ¿quieres?

Y al decir esto, salí corriendo del baño con dirección a mi aula.

Ese mismo día, en la siguiente hora, en Historia, el profesor mandó a hacer un trabajo grupal sobre las teorías de los primeros hombres americanos. Nos indicó que nos agrupáramos como mejor quisiéramos en grupos de tres o cuatro. Luego, debíamos discutir sobre qué teoría nos convencía mejor sobre el poblamiento de América: la teoría autóctona, que era apoyada por Florentino Ameghino —la cual, a pesar de que me causaba mucha ilusión, al investigar mejor sobre el tema, me di con la sorpresa de que era una teoría sin base—; la teoría asiática, sustentada por Alex Hrdlicka y, finalmente, la teoría oceánica, apoyada por el francés Paul Rivet. Con las conclusiones de nuestras discusiones y, con base en lo dictado por el profesor y lo escrito en el libro de Historia 1, debíamos entregar un pequeño informe de dos hojas al finalizar la clase, con los nombres escritos de cada integrante del grupo.

Cuando mis compañeros comenzaron a reunirse para discutir acerca de lo asignado por el maestro, no supe a quién pedirle que hiciera el trabajo conmigo. Observé en silencio cómo todos juntaban sus carpetas y charlaban muy relajados sobre la tarea dejada. Me sentí muy aislada.

De pronto, alguien tocó mi hombro por detrás. Cuando volteé para ver quién era, me di con la sorpresa que era la niña del baño.

—Oye tú, llorona, ¿no tienes grupo de trabajo?

La miré. ¡Qué pesada! ¿Me estaba llamando llorona delante de todos? ¿Qué confianza eran esas?

—Me llamo Margarita, no llorona —dije con indiferencia, pero ya no tan enojada como en el baño.

—Eso está mucho mejor, ahora ya eres más amable —señaló con una sonrisa—. Bueno, Margarita, yo me llamo Ada. Mucho gusto —agregó brindándome la mano.

Le devolví el gesto. Después de todo, no era tan mala conmigo, así que no tenía por qué ser tan arisca con ella.

—Y dime, ¿no te gustaría unirte a nosotras? —indicó con un gesto de cabeza en dirección a un grupo de dos niñas sentadas metros más allá, a la izquierda—. Nos falta un integrante más y contigo seríamos cuatro.

Me seguía sonriendo amablemente. De verdad, era muy difícil decirle ‹‹no›› a su gesto. Además, me sentía muy contenta de que alguien se fijara en mí y me pidiera unirme a su grupo. El sentimiento de aislamiento que había experimentado antes había desaparecido en su totalidad.

—Está bien.

A partir de ese día, Ada y yo nos hicimos más unidas. Andábamos en la escuela y regresábamos juntas a nuestras casas luego de clases, porque aquellas quedaban cerca. Ella, para entonces, vivía en un pequeño departamento con sus padres en la Calle Principal. Mi casa estaba cinco cuadras más allá.

Un día, me invitó a almorzar a su casa luego de las clases, y acepté. Por primera vez conocería a su familia. Y en esa tarde fue que conocí a quien sería el causante actual de todos mis problemas y de mis lágrimas de hacía pocos minutos: Luis.

Para entonces él era sólo un pequeño niño de dos años, muy lindo. Tenía unos hermosos rizos rubios, los ojos marrones claros muy grandes, muy parecidos a los de Ada en su forma y picardía. A su vez, no dejaba de hacer travesuras y de causar más de un destrozo en la casa.

En esa ocasión, luego del almuerzo, Ada y yo estábamos conversando en su cuarto cuando entró Luis, lo gracioso fue que tenía una pequeña muñeca en ambas manos, la cual estaba decapitada. La cabeza del juguete lo tenía en una mano y el cuerpo mutilado en la otra. ¡Vaya destrozo!

—Oh, no —gritó Ada al darse cuenta—. ¡Devuélveme mi muñeca! —chilló al mismo tiempo que se dirigía donde su hermanito en su afán de recuperar su juguete.

Él se negaba a devolvérsela.

—¡Nooo! —gritaba el niño, agachándose y escondiendo el juguete con sus piernas, para dejarlo fuera del alcance de mi amiga.

—Le voy a decir a mi mamá. ¡Ya me tienes harta de que me rompas todas mis muñecas! ¡Devuélvemela!

—Es miya —dijo, escondiendo con todas sus fuerzas el juguete en el bolsillo grande que tenía en su overol azul.

¡Qué espectáculo!

Tuve que contener las risas porque era evidente que Ada no la estaba pasando nada bien. Así que decidí intervenir. Me levanté de la cama y me dirigí donde estaban los dos hermanos peleando.

—Oye, pequeñín —dije con mi mejor voz de convencimiento, agachada y apoyada en mis rodillas a la altura de Luis para lograr captar su atención.

Volteó a observarme. Sus hermosos ojos claros desprendían una mayor vivacidad y picardía que los de mi amiga. Logré mi objetivo.

En su descuido, Ada le arrebató la muñeca decapitada a su hermanito y la colocó en un estante alto, fuera de su alcance.

—¡Es miya! ¡Es miya! chilló, levantando sus brazos y tratando de obtener en vano a la muñeca.

—Oye, pequeñín —volví a decir.

Pero ahora, Luis no me hacía el mayor caso. Estaba llorando a todo pulmón.

Con el corazón hecho pedazos ante sus lágrimas, decidí preguntarle a Ada si no tenía algún otro juguete con el que su hermano pudiera entretenerse.

—Claro que los tiene. Varios peluches y otros muñecos grandes, pero tiene una obsesión con decapitar juguetes, en especial a mis muñecas. ¡Ya no lo aguanto! Desde que ha nacido me ha roto todas las muñecas que tenía.

En ese instante, entró la mamá de Ada al dormitorio para ver qué estaba ocurriendo. Los gritos del pequeño la habían alertado.

Luego de que la señora Villarreal regañara a mi amiga por no ser comprensiva con Luis y no ser una buena hermana mayor al permitirle jugar con sus muñecas, ella se desahogó conmigo. Estaba muy cansada de tener que ceder ante sus padres y permitir que el pequeño destrozara todos sus juguetes, los cuales, a pesar de que ya no los usaba para un fin lúdico, quería conservarlos como recuerdo. Sin embargo, tal y como iba la situación, en poco tiempo no quedaría ni un solo juguete suyo en pie.

Pasé el resto de la tarde y los días siguientes pensando en qué solución encontrar ante el dilema de mi amiga. Hasta que un domingo, en el que visité a la familia paterna de mi padre, se comentó una vieja anécdota familiar sobre mis primos hermanos, Carlos y Josefina.

Al igual que Ada y Luis, Josefina era mayor que Carlos por varios años. Para entonces, mi primo era mayor que yo por dos años y Josefina tenía veinte. Al igual que aquellos, mi primo le había destrozado varios juguetes a su hermana cuando era un nene, pero todo se solucionó cuando los padres de ambos se dieron cuenta de que no estaban comprándole los juguetes adecuados al pequeño Carlos. Todo lo contrario, puros peluches y juguetes de Playgo no satisfacían su curiosidad infantil. Por este motivo, el niño debía distraerse con otros juguetes que tenía a la vista, los de su hermana, los cuales comenzaba a destrozar, ya que él no los cuidaba del mismo modo en el que mi prima sí lo hacía.

Al darse cuenta del problema que estaba ocurriendo, el padre de Carlos, mi tío Valentín, decidió comprarle a su hijo juguetes más de hombrecitos, como coches, soldaditos y demás. De esa forma, acabaron los destrozos de Carlos hacia los juguetes de su hermana.

Cuando terminaron de contar sus anécdotas, en las que Josefina se quejaba de que, por culpa de su hermano todas sus Barbies estuvieron a punto de morir, mi primo no hizo más que soltar una gran carcajada.

Al contarle a Carlos lo que ocurría con Ada y su hermano, él me dijo que lo más probable era que el pequeño Luis tuviera juguetes que no captaran su atención y se aburriera; lo mismo que él hacía años. Me indicó que lo más recomendable era que el niño tuviese juguetes ya más típicos de su edad y más masculinos, no solo peluches, sino pequeños carros o robots con luces multicolores o con música. ¡Fue así como encontré una solución a los problemas de mi amiga!

Una tarde en la que fui a la casa de Ada a hacer la tarea juntas, llevaba en mi mochila un pequeño regalo para Luis. De camino a su casa había pasado por un mercado y con mis ahorros había comprado un pequeño carro rojo con luces amarillas, el cual me pareció muy bonito para su hermanito. Si lograba captar la atención de Luis con el juguete, dejaría en paz a las muñecas de mi amiga.

Y así fue.

Cuando le entregué el carrito al niño, este abrió sus vivaces ojos y se llenaron de una alegría indescriptible. Soltó una gran sonrisa y me dio un gran abrazo a modo de agradecimiento. ¡Qué bien me sentí con eso!

Antes, en las fiestas de cumpleaños de otros niños, me había tocado entregar los regalos que mi madre había comprado para ellos. Sin embargo, esta era la primera vez que yo compraba y obsequiaba algo con mi propio dinero. No me importaba invertirlo en algo que no fuera para mí, si con eso podía lograr el efecto que la gran sonrisa del pequeño Luis producía en mí, el resto no me importaba.

Demás no está decir que, toda esa tarde, él no se despegó del juguete que le obsequié. Y era muy curioso escucharlo hacer sonidos de motores de coches mientras cogía al pequeño carro y lo hacía andar en el suelo de su casa.

Los padres de mi amiga, a partir de ese día, se dieron cuenta de que su hijo ya había crecido lo suficiente como para interesarse en otro tipo de juguetes que no fueran peluches; le dieron otros muy distintos a los que había tenido hasta ahora. De este modo, se podría decir que las muñecas de Ada estaban salvadas, por fin y, con ello, llegaba la tranquilidad para ella.

✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿

Luego de recordar todo aquello, mientras Ada y yo conversábamos, no pude menos que soltar un suspiro de nostalgia.

Había conocido a Luis desde que recién empezaba a caminar. La satisfacción que me causó en ese instante, cuando vi su carita de felicidad al obsequiarle ese juguete, era muy distante de las lágrimas que me estaba causando él ahora. ¡Qué irónico!

Cuando ambas bajamos a la sala para unirnos a la charla de nuestras madres, Luis y su novia ya no se encontraban ahí.

—Dicen que tienen mucho de qué hablar. Y necesitan privacidad —relató Blanca haciendo una mueca de molestia.

—Déjalos, mamá. No se ven desde hace tiempo, ¿no?

—Sí, pero...

—¡Vamos, mamá! Lucho ya no es un niño.

—Para mí siempre será mi Luchito.

—Te guste o no, mi hermano ya es mayor de edad. Y es todo un hombre. Por esto mismo, no es indiferente para muchas mujeres que él ya creció.

¡Cuánta razón tienes, Ada! ¡Cuánta razón!

—Y entre esas mujeres está la niña esta. ¡Dios santo! ¿Quién lo hubiera imaginado que viajaría hasta aquí solo por mi Luchito? En mi época los hombres buscaban a las mujeres...

—En fin... Dejemos de hablar de la vida amorosa de mi hermano, que terminaremos aburriendo a nuestras invitadas.

—No es molestia —agregué luego de darle un mordisco al dulce de mazamorra que la señora Villarreal me había invitado.

Y hablaba con la verdad. Me interesaba saber más de lo que realmente ocurría entre Luis y Diana.

—¡Bah! Hablemos de cosas más interesantes, Maggi. ¿Cómo has estado en estas semanas que no te he visto, ingrata? —mencionó Ada.

✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿

Después de pasar la velada y no saber más de Luis —ya que él no regresó a su casa hasta la hora que mi madre y yo estuvimos allá— me fui a mi departamento a pasar sola el resto de lo que quedaba de ese sábado.

Mamá insistió en quería acompañarme porque me había visto muy seria durante nuestra tarde con las Villarreal. Ella lo achacaba en que yo no asimilaba la noticia que me había dado por teléfono días antes (de que mi exmarido, César, iba a ir con su nueva novia a la boda de Paula). Pero, inventé cualquier justificación para librarme de ella. Lo que menos quería era otra charla sobre lo decepcionada que se sentía respecto a su exyerno favorito.

Ya en mi casa, me dispuse a prepararme cualquier cosa para saciar el hambre que comenzaba a inquietarme. Cuando me encontraba en la cocina para ver qué cocinar, observé que el reloj marcaba las diez de la noche. ¡Perfecto! Un sábado por la noche en mi casa, aburrida y, lo peor de todo, más triste y sola que nunca...

Me había acostumbrado a recibir las visitas diarias de Luis en la noche, en las que ambos departíamos un buen rato juntos, conversando sobre diversas cosas, mientras comíamos o veíamos alguna película. Si no era eso, gustábamos de escuchar música en la radio. Y, si había alguna canción romántica que me gustase, él no se cortaba ni un pelo y se ponía a cantarla para mi deleite personal. ¡Cuánto echaba de menos todo aquello!

Y ahora estaba ahí yo, en la sala de mi departamento, con pijama, comiendo pop corn y un jugo de durazno, mientras hacía zapping en la televisión y buscaba alguna buena película para entretenerme. Solo Napoleón, mi fiel perro, quien estaba sentado a mi lado en el suelo, durmiendo plácidamente, era mi única compañía en la soledad y tristeza que me embargaban aquella noche.

Debía hacerme a la idea de que Luis me había engañado, que el sentimiento de amor que él me había declarado era más falso que las siliconas de Pamela Anderson, la cual aparecía en la televisión, corriendo en la playa, en la enésima emisión de un programa de Baywatch en un programa de cable.

Debía asimilar que Luis y esa jovencita, Diana —cuyo nombre desde ese instante empezó a parecerme el más horrible de todos los nombres femeninos en la faz de la Tierra—, eran novios desde hacía tres años, como ella bien me lo había hecho saber. Y yo era la tercera en discordia; la tonta que, a pesar de tener veintiocho años y ‹‹más experiencia›› que Luis en temas amorosos, había caído redondita ante su declaración el día que nos reencontramos, tal y cual como una colegiala a la que le confesaran su primer amor. ¡Qué inocente y estúpida había sido!

La soledad del ambiente, el sentimiento de echar de menos a Luis y saberme engañada por él, hicieron un duro estremecimiento en mi corazón. Pronto, las lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas.

Como nada que pasaban en la televisión me distraía ante los sentimientos tan negativos que me invadían, por fin algo capturó mi interés.

En el canal Warner Channel estaban pasando una película que había visto tantas veces con anterioridad, El Diario de Bridget Jones. La protagonista, como yo, se encontraba sola en su sala, viendo televisión y escuchando su contestadora telefónica:

‹‹Nadie se acuerda de usted. No tiene ni un solo mensaje››, oía la mujer decir a la máquina esa.

¿Yo era como Bridget Jones?

Ni bien llegar a casa, había revisado como veinte veces mi celular para fijarme si tenía algún mensaje de voz o de texto de Luis. Aunque sea, para sincerarse conmigo y pedirme disculpas por lo sucedido, ¡pero nada!

El buzón de mensajes y de textos de mi teléfono me mostraba, cruelmente, en mi vigésima primera revisión de aquel, que no tenía ni un bendito mensaje de mi ahora exnovio.

¡Cielo santo! ¿Tan rápido se había olvidado de mí? ¿Tan rápido me había borrado de su corazón con la simple llegada de esa jovencita? ¿Tan mentiroso era que todo lo que dijo sentir por mí durante años, a tal punto de que le había creído cada palabra, eran puros embustes?

Luego de limpiarme por enésima vez los ojos con un pañuelo blanco, por las lágrimas que no paraban de caer por mis mejillas debido a lo miserable y triste que me sentía, algo me sacó de mi soporífero estado de angustia; era el timbre de entrada del departamento.

Cuando me levanté para ver quién era, con la leve esperanza de que fuera Luis, la voz que escuché a través del timbre contestador llevó un poco de esperanza a mi sufrido corazón:

—Soy yo, mi boquita de caramelo. ¿Podemos hablar?

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