La Prisión de los Sueños

By agustinazeta

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Ten cuidado con lo que sueñas... puede convertirse en una pesadilla. Helena es una soñadora con alma de guerr... More

PRÓLOGO
PARTE 1: LA JAULA DE LAS PESADILLAS
CAPÍTULO 1: Lluvia de Fuego
CAPÍTULO 2: La Cueva del Tiempo
CAPÍTULO 3: Cartas del destino
CAPÍTULO 4: La Pluma de Oro
Capítulo 5: Cartas de amor
CAPÍTULO 6: Caballo de Troya
CAPÍTULO 7: Baile de Máscaras
CAPÍTULO 8: Promesa soñada
CAPÍTULO 9: Bosque de Sombras
CAPÍTULO 10: El Hilo de la Vida
CAPÍTULO 11: Bella Durmiente
CAPÍTULO 12: Reflejo desconocido
CAPÍTULO 13: Serpiente marina
CAPÍTULO 14: Cristal susurrante
CAPÍTULO 15: Amapolas mágicas
CAPÍTULO 17: Diluvio onírico
CAPÍTULO 18: El príncipe de las Bestias

CAPÍTULO 16: Alas de Piedra

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By agustinazeta

—¡Dijiste que tu hermano no estaba aquí! —acusé a Morfeo en susurros, realmente enojada.

—No lo estaba —contestó—. Ahora sí.

Resoplé, el sonido provocando que la enorme bestia que estaba frente a mí gruñera con furia.

Una a una, docenas de gárgolas aterrizaron alrededor de nosotros, haciendo que los pelitos de la nuca se me pusieran de punta. No eran tan grandes como la primera, pero sin dudas no eran menos peligrosas.

—Tienes que correr, Helena. —La gárgola rugió, cargando contra nosotros. Morfeo extendió el brazo, empujándome hacia atrás para alejarme de la trayectoria de la espantosa criatura—. ¡Ahora, Helena! ¡Corre!

Di media vuelta y salí huyendo con todas mis fuerzas. No me preocupaba Morfeo, las ilusiones eran su especialidad y tenía poderes. Yo, sin embargo, tan sólo tenía mi daga. Al menos esa vez había salido con la armadura puesta.

Pedir ayuda hubiese sido inútil, nadie era tan tonto como para estar deambulando por la ciudad en estas condiciones. Nadie excepto yo, claro. Realmente estaba maldiciendo a Morfeo por arrastrarme a esta situación. Después de todo, él mismo me había alejado del refugio de mi hogar. Oh, y era su propio hermano quien estaba atacando.

Ikelo era el hijo mayor de Hipnos, el rey dioscuro de los sueños. Cuando era pequeño, una bestia feroz lo había acorralado, volviéndolo presa de su miedo. El animal lo había lastimado al darle un zarpazo que lo dejó sin un ojo y portando una fea cicatriz. Su padre, siendo el ser cruel y despiadado que no tenía compasión siquiera por sus propios hijos, le había dicho que dejara de llorar y se comportara como un dioscuro. Desde entonces, Ikelo usaba su propio miedo en contra de los demás, creando ilusiones de animales salvajes y bestias mitológicas.

Sin embargo, todo el evento no había pasado sin mayores consecuencias. Fue ese mismo miedo el que le hizo perder la corona, ya que Hipnos no toleraría un rey que viviera con miedo. Morfeo había terminado convirtiéndose en el heredero al trono de los sueños, perdiendo la poca simpatía que Ikelos tenía por él.

Era por eso que no me fiaba de la posibilidad de Morfeo deteniendo a su hermano, y mucho menos de un ataque en contra mío. Ikelo solía odiarme cuando éramos pequeños, y contradecir a Morfeo sólo sería un bono extra para convertirme en su blanco.

Era irónico que Morfeo fuese probablemente el único que no deseaba la corona ni todas las responsabilidades que ésta conllevaba. De todos modos, nada de eso le importaba a Ikelo. Algún día obtendría su venganza contra su hermano por todo el rencor que acumulaba. Y como estaban las cosas, presentía que yo iba a estar en medio del desastre.

Podía oír los chillidos de las gárgolas en el cielo, persiguiéndome justo encima de mi cabeza. Corrí con más fuerza, sabiendo que mi vida dependía de ello. Necesitaba apartarme de la costa y llegar al centro de la ciudad, en donde había mayor cantidad de edificaciones que pudieran cubrirme y protegerme de esas terribles bestias.

Esquivé las estructuras, tratando de desplazarme en zig zag para perder a los monstruos. Atravesé una serie de altos tubos metálicos que brotaban desde el suelo y se alzaban hasta las nubes como plantas de bambú. Alcancé las escaleras que conducían a los sectores más bajos, considerando la posibilidad de subir a meterme en alguna casa. Sacudí la cabeza, rechazando la idea. Nadie me abriría, pensando que era el peligro llegando a su puerta. Si es que no era atacada antes mientras subía las escaleras, dejando mis manos y piernas inutilizadas para poder defenderme.

Necesitaba un plan y lo necesitaba ya mismo.

Una vez más, tracé un mapa de la ciudad en mi mente, y de inmediato recordé la última vez que había hecho ésto: estaba cayendo fuego desde el cielo. No podía creer que hubiesen pasado tan sólo unos días desde entonces, se sentía como si aquel momento hubiese transcurrido hacía una eternidad.

La mejor idea seguía siendo llegar al centro de la isla, en donde se encontraba el mayor conglomerado de edificios y puentes.

Con la resolución marcando mi ritmo, aceleré el paso hacia mi destino. Mis pies golpeaban la tierra seca y aún quemada producto de la lluvia de fuego, el fuerte sonido de mis pisadas renovando mis fuerzas. Podía oír a las gárgolas chocando contra las estructuras metálicas, un sonido estruendoso y chirriante seguido por un agudo quejido. Una sonrisa se desplegó en mi rostro. Lo estaba logrando.

Los edificios y plataformas detenían sus ataques y dificultaban su paso, impidiendo que sea atrapada. Esquivé columnas de bronce y pasadores de metal. Corrí por debajo de puentes dorados y cañerías plateadas. Me oculté a través de la base de las edificaciones principales, torres enormes hechas de metal. Y por supuesto, pasé junto a escaleras, decenas y decenas de escaleras.

El terreno se iba elevando cada vez más conforme me acercaba al volcán del centro de la isla, frenando la rapidez de mi paso. Mi respiración estaba agitada y mis piernas dolían de tanto correr, pero era tolerable. Agradecía las horas en el gimnasio, de lo contrario en ese momento estaría tirada en el suelo a mitad de camino.

Había entrenado durante toda mi vida, pero jamás podría haberme preparado para ésto.

Los edificios cada vez estaban más amontonados, propiciando el sitio perfecto para esconderme. Coloqué las manos sobre mis rodillas, intentando recuperar el aliento. Ninguna gárgola conseguiría atraparme aquí, a menos que Ikelo decidiera enviar a otro tipo de criatura a perseguirme.

Realmente esperaba que no.

Solté una carcajada, festejando el éxito de mi plan. Entonces alcé la vista y la imagen frente a mí comenzó a fluctuar. Las estructuras de hierro se desdibujaban frente a mis ojos, convirtiéndose en algo más.

Oh, no.

Lo que me permitía ver a través de las ilusiones se estaba terminando.

La imagen irreal vibró cada vez con más rapidez, hasta encontrarme en medio de unas dunas color púrpura completamente desiertas. El tono de la arena capturó mi atención por un momento, maravillándome. Pero enseguida noté el problema mayor al que me enfrentaba: no había nada. Ni techos ni árboles ni cuevas para ocultarme. Me encontraba a campo abierto sin posibilidad de refugiarme. Ni siquiera tenía cerca algún elemento para usar como arma. No había nada en kilómetros a lo que pudiera huir, lo que me dejaba a plena vista para ser atacada por las gárgolas. Tampoco tenía forma de saber qué camino tomar, apenas recordaba por dónde había llegado. Estaba tan confundida, pero el rugido de las bestias me hizo poner en guardia. Tomé mi daga, dispuesta a defenderme de lo que fuese a atacarme. Estaba lista, iba a pelear y no iba a dejar que ni una sola de esas cosas espantosas se saliera con la suya.

Sabía que me superaban en número, tenían garras afiladas y colmillos puntiagudos, además de la increíble ventaja de las alas. No podía luchar, era una batalla que jamás ganaría.

De repente, sentí unas garras enredándose en mi cabello, el tirón suspendiéndome en el aire por unos segundos. Pegué un grito inhumano al sentir el dolor intenso en mi cuero cabelludo, llevando mis manos a mi cabeza para intentar suavizar el agarre. Tomé la daga en mi mano para tratar de lastimar las garras de la gárgola, y tras unos cuantos intentos fallidos, logré que finalmente me soltara.

Caí al suelo con fuerza ante el cambio repentino en el balance, mis manos raspándose por el impacto. Necesitaba ponerme de pie de inmediato, esa gárgola regresaría por venganza en cualquier momento. Y si no lo hacía, había otras diez más que lo harían.

Era hora de pelear.

La primera gárgola bajó del cielo como una bala, haciéndome dar un paso atrás. Volví a levantar la daga y me abalancé sobre ella, curvando mi brazo para hacerle un corte en su duro estómago de piedra. La criatura chilló, retrocediendo. La roca se resquebrajó en la herida que le había hecho, saliendo un humo negro desde el interior de la bestia. No tuve tiempo de considerar lo que aquello significaba antes de que otra gárgola se abalanzara sobre mí. Levanté mi pierna en una patada que la envió un par de metros lejos de mí, mientras me volteaba con rapidez para atacar a la que estaba a mi espalda. Impulsando mi brazo hacia atrás, clavé con fuerza la daga en el pecho del monstruo. La gárgola lanzó un grito espantoso, sus feos ojos de piedra roja llenos de ira. En tan sólo un segundo, la criatura estalló frente a mí en una nube de humo oscuro dotada de pequeños puntos brillantes que parecían estrellas. Una ilusión.

Las gárgolas podían parecer pétreas y tangibles, pero después de todo, estaban hechas de nada más que humo. Aunque eso no las hacía menos peligrosas.

Me agaché para esquivar los cuernos de otra gárgola, probablemente furiosa porque había destrozado a su hermana. Arrojé la daga hacia la bestia que estaba más quieta, suspendida en el aire por sus inmensas alas rocosas. La criatura explotó en una nube de humo, justo como la anterior.

Mi daga cayó al suelo y me deslicé, pegando una voltereta para evitar el ataque de la gárgola que quedaba. Recogiendo la daga, levanté el brazo justo cuando el monstruo caía sobre mí. El arma se enterró en su estómago ya herido, haciéndola desaparecer en un parpadeo.

Me puse de pie mientras alzaba la daga, preparada para cualquier cosa que estas horribles bestias planearan dejar caer sobre mí.

Jamás lo vi venir.

En un momento estaba de pie, mis piernas ligeramente arqueadas en posición defensiva; y entonces estaba en el suelo, aullando de dolor. Esperaba un ataque desde el cielo, por lo que no estaba vigilando el suelo. Una gárgola se lanzó hacia mi pierna, mordiéndola con furia. Podía sentir sus colmillos enterrándose en mi carne, desgarrando piel y músculo. Mi armadura era resistente, pero la bestia era más fuerte. Había logrado atravesar la tela bañada con partículas metálicas de mi pantalón. Podía sentir algo caliente deslizándose por mi tobillo, y al levantar la cabeza, noté que era sangre. Mi sangre.

Otra gárgola cayó del cielo directamente hacia mi rostro, y utilicé la daga y mis manos para sostener su mandíbula abierta y evitar que me arrancara la cabeza. El dolor en mi pierna, sumado al de mis manos, era insoportable, un río de sangre escurriéndose por mis dedos. Los colmillos de esa cosa eran muy afilados y estaban cortando mi piel. Lo peor era el aliento putrefacto que salía de la boca de la criatura.

Escuché más aleteos acercándose y sabía que estaba rodeada. Todo se había acabado. No podía correr con la pierna destrozada y tampoco podía deshacerme de las gárgolas que tenía encima. Era el fin.

Tendida en ese desierto onírico, toda mi vida pasó frente a mis ojos. Las risas compartidas con mis amigas; las horas de entrenamiento con Paris; el vínculo inquebrantable que siempre había tenido con mi hermano mellizo; las travesuras planeadas durante mi infancia. Y Morfeo, siempre Morfeo en cada parte de mi vida.

Alcé la vista, decidida. Estas criaturas no acabarían conmigo. No así, no ahora, después de todo lo que había vivido.

Observé mi entorno, intentando localizar algo para usar a mi favor. Un nuevo plan se estaba formando en mi mente, y lo puse en acción de inmediato.

Empujé con todas mis fuerzas a la criatura frente a mí, el impulso arrojándola hacia atrás y dándome el tiempo necesario para poder usar mis manos sabiamente. Tomé un puñado de arena violeta, húmeda por mi sangre, y la arrojé a la bestia que volvía para atacarme, cegándola por un momento. La arena se había pegado en la roca y el monstruo luchaba por quitarla.

Aprovechando la oportunidad, me erguí con un grito de guerra, luchando por ignorar el dolor en mi pierna. La gárgola seguía agarrada de mi tobillo, y tomando un fuerte impulso, logré clavar la daga en su cráneo, haciéndola desaparecer. La otra bestia había logrado sacar la arena de sus ojos y volvió a cargar contra mí, pero esta vez estaba preparada. Me acosté sobre la arena a último momento, cortando el estómago de la gárgola justo cuando pasaba por encima mío. Humo negro fue todo lo que quedó de ella, descendiendo sobre mí y haciéndome toser.

Me senté en la arena para colocar mis manos sobre la herida. La sangre brotaba de mi pierna sin cesar. Se veía muy mal. Levanté mi armadura y rompí un pedazo de tela de la camiseta que llevaba debajo, usándola para atarla por encima de la herida para tratar de detener la hemorragia. No tenía mucho tiempo, más gárgolas estaban llegando. Podía oírlas.

Traté de ponerme de pie, pero volví a caerme al suelo en el instante, el dolor en mi pierna intensificándose. No podía luchar en estas condiciones, ni siquiera podía levantarme. ¿Acaso podía ponerse peor?

De repente, sentí que me hundía más de lo que debería por la caída. Mis piernas estaban completamente enterradas bajo la arena y el resto de mi cuerpo se hundía con rapidez.

Arenas movedizas.

Estiré los brazos, tratando de aferrarme a una roca, una rama o lo que sea, pero no había nada. Sólo arena escurriéndose por mis dedos, tapándome ya hasta el pecho. Seguí pegando manotazos, el terror de quedar enterrada y morir asfixiada, haciéndome sentir desesperada.

Ya sólo mi cabeza y mis brazos se encontraban sobre la superficie, estaba siendo succionada con increíble rapidez y no había forma de salir. Me invadió la profunda certeza de que moriría allí, atrapada bajo la arena púrpura.

Las gárgolas cayeron una a una alrededor mío, enjaulándome y probablemente burlándose de mi desgracia. Otras revoloteaban encima mío, aguardando el momento de atacar mi rostro desprotegido. Hallé mi daga cerca y la tomé, amenazando a las criaturas. Ya no había nada que hacer, en cualquier momento estaría enterrada para siempre, y tampoco podía hacer mucho con una simple daga, pero iba a defenderme hasta el último segundo.

De pronto, tres gárgolas en el cielo fueron golpeadas con fuerza, cayendo a varios metros de distancia. Unas manos tomaron las mías, jalando con resolución hasta sacarme de la prisión de arena. El lento desplazamiento hizo que viera estrellas detrás de los ojos, sintiéndome débil por un momento por el dolor de la herida.

Una vez libre, Morfeo me tomó en brazos y nos impulsó en el aire con sus grandes alas. Me sentí segura de inmediato, lo cual estaba muy jodido siendo que él era la causa de todos los problemas que estaba teniendo.

—¿En dónde estabas? —lo regañé.

—Ocupado con otras cien gárgolas más —respondió, burlándose. Lo hubiese golpeado si no estuviese herida y a varios metros de altura—. Sostente con fuerza —me advirtió.

Mis brazos se aferraron a su cuello, mientras usaba la única pierna sana para enredarla en su cintura. Mi otra pierna colgaba inerte, el dolor empeorando ante el estirón provocado por desafiar a la gravedad.

Morfeo pasó una mano por debajo de mí para ayudarme a sostenerme, y la posición se sentía mucho mejor para mi pierna adolorida.

Alcé la vista maravillada por la imagen de sus majestuosas alas en acción. Con un movimiento suave y elegante, nos mantenía elevados avanzando a gran velocidad, volando por encima de la isla. La sensación de volar era indescriptible, se sentía como pura y absoluta libertad. Deseé poder disfrutar verdaderamente del paseo, en lugar de estar aterrada huyendo por mi vida y sufriendo un dolor espantoso. También tenía un enorme deseo de tocar esas poderosas alas llenas de plumas negras, pero no era el momento apropiado para eso. Y probablemente haría que cayéramos más rápido que una estrella fugaz.

Recordé la promesa de huir juntos volando, aquella que habíamos hecho cuando éramos pequeños. Un sentimiento agridulce recorrió mi pecho; muchas cosas habían cambiado desde entonces.

Un resplandor blanco destelló alrededor nuestro, seguido de un trueno ensordecedor. La luz me cegó por un momento. Las nubes eran oscuras y estaban llenas de electricidad, estábamos justo en el centro de la tormenta. Ni siquiera podía recordar que hubiese mal tiempo hacía unos minutos atrás. ¡Qué extraño! Los rayos sacudían el cielo cada vez con más frecuencia y cercanía. Necesitábamos alejarnos ya mismo o acabaríamos chamuscados.

—¡Morfeo!

—¡No lo mires! —gritó mi amigo de la infancia, y lo miré extrañada—. Es una ilusión.

Cerré los ojos con fuerza, enterrando mi rostro en su cuello. Una y otra vez me repetía que ésto no era real, a pesar de los estruendosos truenos que seguía oyendo. Siempre había amado una buena tormenta, especialmente la idea de volar a través del peligro que representaba. Sin embargo, la situación de ese momento era demasiado peligrosa como para estar disfrutando del clima en lugar de obedecer a Morfeo.

—¿Una... ilusión? —pregunté—. ¿Cómo?

—Una de las pesadillas más comunes es encontrarse en medio de una tormenta. Ser el blanco de un rayo, incluso —explicó Morfeo. Su voz profunda, sumado al exquisito olor dulce y exótico que salía de él, estaban haciendo que tuviera sentimientos muy inapropiados para esta situación. Pero también me hacían sentir... relajada—. Alguien allí abajo lo está experimentando en este mismo momento.

—También nosotros —murmuré sarcásticamente—. ¿No puedes deshacerlo?

Sentí que Morfeo sacudía la cabeza.

—No, la ilusión ya está demasiado avanzada. Además, ya revertí la pesadilla de tu amiga. Si hago eso otra vez, las consecuencias podrían ser terribles.

No estaba segura si se trataba de consecuencias catastróficas para la continuidad de tiempo-espacio o consecuencias con su padre. Sospechaba que era la segunda opción.

De todos modos, no había sentido en seguir dándole vueltas al asunto. Morfeo no detendría esta pesadilla.

—¡Maldición! —gritó de repente, sacándome de mis pensamientos y haciéndome abrir de vuelta los ojos.

—¿Qué sucede? —pregunté preocupada. Miré alrededor nuestro, pero habíamos dejado atrás a las gárgolas. O al menos, ya no podía verlas entre las nubes de tormenta.

Morfeo me miró.

—Lluvia.

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