El mensaje de los Siete [IyG...

By leyjbs

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En esta segunda parte del Intérprete y el Guardián: Luego de destruir "El Tratado de los Once", la Intérprete... More

Sinopsis
Reparto [Parte II]
Introducción
1. Formando Alianzas
2. Un trato con un licántropo
3. Fichas de ajedrez
4. Mentiras verdaderas
5. Deseo
6. Norashtom
7. Nerel [Prt. I]
7. Nerel [Prt. II]
8. Lyan de Tarlezi [Prt. I]
8. Lyan de Tarlezi [Prt. II]
9. Tres de Siete
10. Arteas [Prt. I]
10. Arteas [Prt. II]
11. Sangre soberana [Prt. I]
11. Sangre soberana [Prt. II]
12. Peones de Guerra [Parte I]
12. Peones de Guerra [Prt. II]
13. Un rey misericordioso
14. Veteranos contra novatos
15. Sangre y carne
16. Largos años de paz [Prt. I]
16. Largos años de paz [Prt. II]
18. Ofrenda de guerra
19. Promesas rotas
20. El orbe de la muerte
21. La Batalla de las Bestias - El inicio
22. El precio de la traición [Prt. I]
22. El precio de la traición [Prt. II]
23. Lazos quebrantables [Prt. I]
23. Lazos quebrantables [Prt. II]
24. La cosa más importante
25. La oscuridad prevalece
26. El mensaje de los siete
27. Rendición de cuentas [Prt. I]
27. Rendición de cuentas [Prt. II]
28. Polvo eres
29. Despedida
30. Sanalépolis
31. Tipos de hambre
32. El que todo lo posee
33. Verdad
Agradecimientos

17. En bandeja de oro

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By leyjbs

Ni los consejeros ni su fiel servidor le interrumpieron el satisfactorio día que comenzó con una enorme sonrisa en su rostro. No era que no le importara las diarias problemáticas que su reino enfrentaba sino que la noticia de Anea lo tomó por sorpresa; aun con sus cincuenta años de edad podía engendrar hijos y eso era motivo suficiente para estar dichoso. Esperaba que fuera un varón; aunque la princesa le aseguró que así sería, no dejaba de sentir incertidumbre. Igual, ese detalle no le importaba pues, si era capaz aun de embarazar a una mujer, más capaz sería de engendrar un varón.

Casi finalizando la tarde, cuando el cielo se oscurecía dejando a la vista la media luna, luego de terminar unos asuntos junto con el hombre que intercedía por él ante el consejo de ancianos, marchó hacia el gran comedor para la cena.

Caminaba con la frente en alto, orgulloso pues estaba ansioso de ir a su lecho para pasar la noche con su futura reina a quien no había visto en todo el día, esperando que esta vez en la cena pudiera departir con ella.

Al llegar ante las puertas del comedor, dos guardias se las abrieron, cediéndole enseguida el paso.

Lo que le disgustó en parte, no fue ver que aun la mesa no estuviera servida, sino que su hija, con una sonrisa arrogante en el rostro, estuviera sentada en el lugar que a él le correspondía y justo a su diestra estuviera un tipo rubio con fachas de sirviente, platicando a gusto con ella, sin tener el debido respeto de pararse ambos e inclinarse ante su presencia.

—¿Qué haces en mi lugar, Evereth? ¿Y quién es ese sujeto? —inquirió, mientras atravesaba la habitación para llegar al final de la larga mesa donde estaba su hija.

La mencionada apenas si vio a su padre de reojo para luego mirar al hombre a su lado, dedicándole una maliciosa sonrisa.

—Ve por la cena —le susurró al rubio quien sonrió de oreja a oreja.

Sin dedicarle mirada o palabra alguna al rey, se levantó de su asiento y por el otro costado de la mesa cubierta con un fino mantel azul noche, se marchó del comedor, saliendo por la puerta por la que Bartolomé entró.

—¡Evereth! —advirtió el regordete soberano, siguiéndole el paso al tipo que tuvo el descaro de irse sin darle reverencia.

—¿Qué quieres, padre? —preguntó la princesa, dedicándole una sonrisa, fingiendo ser dulce y atenta. Apoyó los codos sobre la mesa para así poder acomodar su mentón sobre sus manos entrelazadas.

—¿Qué haces en mi lugar y qué es esta falta de respeto tuya y de ese sirviente? —refutó.

Había llegado ante su hija, con claro disgusto. Poniendo sus manos como puños sobre su cintura creyó que tenía una pose más intimidante pero al contrario, su hija soltó una risita fugaz que lo molestó sobremanera.

—¡¿Qué es tan gracioso?! ¡Más respeto con tu rey padre! —rebatió el viejo, frunciendo más el entrecejo.

La figura de Bartolomé para nada le era intimidante ya. Antes sí, cuando era débil y no se creía capaz de afrontarlo, además de que le tenía cierto aprecio, como una hija a su amado progenitor. Pero en ese momento era distinto; toda pizca de respeto hacia él se había borrado, quedando clara rebeldía.

Se paró de su asiento cuando su padre dio un paso hacia ella, casi atropellando su inmensa barriga en su cara. Riendo entre dientes por la muestra tan absurda de amenaza lo encaró, esta vez sonriendo de medio lado.

—¡No le veo la gracia! Responde de una vez si no quieres que te alce la mano como lo hice ayer —amenazó, apuntándole feroz con su regordete dedo el cual temblaba por la cólera.

Pudo jurar que había pasado del blanco al rojo en un santiamén, incluso hasta creyó que había engordado diez kilos más con tan sólo provocarlo. Casi se le escapó una carcajada al ver su mano temblar por la rabia, pero se salvó de hacerlo cuando las puertas del comedor fueron abiertas de par en par, dejando entrar al sujeto alto y rubio que acompañaba a Evereth en el comedor.

—Les he traído la cena —enunció el sujeto.

La princesa sonrió serena, dando un hondo respiro para apaciguar su ápice de rebeldía que quería explotar en cualquier momento.

—Lo siento, padre —enunció, llamando la atención del gordo que miraba atento al plebeyo que arrastraba una mesa algo destartalada, con dos grandes bandejas de oro con su respectiva tapas. El rey enseguida volvió a ver a su hija—. Siéntate por favor. —Le indicó Evereth, señalando el asiento. Liado, Bartolomé asintió para luego ocupar su debido lugar.

La princesa se ubicó justo a su diestra, en el asiento que había ocupado el mozo que la acompañaba.

El rubio, apenas llegó al costado izquierdo del comedor con las bandejas, dio una exagerada reverencia al rey quien confundido le miró de pies a cabeza, tratando de averiguar lo que se traía entre manos.

—¿Y este quién es? —preguntó, señalándolo con desdén.

—Mi nombre es Riv, su majestad —respondió, asintiendo en breve—. Llegué hace poco al reino en busca de una oportunidad de trabajo la cual, la princesa Evereth, me ha dado.

Enseguida el rey se giró hacia su hija, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Es eso cierto?

—Lo es, padre —contestó sonriente la aludida, viendo hacia el rubio quien le miraba con disimulada picardía.

—Espero no sea para algo más —acusó Bartolomé al notar las miradas que se mandaban.

La princesa rio entre dientes por las palabras de su padre quien para nada le gustó; lo estaba desafiando de nuevo y esta vez no se iba a dejar manipular por sus berrinches.

Perdiendo esta vez la poca paciencia que le tenía, golpeó la mesa con ambos puños, viéndola iracundo. La joven de inmediato dejó de mirar al rubio para reparar en el rey.

—Te dije algo y tú sigues, Evereth. ¡Ya basta! Me estoy hartando de ti —exclamó, salpicando saliva sin querer.

Aunque por unos segundos se mostró sorprendida por cómo le habló, ese semblante cambió a seriedad y luego se tornó en odio cuando le profirió esas últimas palabras.

Lo que no la dejó dormir durante toda la noche se estaba cumpliendo; su padre pronto le buscaría remplazo y a ella la mandaría a un lugar donde no estropeara su planes. Si, su padre se estaba cansando de su presencia; que bueno que tomó medidas al respecto.

—Ahora —habló un poco más sereno, dando una honda inhalación para luego enfocar al plebeyo quien no se había movido de su lugar, esperando instrucciones para servir la cena—. Ve por la princesa Anea, que venga a cenar, ya no tiene por qué esconderse, ya todo el mundo sabe de nuestro compromiso.

—¿Recuerdas padre las lecciones que me dabas de ser una excelente reina? —cuestionó Evereth cambiando el tema, haciendo que su padre le mirara confundido.

—¿Eso qué tiene que ver ahora? —preguntó, posando ambas manos sobre la mesa, esperando que la poca paciencia que se guardaba no se desvaneciera con cualquier cuestión estúpida que su hija le planteara.

—Alguna vez me dijiste que para reinar a veces se necesita entrar en guerra para conseguir lo que queremos ¿no es así? —explicó, jugando con su oscuro cabello mientras veía sonriente a su padre.

Bartolomé ya entendía a qué punto quería llegar.

—Si otra vez estás con tus ganas de ir a una guerra que no es tuya, te advierto que...

—Shh —chistó su hija, inclinándose hacia adelante para posar su dedo índice en los labios de su padre—. No discutiré lo que ya me dejaste en claro. —Sonrió, fingiendo estar serena—. Sólo quería saber si eres consciente que preparaste a una verdadera princesa para cumplir sus propósitos como reina.

Evereth se alejó, volviendo a optar su anterior pose, descansando su rostro de mirada atenta sobre sus manos entrelazadas, dándole apoyo a los brazos posando los codos sobre la mesa.

—Claro que soy consciente de que preparé a una buena princesa para ser reina —alegó, mirándola ceñudo—. Lo que si no tolero es que mi propia hija se haya dejado encaprichar tanto por ese deseo que hasta me falta al respeto —reprochó, viendo despectivo esta vez hacia el hombre que escuchaba su conversación. La doncella rio de nuevo entre dientes—. Cuál es el chiste en mis palabras, no lo veo por ningún lado —chantó, viéndola tajante.

El rubio, sin esperar orden alguna, puso las dos enormes bandejas en la mesa sin destaparlas, una frente al rey y otra frente a la princesa.

—¿Qué no escuchaste lo que ordené? —cuestionó Bartolomé, reparando en el sirviente—. Ve por mi prometida Anea, estúpido. —El hombre sonrió de medio lado, mostrando un poco sus perfectos dientes—. ¿Tú también osas burlarte de mí?

—Ay, padre, pero si Anea ya nos acompaña —exclamó la princesa. Ya había descubierto la bandeja, tomando lo que había en ella. Agarró lo que con tanto fervor deseaba revelar, levantándose de su asiento para mostrarle a su padre la sorpresa que le tenía.

El rey al girar, quedó helado, con la mandíbula desencajada por lo que se mostraba ante sus ojos. Abrió y cerró los párpados un par de veces, incrédulo por aquella barbarie.

La cabeza de una mujer era lo que sostenía Evereth de los largos cabellos castaños, con una expresión de horror grabada en el rostro. No tenía lengua ni dientes, pero si unos ojos negros abiertos a su máxima capacidad brotando sangre. Era Anea sin duda, aunque quiso negarse por un instante que su hija fue capaz de tal atrocidad.

—Siempre me dijiste que para conservar lo que más queríamos tendríamos que hacer sacrificios, pasar por encima de cualquiera para que no nos arrebaten lo que por derecho es nuestro.

La princesa agitó cabeza, para luego, hastiada, lanzársela a Bartolomé quien la recibió por reflejo.

La helada piel, el olor a hierro de la sangre, el resbaloso líquido rojo, espeso, deslizándose por los cabellos hasta llegar a sus dedos hicieron mella en él, revolviéndole los intestinos.

Toda esa soberbia que lo tuvo por años en el trono se esfumó con el peso que ahora soportaba entre sus manos. Temblando, con un frio espectral que no supo identificar, soltó la cabeza y dándole la espalda empezó a vomitar.

—¿Crees que ahora sea digna de reinar Asturian? —le preguntó la princesa, mientras lo rodeaba para encontrarse con el rubio que miraba expectante la situación.

Bartolomé apoyo sus manos en sus rodillas, tratando de no perder el conocimiento, pero el olor a sangre no le impedía siquiera asimilar que lo que vio era mentira.

—Tú... —balbuceó, dando una bocanada de aire, irguiéndose en su lugar. Su mirada era irreconocible para la princesa, una mezcla de recelo y tristeza, algo que jamás le había visto.

—¿Yo qué? ¿Soy digna de portar el nombre Asturian? —preguntó, riendo entre dientes, divertida, colgándose del brazo de su cómplice.

Limpiándose con rabia la boca con el brazo, tiritando aun, le dedicó esta vez una mirada a su hija que jamás iba a olvidar.

—¡Tú nunca serás mi hija! ¡Tú nunca heredarás este castillo ni el nombre de nuestra sagrada familia! —Las venas de su frente brotaron mientras que su cuerpo cargado de impotencia se contenía de alzar su yugo para castigarla.

Evereth rio, pero esta vez con desprecio. Se soltó del agarre de su amado Riv para caminar apenas un paso hacia su padre.

—Pero si esto es lo que nuestra familia ha hecho por generaciones para mantener este reino —le reprochó al viejo.

Caminó esta vez tranquila hacia la bandeja dispuesta para su padre, le quitó la tapa, dejando a la vista su contenido.

El pobre rey dio arcadas, tapándose la boca ante la macabra situación. No solo la había decapitado, también la había desmembrado y lo que contenía esa bandeja de oro bañada ahora en sangre era la parte del vientre de Anea, la reconoció por el pequeño lunar al pie de su ombligo. La piel del vientre estaba abierta, como si le hubiera hecho una cesárea, se notaba que le habían revisado el interior pues algunas tripas estaban por fuera.

—Eres una aberración —soltó, luego de apartar la vista para reponerse—. Jamás debí engendrarte —Buscó los ojos de su hija, reflejando dureza en su rostro—. ¡Me arrepiento el día en que tu madre te trajo a este mundo!

La princesa rio de manera tétrica, como nunca antes lo había hecho. Unas sombras comenzaron a crecer a sus espaldas hasta que se convirtieron en dos siluetas negras cuyos ojos eran dos luceros parpadeantes que lo hicieron por un segundo retirar la vista, espantado por la energía que emanaban.

—A veces eres muy ingenuo, padre, tonto diría, tanto que no te diste cuenta que tu amada Anea te estaba engañando —aseveró Evereth, caminando lento hacia él, siendo resguardada por esos entes oscuros que cada vez tomaban altura. Riv se quedó en su lugar, como siempre, sin mencionar palabra, atento a cada movimiento en aquel comedor.

Miró a los lados a las dos criaturas que fueron formándose entre la bruma, de piel negra viscosa, cuyas cuencas vacías en la cabeza eran ocupadas por dos luceros tan profundos que Bartolomé temió seguir observando pues pensaba que caería en un abismo. Lo peor era su altura, llegando a los dos metros.

—Esta aberración creció junto a ti. —Se señaló a sí misma—, compartiendo el mismo techo y lujos que tú. Lástima que lo único que nunca compartimos fue los dones. —Los entes la rebasaron, yendo directo al rey quien retrocedía inconscientemente.

—Evereth, basta —musitó el hombre, viendo aterrado a los monstruos, en un vaivén de miradas que no supo en quién centrarse para evitar un ataque venidero.

—Lo mismo quería yo, que pararas de retenerme, de obligarme a estar encerrada cumpliendo lo que me ordenabas. ¡No soy una plebeya, jamás lo seré, ni mucho menos permitiré que otro ocupe el lugar que me corresponde! —exclamó, furiosa.

Los entes siguieron hacia él, abriendo sus fauces, botando una baba negra que al tocar el suelo soltaba humo.

—¡Detente! No comiences algo de lo cual te vas a arrepentir.

—¿Por qué tengo que detenerme, padre?, si ya comencé lo que tanto quise; reinar...

El frio de su trémulo cuerpo se desvaneció tal como apareció dejando un calor sofocante en su pecho que fue en aumento cuando algo que no supo explicar, se retorció en su interior. Estaba tan concentrado en las dos criaturas que no se dio cuenta lo que su hija hacía.

Evereth había alzado la mano, con la palma abierta hacia arriba. Mientras daba su discurso, fue recogiendo los dedos lentamente hasta que la empuñó por completo, asemejando la garra de un animal hambriento, tomando como trofeo el corazón de su presa.

La magia que manejaba era muy avanzada para alguien de su edad. Aunque era una hábil bruja, el invocar entes de la nada que tuvieran carne y que lograra comprimir desde el interior el corazón de una persona, era magia incluso siniestra, prohibida para cualquiera.

Cuando su padre se dio cuenta que los espectros no eran más que una distracción, se fijó en ella, teniendo claro que moriría si no actuaba pronto. Caminó hacia su hija a pesar del agobiante dolor que comprimía su pecho. Pero de nada servía, ella ya tenía claro lo que debía hacer, así que no dio más espera a su destino final.

—Si tal vez me hubieras dejado ir con Drek —comentó dando un paso hacia Bartolomé, aun manteniendo el puño al frente—. Si tan sólo no te hubieras atrevido a remplazarme por un bastardo. —Dio otro paso, esta vez tomándose su tiempo mientras que su padre luchaba con el dolor que le sacaba el aire de los pulmones. Todo en su interior se removía, provocándole nauseas, malestares, cólicos y un sinfín de ardores en todo el cuerpo—. Si tan sólo me hubieras escuchado, tal vez no hubiese recurrido a esto.

El gordo rey cayó de rodillas al no tolerar más aquella tortura; se agarró el vientre mientras con su otra mano se masajeó el pecho en busca de aliviar un posible ataque al corazón. Su respiración era errática al punto de marearse por la falta de aire.

Evereth ya frente a él, con su mano libre le levantó el rostro para que se diera cuenta lo poderoso que era el fruto del amor que tuvo con su infiel madre.

—Eres tan ingenuo, padre —le dijo con sonrisa maliciosa—, que no te diste cuenta que criaste a toda una reina.

Los ojos del rey ya no veían punto fijo, ya su boca ni retenía la saliva, estaba a punto de perder el conocimiento.

—Hazlo ya —exclamó Riv, quien esperaba el tan ansiado final.

La princesa sonrió, alzando una comisura, viendo de manera desquiciada el rostro de su padre que luchaba por un último respiro.

—Gracias por hacerme lo que soy, rey Bartolomé.

Y dicho esto le soltó el rostro, extendiendo el otro brazo a un lado, abriendo al final el puño.

Fue una hermosa melodía la que vino luego de ese movimiento, una en la que, complacida, cerró los ojos mientras se producía.

Su padre primero dio un grito que se ahogó por la sangre que brotó por su garganta. Cada hueso se le quebró en mil pedazos, cada órgano en él explotó, expandiéndose el cuerpo por la explosión de órganos, logrando parte de ello salir por los orificios de los ojos, nariz, boca y oídos, rasgando incluso la carne para poder darse camino y salir por completo todo el contenido destrozado.

Fue un espectáculo bellísimo para Riv quien con una amplia sonrisa veía con atención como salpicaba la sangre y salían los órganos hechos puré. Evereth sintió la calidez de la sangre mojar su cuerpo y eso en vez de asquearla, le provocó gran excitación que le agitó la respiración.

Cuando ya la sangre dejó de salpicarle, abrió los ojos para contemplar su obra maestra, quedando boquiabierta al ver el cuerpo de su padre irreconocible, con la piel expandida, con algunos vestigios de lo que tenía adentro, desperdigados por el suelo.

Aun exaltada se tocó la cara, el pelo, sintiendo el líquido rojo por todas partes, envolviendo su cuerpo en un manto. No lo podía creer, lo había hecho al fin. Se sentía más que libre, se sentía una mujer nueva.

—Lo hiciste —murmuró alguien a sus espaldas, quien sonriente se acercó para rodear su cintura y abrazarla, restándole importancia a la sangre que la cubría—. Al fin te liberaste, mi reina.

La sentía temblar, tal vez producto de tan glorioso momento. Sintió su respiración sofocada, tal vez por los nervios de no lograr lo que ya consiguió. Pero lo único que no pasó por alto fue esa duda en su rostro, lleno de remordimientos; al parecer no había creado la mujer que lo llevaría a la gloria.

—Si —respondió, luego de dar un hondo respiro, aun viendo expectante el cuerpo destripado de su padre—. Al fin seré reina.

Riv, aprovechando que estaba más calmada, la giró para darle un beso, manchándose por completo de sangre su pulcra ropa. Evereth no se negó a tal gesto, correspondiendo de modo apasionado y antes de que se dejaran llevar por la pasión se separaron para mirarse mutuamente.

—Largos años de paz no traen lo que en la guerra aguarda —le comentó Riv, tomándole el mentón con delicadeza—. A esto me refería con guerra, mi reina. —explicó, señalando en breve el cuerpo del rey Bartolomé.

—S-sí, lo sé —comentó la princesa, absteniéndose de mirar a su padre.

—Ahora falta ir por el otro castillo, mi reina —comentó el rubio, relamiéndose los labios, saboreando la sangre, algo que intimidó por un segundo a la joven.

—¿Wanhander? —preguntó algo dudosa.

—¿No era eso lo que querías? —inquirió el hombre, juntando las cejas.

Evereth no supo contestar, la mirada que le dedicaba era intimidante, al punto de crearle un nudo en la garganta que le hizo vacilar por dar la respuesta. Riv no era tonto, ya lo había notado, sólo que no pensó que ella fuera arrepentirse tan pronto de lo que había hecho.

—Sabía que mi reina dudaría —comentó, sonriendo de manera cálida, sin dejarle de ver—. Pero no te preocupes, sé lo que necesitas.

La mirada de Riv no le dejó hablar; ni siquiera cuando tomó su cintura y la acercó hacia él, pudo contenerlo. No tuvo la fuerza para apartarlo por lo que no supo si se trataba de una artimaña suya para someterla. Sólo lo dejó que la volviera a besar hasta que cerró los ojos, sin darse cuenta que esa sería la última vez que los abriría.

•••

Página del libro: fb.com/elinterpreteyelguardian 

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