22. El precio de la traición [Prt. II]

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Se abalanzó hacia Renart quien lo recibió alzando los puños de acero para bloquear la estocada de su espada; la blandió con gran agilidad por lo que se limitó a esquivarlo o bloquearlo. El viejo nunca perdió el toque, lo reconocía, además estaba en desventaja; a pesar de recobrarse un poco de las heridas más graves, apenas si podía retenerlo.

De repente, de tantos tajos bloqueados, Cornelius dio un mandoble queriendo atinarle al vientre, el conde por suerte dio un salto hacia atrás, arqueándose de tal manera que la punta del arma le rozó la piel. Mientras la espada terminaba su trayectoria, el tiempo pareció congelarse; en ese instante, Cornelius miró con malicia a Renart, confundiéndolo. En esos cruciales segundos, una luz emanó de la mano del viejo y sin dar tiempo de que se alejara, recogió el brazo donde sostenía la espada para luego mandar una estocada hacia el estómago del conde quien no pudo evitarla. El veterano elementalista tenía clara ventaja, se valió de sus dones para ser más rápido, mientras que Renart si acaso se mantenía en pie. El viejo rio entre dientes, dio una zancada para clavar más el metal en la carne.

El conde perdió la concentración por lo que los guantes de acero que envolvían su mano, como polvo se desvanecieron quedando un collar enrollado en su muñeca izquierda. Quería gritar, desfallecer de una vez, su cuerpo no daba más. Quería darse por vencido, pero primero deseaba ver morir a ese maldito que sin escrúpulos mató a muchos de los suyos. Llenándose de odio, ese que corrió por sus venas el día que supo el sentido de su vida, que entendió quién era y qué debía hacer, que emanó el día en que vio muerta a su amada, ese mismo odio lo hizo dar pasos hacia atrás como si nunca lo hubiese atravesado casi de lado a lado. Cornelius se mantuvo firme, avanzando los pasos que Renart retrocedía, apreciando con burla su patético intento de huida. Al parecer no se daría por vencido a pesar de estar evidentemente derrotado.

Un hilo de sangre se vertió por las comisuras de la boca de Renart quien esbozada una siniestra sonrisa, cubriendo la barbilla del rojizo líquido. Esta vez mandó ambas manos a la espada del traidor que lo miraba con recelo, la tomó como si la sostuviera del mango y apretó el agarre, frenando sus pasos, deteniendo también los de Cornelius. Por mucho esfuerzo que hizo, el viejo no consiguió avanzar más; ambos se batían en un duelo de resistencia. Renart continuaba inmóvil; sus párpados lucían pesados por el agotamiento, pero su sonrisa llena de satisfacción, sus músculos tensándose uno a uno para soportar la herida que cada vez crecía, a pesar de la falta de sangre que se desbordaba sin medida, demostraban que estaba dispuesto a morir.

—Eres un imbécil. ¿Qué ganas haciéndote esto? ¿Acaso piensas darte una muerte honorable? ¿Que no te fijas en lo ridículo que te ves? —acusó, Cornelius, reparando en esa mirada celeste que en ningún momento se separó de la suya.

—La muerte no es honorable si te la da alguien de esta manera, sin que signifique nada ni valga la pena. Lo que la hace honorable son tus actos antes de morir, como yo lo estoy haciendo ahora —balbuceó Renart, con voz jadeante.

El viejo frunció el ceño ante esas absurdas palabras.

Harto de perder el tiempo, apretó más el mango de la espada, con toda su fuerza la empujó. A medida que pulsó más y más para hundirla en el cuerpo del conde quien torcía el gesto de dolor, gritó lleno de rabia. Renart como pudo aguantó la estocada; por cada segundo que pasaba se fue debilitando hasta que cerró los ojos, plegó los labios y cedió sin poder evitar su final. Cornelius sonrió por su cometido; su adversario recibía la espada que lo atravesó de lado a lado. Quería retorcérsela hasta ver que la vida se le fuera de los ojos, estaba tan extasiado de conseguir su primer trofeo de la batalla de Voreskay que olvidó el mundo a su alrededor.

Una aguda punzada en la pierna le borró la sonrisa del rostro, transformándola en una mueca de dolor. Olvidándose del ya derrotado conde, sacó rápido la espada del cuerpo del hombre, quien libre de esa dolorosa atadura cayó al suelo, algo inconsciente. Desconcertado, Cornelius vio en todas direcciones buscando a su atacante, reparando en la salida de la ciudad.

El mensaje de los Siete [IyG II] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora