17. En bandeja de oro

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Ni los consejeros ni su fiel servidor le interrumpieron el satisfactorio día que comenzó con una enorme sonrisa en su rostro. No era que no le importara las diarias problemáticas que su reino enfrentaba sino que la noticia de Anea lo tomó por sorpresa; aun con sus cincuenta años de edad podía engendrar hijos y eso era motivo suficiente para estar dichoso. Esperaba que fuera un varón; aunque la princesa le aseguró que así sería, no dejaba de sentir incertidumbre. Igual, ese detalle no le importaba pues, si era capaz aun de embarazar a una mujer, más capaz sería de engendrar un varón.

Casi finalizando la tarde, cuando el cielo se oscurecía dejando a la vista la media luna, luego de terminar unos asuntos junto con el hombre que intercedía por él ante el consejo de ancianos, marchó hacia el gran comedor para la cena.

Caminaba con la frente en alto, orgulloso pues estaba ansioso de ir a su lecho para pasar la noche con su futura reina a quien no había visto en todo el día, esperando que esta vez en la cena pudiera departir con ella.

Al llegar ante las puertas del comedor, dos guardias se las abrieron, cediéndole enseguida el paso.

Lo que le disgustó en parte, no fue ver que aun la mesa no estuviera servida, sino que su hija, con una sonrisa arrogante en el rostro, estuviera sentada en el lugar que a él le correspondía y justo a su diestra estuviera un tipo rubio con fachas de sirviente, platicando a gusto con ella, sin tener el debido respeto de pararse ambos e inclinarse ante su presencia.

—¿Qué haces en mi lugar, Evereth? ¿Y quién es ese sujeto? —inquirió, mientras atravesaba la habitación para llegar al final de la larga mesa donde estaba su hija.

La mencionada apenas si vio a su padre de reojo para luego mirar al hombre a su lado, dedicándole una maliciosa sonrisa.

—Ve por la cena —le susurró al rubio quien sonrió de oreja a oreja.

Sin dedicarle mirada o palabra alguna al rey, se levantó de su asiento y por el otro costado de la mesa cubierta con un fino mantel azul noche, se marchó del comedor, saliendo por la puerta por la que Bartolomé entró.

—¡Evereth! —advirtió el regordete soberano, siguiéndole el paso al tipo que tuvo el descaro de irse sin darle reverencia.

—¿Qué quieres, padre? —preguntó la princesa, dedicándole una sonrisa, fingiendo ser dulce y atenta. Apoyó los codos sobre la mesa para así poder acomodar su mentón sobre sus manos entrelazadas.

—¿Qué haces en mi lugar y qué es esta falta de respeto tuya y de ese sirviente? —refutó.

Había llegado ante su hija, con claro disgusto. Poniendo sus manos como puños sobre su cintura creyó que tenía una pose más intimidante pero al contrario, su hija soltó una risita fugaz que lo molestó sobremanera.

—¡¿Qué es tan gracioso?! ¡Más respeto con tu rey padre! —rebatió el viejo, frunciendo más el entrecejo.

La figura de Bartolomé para nada le era intimidante ya. Antes sí, cuando era débil y no se creía capaz de afrontarlo, además de que le tenía cierto aprecio, como una hija a su amado progenitor. Pero en ese momento era distinto; toda pizca de respeto hacia él se había borrado, quedando clara rebeldía.

Se paró de su asiento cuando su padre dio un paso hacia ella, casi atropellando su inmensa barriga en su cara. Riendo entre dientes por la muestra tan absurda de amenaza lo encaró, esta vez sonriendo de medio lado.

—¡No le veo la gracia! Responde de una vez si no quieres que te alce la mano como lo hice ayer —amenazó, apuntándole feroz con su regordete dedo el cual temblaba por la cólera.

Pudo jurar que había pasado del blanco al rojo en un santiamén, incluso hasta creyó que había engordado diez kilos más con tan sólo provocarlo. Casi se le escapó una carcajada al ver su mano temblar por la rabia, pero se salvó de hacerlo cuando las puertas del comedor fueron abiertas de par en par, dejando entrar al sujeto alto y rubio que acompañaba a Evereth en el comedor.

El mensaje de los Siete [IyG II] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora