12. Peones de Guerra [Parte I]

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Paz, una sensación que reconforta a cualquier alma agobiada, un descanso indescriptible que alejaba a la Intérprete del objeto más preciado de cualquier preocupación. André dio un hondo respiro, dejando que el aire llenara cada rincón de su ser, acompañado de un sutil aroma de manzanas. Sonrió por un momento al estirarse, percibiendo el calor de las sábanas que la cubrían; su cuerpo no estaba exhausto, no lo sentía lacerado.

Abrió los ojos; la luz invadió su visión un segundo. Escuchaba el agua de un río correr y el trinar de unos pájaros, muy a lo lejos. A su lado derecho percibió algo sobre su pierna, una mano que pronto se retiró, dejando esa sensación de ausencia.

Se sentó en aquella confortable cama; su cuarto era espacioso, de pisos en mármol y paredes claras, con tres ventanales de piso a techo terminando en arco que permitían el acceso a unos balcones donde se alzaba el paisaje oculto tras el castillo de Nerel, uno de verdes montañas y flores silvestre. Toda la luz daba en esa habitación; era de mañana por lo que el sol apenas se asomaba.

Se volvió hacia su derecha al sentir que el colchón en ese lado se hundía, como si alguien se hubiera sentado. Distinguió unos ojos de tonos mieles, brillantes, anhelando por ella, una cara con una sonrisa de finos labios, un hombre de destellantes cabellos marrones que revoloteaban por el viento que se colaba por la habitación. Su mirada demostraba que había pasado una mala noche, aunque su semblante reflejaba felicidad de la cual se contagió.

—Buenos días, dormilona —saludó Alex, en un murmullo.

Posó su mano entre las de André, entrelazando sus dedos. Para ella era gratificante que un rostro familiar le diera los buenos días, algo que sólo esperaba de Igor al que consideraba como un padre. Pero aquello viniendo de Alexander, lo apreció más allá que un halagador saludo, lo sintió como algo que hacía aflorar con vigor el afecto que le tenía.

—Buenos días —saludó, complacida de que estuviera a su lado.

El aludido se acercó más para luego abrazarla, cosa que la tomó por sorpresa. Al estar su pecho contra el de Alex se dio cuenta de su acelerada respiración; estaba preocupado, en cierto modo lo comprendía.

De repente, como una ola, recuerdos de un enfrentamiento llegaron. Había matado y no a cualquier persona, todo a costa de controlar un poder bastardo, uno que necesitaba para evitar una futura desgracia. Abrazó a Alexander tratando de contener las lágrimas. Se sentía miserable de haber caído tan bajo. Matar bestias sin sentido de conciencia era una cosa, pero acabar con la vida de una mujer que velaba por proteger a su nación era algo que jamás se perdonaría. Se aferró a la camisa de su Guardián, cerrando fuerte los párpados.

—Lo siento —murmuró con un nudo en la garganta. Se disculpaba no solo por inquietarlo sino también por lo que le hizo a la emperatriz de Nerel.

Alexander posó una mano sobre su cabeza, acariciándola, teniendo la nariz hundida en su cuello, percibiendo sin quererlo su aroma. Entendía por lo que pasaba, acciones que no entendía el motivo y que con certeza sabía que le costaba llevarlas a cabo. Hundió más el rostro, rozándole los labios en su oído.

—Tranquila —le susurró.

Aquel calor que emitía su aliento André lo recibió, consiguiendo que la piel de su cuello se estremeciera, sensación que bajó por su espalda erizándola por completo. Por alguna extraña razón aquella situación le era familiar, pero no igual. Dando un suspiro se separó un poco de Alex para reparar en él.

Sus miradas se encontraron; la de André era triste, sus ojos celestes estaban empañados, no había ese brillo de esperanza que los caracterizaba. En cambio la de Alex era enternecedora, ojos a los que la Intérprete no se podía negar, sintiendo que si dejaba de verlos su alma caería.

El mensaje de los Siete [IyG II] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora