Juro enamorarte |BORRADOR|

By La_Carcache

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PRIMERA PARTE DE LA SAGA JURO. Cuando Katherine James era apenas una pequeña, su madre llenó su mente con his... More

Juro enamorarte
Dedicatoria
Advertencia!
¡Juro enamorarte en spotify!
Capítulo 2
Capítulo 3 |NUEVO|
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6 |Nueva edición|
Capítulo 7
Capítulo 8 |Nueva edición|
Capítulo 9 |Nueva edición|
Capítulo 10 |Nueva edición|
Capítulo 11 |Nueva edición|
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24 |Nueva versión|
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29 |Nueva versión|
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
FIN
Epílogo
Agradecimientos
+Novelas
Creaciones ❤

Capítulo 1

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By La_Carcache

Consideraba que la mentalidad de un niño era como una esponja en medio de un fregadero. Una esponja dispuesta a absorber fuera lo que fuera, creerlo y reproducirlo. Por esta razón no me sorprendía cuando escuchaba que pequeños que solían gritar, amenazar o golpear a sus compañeros de clases, tenían padres muy similares a ellos.

Esta teoría la confirme cuando comencé a crecer y los chicos comenzaron a llamar mi atención pero, sobre todo, cuando acepté que mi madre realmente desconocía los datos estadísticos y las teorías que grandes psicólogos demostraban año tras año. Ella los omitía diciendo que los niños siempre merecen un toque de magia y he ahí el primero error de mi madre.

Cuando era tan solo una pequeña, mi madre me contaba sus grandes e impresionantes aventuras a los diecisiete años de edad. Sus historias eran como las historias de los cuentos de hadas: no podían faltar las amigas inseparables, los chicos guapos, las mariposas al conocer al amor de tu vida y la sensación tan espectacular que te puede llegar a regalar la adolescencia. Crecí pensando que un día eso pasaría, que tendría un grupo de amigas inolvidables y saldría todas las noches a disfrutar de mi juventud, pero no fue así. Poco a poco comencé a crecer y bastó con ir a la primaria para darme cuenta que los seres humanos nos dejamos llevar por diversos factores que luego nos agrupan en categorías.

Tenía muchos defectos como todos los seres vivos, defectos en mi personalidad y más de uno en mi físico. No era que estuviera ciega, tampoco que mis ojos estuvieran sobresaltados como los de un búho u otro defecto realmente extraño. Mi problema, y la burla de muchos, eran mis lentes y su grosor. Mi madre decía que era normal, algo de nacimiento que mucha gente solía tener y sabía que era así, hay personas con mayores problemas que yo y son aceptadas por todos sin cuestionarse absolutamente nada, no obstante, conmigo nunca fue así, pues un pequeño defecto dentro de mi córnea fue el martirio de muchos años. A veces hubiera deseado poder quitarlos de mi rostro, observarlos y reírme a como todos los hacían, pero sin ellos no podía ver con claridad y el chiste no se podía contar. En pocas palabras, el grosor del cristal de mis gafas era tan ancho como mi dedo índice. Y vaya que tengo grandes dedos.

La primaria fue difícil de llevar, me la pasaba llorando en cada esquina del salón de clases o entre los brazos de alguna maestra que se apiadaba de mí y me abrazaba hasta que mi madre llegaba para llevarme a casa e intentar explicarme que todo iba a estar bien, pero nada de eso fue comparado con la adolescencia y la secundaria. La secundaria es como una prisión para adolescentes y no hablo de las largas horas que pasamos encerrados intentando comprender para qué carajos funciona el trinomio cuadrado perfecto, sino, hablo de las interacciones entre adolescentes, algo realmente difícil de sobrellevar. Era como si en algunos hogares los preparaban exclusivamente para convertirse en los villanos de alguna película.

Todo comenzó mi primer día de clases como alumna nueva. Mi madre, por tradición de la familia, me inscribió en la secundaria donde ha pasado la gran parte de ellos; Pine View School.

Ser la combinación James - Hurt tenía un gran peso sobre mis hombros, pues mis padres tenían la fama de los seres perfectos y eso incluía buenas calificaciones, buen físico, cero defectos, pero claro, todo fue así hasta que llegué yo. Así es, yo era la única de mi familia que no logró la popularidad en la secundaria y eso es algo que les contaré a mis hijos, porque en ciertos momentos me siento orgullosa de marcar una diferencia en toda la familia, luego recuerdo las humillaciones y recuerdo que quizás nunca tendré hijos.

Me rehusaba a tocar un solo ladrillo de esa institución, sabía que no vendrían cosas buenas si lo hacía, pero mi madre es el ser humano más terco del mundo. Insistió e insistió por varios días y varias noches hasta que terminé colocándome sobre la parte superior de mi cuerpo aquel suéter que mi abuela había bordado exclusivamente para mí y lo combiné con una falda café oscuro, para subir a su auto y rezar por mi existencia el resto del día. Pocos minutos después, mi madre estacionó el auto a un lado de la calle y me observó con ilusión. Suspiré al sentir su mirada y bajé el espejo retrovisor para ver mis aparatos dentales libres de cualquier cosa asquerosa. Luego de unos segundos y de reusarme a darle un beso de despedida a mamá, terminé tirando la puerta del carro. La única manera de expresar mi enojo.

Ese día mis pasos eran lentos en medio de los pasillos. Si algo había aprendido era que cuando eres nuevo te conviertes en el centro de atención. Mejor dicho, comienza tu evaluación. Te obligan a ser perfecto para asignarte a un grupo sin que te des cuenta. Las miradas vagan de aquí para allá y también los susurros. Por eso caminaba cautelosamente mientras mis manos sostenían mis cuadernos y mi cabello castaño y despeinado cubría mi rostro. Fue en ese instante cuando lo vi por primera vez.

Él se encontraba con su espalda pegada a los casilleros y de frente a un grupo de amigos que se estaban haciendo bromas. Su perfil era increíble, pero más increíble fue cuando su rostro se movió en mi dirección y nuestros ojos tuvieron contacto, mis pies habían dejado de moverse al igual que mi corazón y mi respiración. Su cabello era la combinación entre un castaño oscuro y ligeros reflejos chocolates, su nariz perfilada y perfecta, sus labios tan carnosos y tan rosados como el efecto que queda luego de tomar una bebida roja, sus mejillas al margen de su rostro y sus ojos dos piedras color esmeralda que resaltaban más que cualquier cosa. Su cuerpo estaba definido y probablemente por debajo de su camisa había un camino perfecto, seguro y marcado que iba directo a la gloria. Él era de ese tipo de chicos a los que yo llamaba papitas fritas: caliente, suculento y completamente delicioso.

Lo que más odiaba de los primeros días de clases, y actualmente sigo odiando, era que los maestros tenían la increíble idea de presentar a los nuevos y era en ese preciso momento cuando tras abrir mi boca me clasificaban.

El maestro esperaba por mí, frente a todos los alumnos del salón. Todos estaban atentos a mis pasos. Caminé hasta posicionarme a un lado del profesor, el cual asintió esperando que comenzara a hablar. Acomodé mis gafas con mi dedo y compuse mi garganta.

— Bue... — una risita al fondo del salón interrumpió mi presentación. El profesor pidió silencio y asintió para que prosiguiera — Buenos días, mi nombre es Katherine James.

Esperanzada de encontrar las palabras adecuadas para ser al menos aceptada los primeros días de clases, volví a acomodar mis grandes lentes y junté mis manos por detrás de mi espalda. No obstante, una chica que se encontraba ubicada al fondo del salón elevó su mano llamando la atención de todos. Ella era de las envidiables. Su cabello era de un rubio totalmente hermoso y caía hasta su espalda baja en ondulaciones increíbles. Tenía una falda muy corta que en un segundo me hizo dudar sobre lo ridícula que me miraba con mi falda hasta las rodillas. Su piel era bronceada y esto hacía resaltar sus ojos azules como el mar y su sonrisa blanca y perfecta. Si, era hermosa.

Había aprendido a reconocerlas, en mi ciudad o, mejor dicho, país, las chicas perfectas solían ser como ella. Altas con cabellos hermosos, sonrisas alineadas, ojos extraordinarios y la atención de todos sobre ellas, pero al menos el noventa y dos por ciento de ellas eran malas y especialistas en lastimar a las personas que consideraban inferiores.

No podía creer que en serio esperaran un milagro de mí, es decir, mi cabello estaba tan descuidado que un pájaro lo confundiría por nido, mis ojos ocultos tras varios centímetros de vidrio, mis dientes ocultos tras aparados que más bien abultaban mis labios y me hacían babear de más, mi estatura promedio y mi sincronización de la lógica un asco. En serio esperaban demasiado.

No, no era una nerd a como hubiera preferido. Ya quisiera haber estado enamorada de las matemáticas o la química, pero en realidad era tan mala en clases que debía estudiar dos semanas antes del examen porque, sino, estaría en primer grado de primaria todavía. Y no, tampoco era de esas chicas que cubrían sus cuerpos porque la religión no le permitía demostrar un poco. Lo que sí era, es ser excesivamente tacaña. Eso me obligaba a usar la ropa que mi abuela hacía para mí y comprar las ofertas de faldas que nadie compraba para ahorrarme unos centavos. No, no era la típica chica rechazada. Más bien, era la burla por tener un defecto.

El profesor le dio la palabra. Ella acomodó su cabello y cruzó sus piernas, para luego sonreír y observarme con malicia.

— Hola, soy Hilary Colt — algunos chicos silbaron, haciéndola sonreír como toda una celebridad —. Me he tomado la molestia de buscarte en las redes sociales mientras hacías tu patética presentación, por eso tengo una única pregunta para ti. ¿Eres hija de Samanta Hurt y Diego James? — asentí, con una sonrisa sin demostrar mis frenos — ¡Oh demonios! ¡Dime que la maldición de los guapos no es verdad!

— ¿La maldición de los guapos?

No había que ser genio para saber que sus palabras iban a doler, tampoco debo mencionar cuántas veces he pasado por lo mismo y que ya conocía el procedimiento, aunque debo de admitir que esta vez las cosas iban a doler más, pues Rosa no estaba conmigo ese día.

— Cuenta la leyenda — comenzó a decir de manera misteriosa — que cuando dos personas guapas, ya saben guapo más guapa, se juntan en contra de la voluntad de los dioses, estos se molestan tanto que ese bebe sale horrendo — puso sus codos sobre la mesa y luego me señaló con su dedo índice —. Bebes como tú, deberían de ser llamados maldición.

Entonces todos rieron.

Estaba acostumbrada porque en todas las secundarias o primarias donde yo había pasado, siempre hay alguien así. No había mucho por hacer más que soportar los próximos tres años de secundaria para irme a la universidad e intentar superar todo.

Caminé hasta buscar mi asiento pero, por si fuera poco, mi muy mala coordinación hizo acto de presencia. Algo se cruzó entre mis pies y caí en medio de los asientos. Al elevar mi vista, dos grandes perlas verdes me observaban desde su lugar. Su rostro estaba serio, pero sus ojos fijos en mi cuerpo adolorido por el impacto. Él estiró su mano ayudándome a levantar, aunque continuaba serio, igual no dejaba de ser un caballero.

— Me llamo Ian Brand — una sonrisa quería expandirse en mi rostro al ver que no alejaba su mirada de mí y teníamos nuestras manos juntas. Antes de ayudarme a levantarme, inclinó su cuerpo para hablar de cerca —, ten cuidado — murmuró —, aquí las personas solemos ser malas si nos encontramos con débiles. Ahora, ponte de pie y camina con la espalda recta, si no quieres convertirte en mi problema y créeme, yo no suelo hacer comentarios estúpidos como ella, lo mío es peor.

Esas fueron las primeras y últimas palabras de Ian.

Luego del primer año, las cosas por supuesto empeoraron. No pude evitar meterme en su camino, pues más de una vez lo golpee por pura torpeza y tampoco pude evitarlo con Hilary. Él solía tolerarme, a veces hasta podía ver que luchaba para no reírse de mis estupideces y una vez me pareció verlo sonreír en mi dirección. En cambio, Hilary siempre se molestaba y buscaba la manera de humillarme frente a todos.

Yo era un caos, lo sabía y los que me rodeaban, me odiaba; me insultaban y hacían todo lo que se supone que no debían hacer. También había aprendido que ese primer y único consejo en realidad fue muy útil, me ayudó a no meterme en cosas en las que no tenía por qué meter mi cuchara. Estuve muy agradecida con él por mucho tiempo. No era tonta, sabía que él ayudaba a que Hilary no me humilla, al menos no frente a su presencia. Sin embargo, Ian era un egocéntrico, orgulloso, caprichoso y, en fin, una mierda andante que solo servía para hacerme daño con su indiferencia.

Hoy por hoy, dos años después, me encontraba frente a las puertas de la que aún era mi secundaria. Movía mis pies de un lado a otro mientras miraba entrar al último estudiante y pensaba si realmente necesitaba estudiar. Perfectamente podía vivir debajo de un puente comiendo con un gatito o comiéndome al gatito. Igual, ser desempleado, pobre, aguantar hambre y evitar a la sociedad, no podría ser peor que entrar a ese lugar donde los jóvenes tienen la libertad de insultar hasta hacerte llorar.

— ¡Katherine! — un fuerte grito hizo que mi cuerpo se sobresaltara. Giré mi cuello con miedo de ver su rostro. Mi madre estaba en pijama y con su cabello lleno de rollos frente al carro. Había olvidado que todos los primeros días de clases ella evitaba ir al trabajo para asegurarse de que entrara al instituto — Llevo media hora observándote señorita. Me levantas ese trasero del piso y entras a clases. ¡Ya!

— Pero mamá... — supliqué.

— ¡Pero nada! — señaló la puerta principal con su dedo índice — y deja de pensar en gatos debajo de un puente. Sé que lo estás haciendo, niña.

Sus ojos me persiguieron hasta que me vieron entrar a las instalaciones. Cuando pensé que ya la había perdido por completo, miré su cabeza asomándose por la puerta principal y sus ojos entrecerrados en señal de advertencia. Acomodé mi mochila y caminé directamente al salón de clases.

Mentiría si digo que en la secundaria todo estaba mal. Yo tenía a un pequeño ángel latino a un lado de mí y su nombre es Rosalina Mendoza.

Ella era una persona extraordinaria. Su risa tenía el poder curativo para evitar las lágrimas luego de ser ambas bañadas en espagueti patrocinado por Hilary. Sus bromas, consejos y todo lo que complementa a mi mejor amiga, era el arma perfecta para sobrellevar esta cárcel.

Nuestras madres eran amigas desde nacimiento. Por ende, toda, o casi toda mía, vida había pasado al lado de Rosa y, por suerte, eso incluía las relaciones sociales. A veces me sentía mal por haberla hecho mi amiga. Estaba consciente de que ella tenía que pagar el mismo grado de maldad por simplemente serlo, pero jamás se quejaba y por eso y muchas cosas más, yo la adoraba.

Contaba los pasos para llegar al salón de clases y tomar un poco más de tiempo. Cien pasos hasta el momento, solo cien. Al levantar la vista, vi que Rosalina se encontraba sentada sobre una pequeña banca que ubicaban al lado de cada puerta. Ella movía sus pies en el aire y aferraba su bolso a su pecho. Estaba segura de que se encontraba pensando lo mismo sobre la idea del puente y los gatitos.

Aclaré mi garganta y ella elevó su vista.

— ¿Lista?— preguntó, con aires de decepción al saber lo que nos esperaba.

— Nunca estaré lista para esto, pero ya es tarde. — asintió en silencio.

Tomó el gorro que ocultaba su cabello y se puso de pie.

— ¿Hasta cuándo dejarás de usar ese gorro?

— Mi madre ha decidido no pagar ni una moneda para arreglarlo — acomodó el gorro con ambas manos, ocultando un mechón que amenazó con salir —. Según ella, es el chiste perfecto para alegrar aún más sus días y, bueno, será por mucho tiempo.

Una semana atrás habíamos decidido darnos un pequeño cambio de apariencia para ver si las cosas mejoraban. Ella quería un tono miel en su cabello oscuro y no dude en aplicarlo viendo un video en YouTube. Claramente iba a salir más barato, económicamente hablando. Pero, luego de media hora, las cosas no salieron como se esperaba y terminó con el cabello manchado como leopardo, dañado y con una apariencia desastrosa. Por esa razón, ahora utilizaba un gorro y ocultaba su cabello por debajo de este.

Abrimos la puerta, respiramos un par de veces y colocamos nuestra frente en alto.

Nuestras madres nos habían enseñado que jamás debíamos aceptar que algo nos lastimaba y esta no sería la excepción. Como todos los años, en el primer día de clases, la bienvenida a los inferiores era una lluvia de bolas de papel mientras caminábamos a nuestros respectivos asientos. Y si, muchas bolas de papel, que tendríamos que limpiar luego de terminar la clase, estaban siendo tiradas hacia nosotras justo en ese momento.

— Buenos di... — el maestro entró antes de tiempo y observó nuestra gran bienvenida. Acomodó su corbata color café y aclaró su garganta — ¡Silencio!

Inmediatamente todos dejaron de tirar bolas de papel y prestaron atención. Con su mirada oscura recorrió cada uno de los rostros de mis compañeros, a excepción de Ian; él no se prestaba para este tipo de cosa. El maestro estaba molesto, mientras con su cabeza negaba y entrelazaba sus brazos por debajo de su pecho.

— Esto es indignante — llevo ambas manos a sus caderas formando la silueta de una jarra y observó a todos mis compañeros. Tomó una de las bolas y la elevó para que todos pudieran verla —. Estas bolas de papel están demasiadas pequeñas. ¡Háganlas más grandes y respeten con honores el primer día de clases!

Todo tipo de esperanza desapareció cuando se acomodó en su asiento y dejó que un último estudiante le lanzara una bola de papel a mi mejor amiga directamente a su frente. El maestro lo miró y asintió felicitándolo.

Odiaba al profesor Tracy. Él era un ex alumno que en su juventud formaba parte de los superiores. Fiel a las leyes contra los inferiores y para agregarle más sabor al asunto, ex novio de mi madre con un corazón sin curar.

El día pasó lento y lleno de humillaciones, ya que la lluvia de bolas era apenas la bienvenida del primer día; empujones, palabras hirientes, burlas e incluso mi almuerzo sobre mi cabello eran las cosas que adornaban el día a día y sí, estaba acostumbrada. Es triste, pero uno se llegar a acostumbrar al maltrato.

Por fin llegó la hora de salida, ese momento donde caminábamos tan rápido junto a Rosa que difícilmente podían ver un solo mechón de nuestros cabellos al cruzar la calle. Considerábamos que llegar a casa era tranquilizante. Mis padres no sabían de mis humillaciones, pero si estaban al tanto de mi rango como inferior en la secundaria, sin embargo, su madurez les ayudaba a entender que yo no era una monedita de oro para agradarle a todo, literalmente. Siempre que llegaba a casa entraba al refugio que mis padres. Ellos habían hecho para mí una burbuja rosa donde todo era perfección y amor, pero por supuesto que esa burbuja era reventada apenas cruzaba la puerta de mi martirio.

Algo que nunca les dije porque no quería aumentar sus problemas.

Al siguiente día me desperté gracias a ese sonido tan peculiar que hacen los camiones al retroceder. Por experiencia sabía que era un camión de mudanza y estaba segura de que esa mudanza era a un lado de mi casa. Busqué mis lentes en la esquina de la mesa de noche y, al colocarlos, inmediatamente caminé hasta la ventana de mi habitación para confirmar que sí eran mis nuevos vecinos.

Coloqué mis pantuflas y bajé por las escaleras para tomar el desayuno.

— ¡Buenos días, familia! — grité al pasar por el umbral de la puerta. Mis padres tomaban el desayuno sosteniendo de sus manos y riéndose de sus chistes de pareja — Al parecer los Bernnan han logrado vender su casa. Eso es emocionante, ¿no creen?

Ambos me miraron con una ceja elevaba. Ellos sabían que era mi culpa.

Los Bernnan eran esos típicos vecinos con cabello blanco, muchos años de matrimonio, arrugas hasta en sus manos y el lindo gesto de regalar galletas a todos los vecinos. Todo era perfecto, hasta que una vez Rosa tuvo la grandiosa idea de comprar juegos artificiales para navidad y ambas tuvimos un momento de meditación para encontrar un lugar donde pudiéramos encender todos los juegos que teníamos. Mi idea fue sencilla: la calle.

Posicionamos el juego más grande en el centro de la calle, pero nunca pensamos que al encenderlo este, por accidente, iba a caer y dirigirse directamente a la casa de los Bernnan. El techo terminó incendiado, pero eso no fue lo peor, lo peor fue cuando ninguna de nosotras dijo nada hasta que llegaron los bomberos y encontraron nuestra evidencia.

Pasaron varios meses odiándonos y esperando nuestra muerte lenta y dolorosa, hasta que finalmente pusieron la casa en venta y decidieron irse a un vecindario en donde no existieran adolescentes locas.

— Si, es emocionante — dijo mi madre con una gran sonrisa —. Al fin tengo a quien darles galletas. En este momento se están enfriando, así que espero me acompañes para entregarlas.

Mi mirada buscó desesperadamente a mi padre, el cual ya se encontraba observándome con la misma impresión que yo.

Mi madre no era la mejor haciendo galletas y/o cualquier cosa que se llame postre, mi tío Albert lo sabe por experiencia. Una noche llegó a casa, comió un poco de sus galletas y el baño se convirtió en su dormitorio por el resto de la noche. Podría jurar que las galletas de mi madre podrían considerarse un arma nuclear, el código secreto de los Estados Unidos o la receta de Hitler hubiera usado para sus métodos de tortura.

Terminé mi desayuno y subí a mi habitación para terminar de alistarme. Una vez lista, cargué las galletas de mi madre y juntas caminamos hasta la casa de los vecinos. El camión de mudanza ya no se encontraba frente a la casa y eso indicaba que oficialmente habían terminado de pasar todas sus cosas. Antes de tocar el timbre mi madre arregló mi cabello, compuso mis lentes y alisó la camisa que tenía puesta ese día.

Tocó el timbre y pasados unos segundos, la puerta fue abierta.

Un hombre bastante mayor y de cabello blanco se encontraba frente a nosotras. Su piel estaba arrugada a tal nivel que lucía delicada, su cabello peinado hacia un lado y sus ojos bañados de una intensidad inexplicable. Este al vernos sonrió y mi madre rápidamente comenzó a hablar.

— Buenos días, vecino. Mi nombre es Samanta Hurt y ella es mi hija Katherine James — mi madre colocó su mano por detrás de mi espalda —. Somos su vecinas de al lado y hemos traído un par de galletas para darle la bienvenida al vecindario.

— ¡Samanta! — abrió sus brazos y nos abrazó — Tantos años mi pequeña, jamás pensé que volvería a encontrarte — el hombre tomó la bandeja con las galletas oliendo el olor dulce que salía en forma de humo. Mi madre frunció su ceño intentado recordar y el señor, al notar su expresión, asintió —. Han pasado muchos años, Sam, es normal que no me recuerdes. Soy Jeff, el decano de tu generación.

— Decano, cuanto tiempo... — dijo como si un fantasma la había saludado.

— Lo sé, mi niña, han sido diecisiete años, pero no se queden ahí — abrió la puerta por completo —. Pasen, pasen, pasen. Mi Marta se encuentra al fondo y quiero presentarle a las nuevas vecinas — cerró la puerta y nos llevó hasta el centro de la sala —. ¡Mujer, han venido las vecinas!

La casa de los vecinos era muy parecida a la mía, a diferencia de los colores, todo era exactamente igual; dos plantas, una sala, cocina, absolutamente todo igual. No era algo de lo que iba a impresionarme.

Un par de minutos después, se escucharon pasos por las escaleras y la imagen de una anciana muy elegante se posicionó frente a nosotras. Su piel era igual de arrugada que el señor que anteriormente nos había recibido, blanca y bien cuidada, sus ojos oscuros y su cabello rubio llegando al blanco. Lucía adorable, sobre todo, cuando su sonrisa se expandió al verme.

— Mucho gusto, vecinas, mi nombre es Marta — nos abrazó —. Que bueno verlas por aquí. — suspiró.

Nos invitó a sentarnos en el sillón principal mientras ella colocaba todas las galletas dentro de un recipiente de cristal. Más no sabía que, si las probaba, pronto iba a morir.

— ¡Samanta, hija!, ¿puedes venir a ayudarme? — dijo Jeff desde la cocina — Esta mi espalda me está matando y mi Martita no me puede ayudar.

Mi madre se puso de pie y caminó hasta la cocina, dejándome únicamente con Marta y su cálida sonrisa.

Vi cuando Marta se acomodó a un lado de mí y sacó de uno de sus bolsillos un caramelo de miel. Extendió su mano hasta poner el dulce dentro de la mía como si fuera un secreto y justo cuando iba a dar las gracias, colocó su mano sobre mi boca en señal de que guardara silencio.

— No digas nada, cariño, el ridículo de Jeff no me deja comer dulces — susurró —. Este será nuestro secreto, ¿de acuerdo? Además, luces como que mereces un poco de dulce y no tengo problema en compartirte los míos.

Quitó su mano de mi boca y volvió a sonreír.

— Gracias, doña... — volvió a colocar su mano en mi boca.

— No me digas doña, por favor, que no me siento tan vieja. Es decir, tengo setenta años, pero por dentro tengo cincuenta — achicó sus ojos oscuros —. ¿Quieres ir a bailar conmigo?

Rápidamente se puso de pie y comenzó a dar vueltas al mismo tiempo que la falda de su vestido se elevaba por la rapidez. Luego se detuvo, separó sus piernas y con sus brazos elevados comenzó a hacer pasos de los años sesenta, dejándome impresionada por la agilidad de sus pasos a su edad.

No pude evitar aplaudir y animarla conforme cambiaba los pasos y disfrutaba de la música imaginaria que solo se escuchaba en su mente.

— ¡Marta, mujer, sabes que eso te hace daño!... — Jeff apareció en nuestras vistas con sus brazos entrelazados por debajo de su pecho.

— No seas exagerado viejo, solo le estaba demostrando a la niña lo que es de verdad bailar — asentí —. Por cierto, ella comenzará a venir todas las tardes a visitarme, un poco de compañía femenina no me hará daño. ¿Cierto, Katherine?

Observé a mi madre, la cual me miraba con curiosidad confirmando que la señora no había perdido la coordinación de sus cables, no obstante, al verme sonreír con emoción, terminó asintiendo.

— Muy cierto, Marta. — la señora sonrió con emoción y comenzó a aplaudir.

— ¡Bien! — el señor elevó sus manos y se dejó caer en el sillón rendido — pero la cuidas por mí, ¿de acuerdo?

Jeff me observó con sus grandes ojos. El color era magnífico y atrapante.

— Tenlo por seguro. — terminé diciendo con una sonrisa.

Quizás, por fin, las cosas iban a cambiar con la compañía de Marta.

¡Hola, Familia Carcache!

Es un honor volver con esta hermosa historia, me alegra tanto saber que está volviendo con una mejor presentación, mejor ortografía y una secuencia más lógica. Como verán, muchas cosas han cambiado y seguirán cambiando, no obstante, la esencia de juro no cambiará. Espero continuar con su apoyo y las mismas energías para leer cada capítulo actualizado en sábados. 

Saludos,

Kathleen Carcache. ♥

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