El mensaje de los Siete [IyG...

By leyjbs

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En esta segunda parte del Intérprete y el Guardián: Luego de destruir "El Tratado de los Once", la Intérprete... More

Sinopsis
Reparto [Parte II]
Introducción
1. Formando Alianzas
2. Un trato con un licántropo
3. Fichas de ajedrez
4. Mentiras verdaderas
5. Deseo
6. Norashtom
7. Nerel [Prt. I]
7. Nerel [Prt. II]
8. Lyan de Tarlezi [Prt. I]
8. Lyan de Tarlezi [Prt. II]
9. Tres de Siete
10. Arteas [Prt. I]
10. Arteas [Prt. II]
11. Sangre soberana [Prt. I]
11. Sangre soberana [Prt. II]
12. Peones de Guerra [Parte I]
12. Peones de Guerra [Prt. II]
13. Un rey misericordioso
15. Sangre y carne
16. Largos años de paz [Prt. I]
16. Largos años de paz [Prt. II]
17. En bandeja de oro
18. Ofrenda de guerra
19. Promesas rotas
20. El orbe de la muerte
21. La Batalla de las Bestias - El inicio
22. El precio de la traición [Prt. I]
22. El precio de la traición [Prt. II]
23. Lazos quebrantables [Prt. I]
23. Lazos quebrantables [Prt. II]
24. La cosa más importante
25. La oscuridad prevalece
26. El mensaje de los siete
27. Rendición de cuentas [Prt. I]
27. Rendición de cuentas [Prt. II]
28. Polvo eres
29. Despedida
30. Sanalépolis
31. Tipos de hambre
32. El que todo lo posee
33. Verdad
Agradecimientos

14. Veteranos contra novatos

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By leyjbs

De las campiñas de la ciudad de Voreskay se alzaban humaredas por las chimeneas gracias al fuego que daba calor al interior de cada hogar. La nieve adornaba cada superficie en la que se posaba volviendo blanco todo el paisaje; el invierno había llegado, era su décimo día y la gente se preparaba para afrontarlo.

Voreskay era una de las tantas ciudades fronterizas entre la provincia de Borsgav con la de Transaleste, ubicada muy al noroeste del continente. Para entrar a esa ciudad amurallada se debía pasar un ancho puente de piedra que por las nevadas no era seguro de transitar. Aparte, si se quería llegar por agua, el río que dividía las dos provincias era muy escabroso en época invernal debido a su congelamiento; los osados que se atrevieran a atravesarlo con un trineo o con sus propios pies, no salían bien librados.

Esta urbe era una de las tantas restauradas por los condes de Borsgav donde los licántropos y vampiros marginados eran restituidos, viviendo en secreto con el compromiso de no perturbar la paz. Había niños por parte de las familias de licántropos y aunque eran escasos, para los que podían tener uno era una bendición.

La población era un tanto peculiar pues los infrahumanos convivían con los meriortes tratando de llevar una vida normal y aunque a veces era extraño verlos andar sin abrigo que los cubriese o haciendo labores que para un humano eran arduas, sabían aparentar para no causar algún inconveniente. A pesar de lucir como una ciudad normal, ningún forastero se atrevía a durar más de un día allí, algo que los pobladores en parte agradecían pues preferían no verse liados en problemas de algún tipo por alguien ajeno a la comunidad.

Aun así, contaban con una guardia especializada contratada por la burguesía, que velaba por la seguridad, soldados que no servían para protegerla de la amenaza que se avecinaba...

La tarde caía sobre la ciudad, la gente no veía al sol ocultarse en el horizonte ya que la mayor parte del tiempo el cielo estaba copado de nubes, pero si sabían cuándo anochecía pues la temperatura bajaba, acompañada por penumbras. Las ventiscas de invierno resoplaban como eco en cada rincón y por un momento, se podía decir, traían clamores de guerra.

Se oía el golpeteo de los metales, los pasos consecutivos e imparables de una legión de hombres que se dirigía al puente del río Gerke que dividía la frontera. Era un ejército que portaba armaduras negras como el carbón, en su mayoría con hombreras que terminaban en pico, mostrando embebido un colmillo de dragón. Sus yelmos eran la réplica del cráneo de un reptil cuyas cuencas servían para que los soldados pudieran ver.

Más de cien hombres se aproximaban en tres hileras, sosteniendo una lanza y un escudo rectangular de cuerpo completo. Caminaban al mismo compás, tomando gallardía para lo que vendría; tras ellos estaba la caballería, esperando para proceder; mandaron a los novatos al frente para saber a qué amenaza atenerse.

No había árbol a la vista o vegetación que dificultará su llegada, al parecer Borsgav los esperaba de puertas abiertas pero de las cuales, tal vez la mayoría, no volvería a salir.

La primera línea se detuvo en las limitaciones del puente de quince metros de ancho, esperando la siguiente orden. Estaban en la frontera; al dar un paso fuera de su jurisdicción estarían firmando, sin saberlo, las consecuencias de su intromisión.

Un guerrero sobre un corcel de largo pelaje negro fue ante la primera fila de lanceros novatos, no portaba ningún arma a la vista, sólo su armadura que difería de las demás por su color rojizo; era musculoso, más grande que cualquiera en ese pelotón. Pasó rápido entre sus hombre y al estar frente a los novatos, parándose sobre el suelo del puente, tomó las riendas del caballo haciéndolo frenar para luego virar y encarar a su tropa.

—¡Soldados! —profirió. Su voz era gruesa, casi gutural—. ¡Hoy ha llegado lo que tanto esperamos! —Alzó su mano apuntando hacia el frente; el guantelete que la cubría mostraba unas largas garras como las de un ave de rapiña—. ¡Son ustedes los que se encargarán de darse una muerte digna! ¡Por su nación, por La Rebelión, por Transaleste!

El bramido emitido por los soldados estremeció la ciudad, un grito de guerra monstruoso proferido por bestias salidas de las brasas de la tierra. A pesar de su apariencia, eran similares a los infrahumanos; eran dragones rebajados a su forma humana.

Aun profiriendo el aguerrido grito, comenzaron a correr por el puente, yendo hacia la gran puerta de hierro que bloqueaba el paso. Pero la ciudad estaba preparada para darles la bienvenida. Cientos de arqueros se asomaron por encima de la muralla.

—¡Ataquen! —gritaron, desde lo alto.

Una lluvia de flechas invadió el cielo para luego caer en picada hacia el ejército invasor. Las saetas impactaron en los novatos haciendo que perecieran de inmediato. Otros más atentos, alzaron el pesado escudo, evitando la arremetida. Las flechas eran el doble de gruesas que las normales, perfectas para penetrar la armadura del enemigo.

El líquido escarlata que emanaba de los caídos comenzó a mezclarse con la nieve que cubría el suelo empedrado del puente; era el comienzo de una guerra, un paisaje inspirador para la muerte que rondaba cual tétrico espectador. El aroma a sangre despertó la ira de los soldados que aún estaban en pie, movilizándose entre los cuerpos de sus compañeros muertos.

Llegaron ante las enormes puertas; un ejército enfurecido de armaduras plateadas los esperaba con una barricada de troncos en punta y lanzas, donde unos chocaron perdiendo la vida al instante. Otros más astutos, frenaron su marcha para mandar un grito ensordecedor, se quitaron sus cascos esqueléticos y, como si se tratase de un acto circense macabro, escupieron un fuego voraz, quemando a algunos infortunados.

Las llamas abrasadoras no tuvieron compasión alguna, sacaron despavoridos a muchos mientras que los más osados, queriendo controlar la plaga invasora, dejaron las armaduras de lado para dar paso a su instinto animal. Docenas de bestias parecidas a los lobos, que se diferenciaban unas de otras por los diferentes tonos de gris en su pelaje, salieron detrás de las trincheras para lanzarse contra sus adversarios.

La batalla lejos de ser algo normal a lo que el ojo de un soldado común estaba acostumbrado, se convertía poco a poco en una carnicería de bestias...

El aviso de que la ciudad se iba a convertir en uno de los puntos de ataque de La Rebelión tomó por sorpresa a los habitantes, algunos de los cuales tomaron partida para unirse al ejército que en ese momento enfrentaba la amenaza. Las mujeres y los niños fueron despachados de la ciudad así como las familias nobles, yendo hacia una de las aldeas dispuestas por el reino de Borsgav para refugiarlos. La ciudad no estaba en parte desprotegida, muchos se quedaron por temor a perderlo todo y otros para abastecer a los soldados o simplemente sirviendo como carne de cañón...

La batalla continuaba; los gruñidos de las bestias estremecían a la comunidad detrás de la muralla, siendo para los pocos que amaban el arte de la guerra una invitación para salir y tener el placer de matar a un ser vivo.

En la seguridad atrás de los fortificados muros, un conde que portaba una desgastada armadura por tantas guerras vividas, delegaba órdenes a los soldados que corrían hacia los puntos donde se dispusieron los herreros y armeros para abastecer el ejército en armamento. Iba armado hasta los dientes; su cinturón portaba dagas de todo tipo, en su espalda colgaba un arco y un carcaj abarrotado de flechas, así como una espada que estaba bien cubierta por una tela negra. De su cinto, en la parte trasera colgaban dos sables y aparte de eso, ocultos entre sus mangas y botas guardaba un par de cuchillos.

Aquel imponente hombre de rostro expresivo por las arrugas que le heredó el tiempo, de mirada celeste que comunicaba serenidad era Renart, o Martías como se le conocía en un pasado. Estaba en Voreskay por orden de Patrick, trayendo consigo a su tropa de subordinados para enfrentar al ejército de Transaleste que sabía, no sería contenido por mucho tiempo.

Se escuchó una fuerte sacudida que hizo vibrar el suelo, como si los martillos de dos gigantes hubieran chocado, aplacando toda actividad en la ciudad. La amenaza de que cientos de dragones entrarían a Voreskay se iba a cumplir; las puertas de hierro eran abatidas por varios de ellos, no requerían de arietes o algún vehículo para tumbarlas pues tenían la suficiente fuerza para conseguirlo.

Al volver a agitarse las puertas que soltaban nieve congelada de sus barrotes, Renart dejó de dar órdenes para correr hacia una de las torres de vigilancia donde había un acceso hacia la parte alta de la muralla. Estando en la cima halló a varios arqueros que no dejaban alzar sus arcos, tirando todas las flechas que podían, luchando sin descanso para repeler a los invasores.

Renart se asomó al filo notando que el número de enemigos comenzaba aumentar, pero esa no fue su principal preocupación sino las catapultas que movilizaban para proceder a destruir la muralla, justo en la frontera delimitada por el comienzo del puente.

Nunca pensó que la situación se complicaría de ese modo, la ciudad no estaba preparada para contener un ataque de esa magnitud. Inquieto por no saber qué hacer, se despojó del yelmo que protegía su cabeza para contemplar la ardua batalla, dejando al descubierto su rubia cabellera que destelló ante la escasa luz del día.

—Con que esto es la guerra —habló alguien a su lado. No tuvo necesidad de girarse para ver, ya sabía quién era.

—Deberías estar abajo con la segunda línea de defensa.

Vladdar, aquel vampiro de cabello negro desaliñado y rostro demacrado, vestido apenas con una armadura ligera de cueros pardos, lo acompañó a observar el panorama.

—Es aburrido esperar, además la vista es grandiosa desde aquí —expresó el demacrado inmortal mientras echaba un vistazo hacia el puente donde cientos de bestias luchaban como animales hambrientos.

Renart miró lo que Vladdar con tanta atención contemplaba; la línea de defensa que había dispuesto para defender las puertas estaba pereciendo mientras que un pelotón de treinta invasores, usando todo el peso y fuerza de su fornido cuerpo, embestía las puertas para derribarlas. Iban y venían a un mismo ritmo, impactando de forma abrupta contra el metal. Parecía irreal pero ya no le sorprendía. Lo que si le Inquietó fue que se aproximaban las catapultas a la orilla del río Gerke, siendo esa la posición perfecta para tirar los proyectiles que derribarían la muralla.

Endureció la mirada, tomando una decisión; Vladdar a su lado notó el cambio en su actitud.

—¿Qué tienes en mente? —le preguntó.

Renart no respondió, sólo volvió a ponerse el yelmo que cubría casi toda su cabeza y se subió al filo de la muralla; parecía que se iba a tirar al vacío pero no fue así. Extendió ambas manos al frente, tomó bastante aire y cuando acumuló el suficiente, como si estuviera cargando el objeto más pesado del mundo, apretó los puños y frunció el rostro.

El crujido de varias rocas chocar detuvo a los soldados de La Rebelión que trataban de derribar las puertas de hierro. No se dieron cuenta de lo que sucedía hasta que notaron que el hielo del río Gerke se estaba quebrando como si una bestia fuera a emerger de él para luego comenzar a derretirse, volviendo a fluir el agua.

Renart desde lo más alto de los muros que resguardaban Voreskay era el artífice de aquel fenómeno, su cara se había enrojecido por el esfuerzo que hacía para llevarlo a cabo y aunque no se notara por el casco que lo ocultaba, Vladdar a su lado sabía por lo que estaba pasando.

El agua del rio fue acrecentándose hasta que una ola al lado izquierdo del puente fue tomando altura; Renart era quien le daba forma, levantando su brazo derecho con el puño cerrado, temblando cada que lo subía, hasta que lo detuvo. Una ola de más de diez metros se elevó, asustando a los dragos quienes se devolvían por donde vinieron mientras que otros trataban de aferrarse a las puertas para soportar la abatida.

Cuando ya no pudo soportar más abrió el puño liberando así su poder. La ola lavó el puente, llevándose consigo a varios y, cuando el agua inundó, todo se dirigió furiosa hacia la orilla donde estaban las catapultas para destruirlas por completo.

El artífice de tan anormal fenómeno movía las manos al compás del agua, haciendo ademanes como si la tuviera en sus palmas, moldeándola a su antojo. De repente volvió a cerrar los puños, bajó los brazos y cayó de rodillas al borde de la muralla. Vladdar logró sostenerlo para evitar que fuera a dar al vacío.

Ese acto final de magia provocó que toda el agua, tanto en el puente como fuera de la orilla del río se congelara, atrapando a cientos en perpetuos bloques de hielo.

—Lo hiciste bien pero no creo que los detenga por mucho —expresó Vladdar, palmeándole la espalda.

Agotado, Renart se sentó al filo del muro, viendo a sus enemigos que quedaron congelados mientras otros trataban salir usando el fuego que heredaron de nacimiento. Echó un vistazo hacia las puertas de hierro; como lo previó, varios de sus soldados se aferraron a lo más alto de éstas, agarrándose de los barrotes.

Un zumbido abatió el silencio que dejaron las aguas luego de caer, el conde estupefacto contempló como una enorme bola de fuego, lanzada por una catapulta que sobrevivió a la improvisada inundación, sobrevoló el cielo. Extendió las manos, tratando con sus dones de detener el proyectil pero sólo logró apagar el fuego con el que estaba envuelto. La roca impactó a la mitad del puente, alcanzando a quebrar el hielo.

A la distancia, usando lanzas y hasta sus propios puños, el ejército de Transaleste rompía el hielo que impedía el paso por el puente, usando también fuego para derretirlo. A pesar de que era un proceso lento, entre varios dragos consiguieron que la labor se agilizara.

—No va a durar —murmuró Renart, mirando con atención cómo avanzaban.

De nuevo zumbido penetró en el aire; otra roca cubierta de fuego fue lanzada. Esta vez, Renart anticipó el ataque, extendió su brazo derecho al frente con la palma abierta y frenó la roca en pleno aire. Empuñó la mano; hecho esto el proyectil se fragmentó, haciéndose arenisca.

Dos rocas más fueron catapultadas e igualmente Renart las bloqueó, pero aun así no bastó. El ejército de dragones avanzaba, ya estaban en la mitad del puente, rompiendo el peligroso hielo que mostraba filosos picos que lo hacían difícil de transitar.

—Vladdar, ve con el ejército. Que se preparen, no tardaran en llegar —enunció Renart, volviendo a pararse en el filo del muro mientras esperaba impaciente a que lanzaran otro proyectil.

Sin mediar palabra el mencionado asintió. Fue en dirección contraria, asomándose al filo de la torre y de repente, dando un brinco, saltó al vacío para luego caer de pies. Caminó en dirección a las puertas, observando entre las rendijas de hierro a los licántropos sobrevivientes que estaban del otro lado, aguardando su destino final; eran no más de cincuenta, hambrientos y ansiosos de morir.

—¡Ustedes! —gritó el vampiro—. ¡Por ningún motivo se vayan sin matar a esos malditos!

Ante esas palabras los hombres lobo gruñeron ansiosos. Vladdar miró hacia atrás, donde las tropas que se alistaban para enfrentar a quienes osaban entrar a la fuerza a ese pacífico lugar, portaban armaduras de cuero siendo muy pocos los que llevaban escudos y espadas.

—¡Ustedes! —Señaló con su mano huesuda a los cientos de soldados—: ¡Que nadie salga vivo de esta ciudad!

Un aguerrido bramido profirieron los cientos de lanceros al escuchar las órdenes su segundo al mando.

De repente, un fuerte choque sacudió el suelo por lo cual Vladdar se giró para contemplar una roca que había impactado casi derribando la entrada a Voreskay. Apenas colisionó se consumió en el fuego abrazador en la que estaba envuelta, derritiendo el hielo y desmoronándose por completo.

Las brasas se acrecentaron en la entrada, obstaculizando la visión de los licántropos de grisáceo pelaje que aguardaban, sintiendo la proximidad de la sangre hirviente de los dragones. El viento de invierno abatió la zona, logrando helar hasta los huesos, consiguiendo que el fuego se fuera sosegando para que no afectara a los infrahumanos que esperaban la muerte.

El agua circulaba por el puente; el camino se estaba despejando dando paso a más soldados de escamadas armaduras negras para dar por terminada la invasión. La horda de licántropos esperó a que llegaran, recibiendo gustosos a los lanceros de la primera fila matándolos en breve, dando pase libre a sus compañeros que saltaban para aterrizar sobre ellos, trasformando sus manos, sacando garras parecidas a las puntas de unas lanzas, convirtiéndose su piel en escamas, adoptando una tonalidad oscura.

La carnicería volvió, esta vez siendo los escasos licántropos los desafortunados que, aunque lograron matar a un buen número de dragos, no pudieron aniquilarlos a todos. Los arqueros desde lo alto trataban de exterminarlos pero eran demasiados.

Renart se había unido al combate, desenfundado su arco y flechas, dando certero en la cabeza de los enemigos; estaba agotado por lo que no podía valerse de sus poderes que le tomarían un buen tiempo en volver...

Otra vez, la catapulta arrojó una enorme roca cubierta en fuego la cual impactó justo a un lado de la entrada de Voreskay, dándole a una torre. Los arqueros de esa zona desafortunadamente cayeron en combate y algunos, por tratar de evadir el proyectil, se lanzaron al vacío para evitar una muerte más dolorosa.

Para Renart fue desastroso de presenciar como el artefacto había arrasado tras su paso no sólo la torre sino un par de casas aledañas, dando el espacio propicio para que el ejército de Transaleste ingresara.

Atónito, Vladdar desde la superficie observó como la roca había destrozado con facilidad la muralla, retrocediendo inconscientemente, igual que el pelotón que aguardaba por una orden suya.

—¡Mantengan su posición! —gritó el vampiro...

Los arqueros siguieron repeliendo a los invasores pero eran conscientes de que no durarían mucho en lo alto de la muralla. Varios de los soldados dragones escalaron los muros gracias a sus garras, estando pronto en la cima. Al notar la proximidad de sus adversarios, Renart se colgó su arco al hombro y desenfundó la espada que llevaba colgada a la espalda. Aquella arma poseía un débil resplandor; era blanca, tanto su empuñadura como la hoja. El pomo de color perla alumbraba titilante.

Apenas se asomó el primer enemigo, el conde blandió su espada de abajo hacia arriba, dándole justo bajo la quijada, dividiendo su cráneo en dos. El cuerpo por el impulso del tajo fue hacia atrás, cayendo de espaldas al vacío.

Llegaron varios dragos más, siendo Renart sin gran esfuerzo quien los mataba, el problema era que su número aumentaba por lo que no contaba con mucho tiempo para evacuar.

—¡Mantengan su posición! —bramó, luego de degollar a otro drago—. ¡Hasta morir!

—¡¡Hasta morir!! —gritaron algunos arqueros.

En la planta baja, los escuderos del Cuartel Murder se ponían en posición para bloquear el paso de cientos de soldados de La Rebelión que despejaban el camino de las rocas que había dejado la destrucción de la muralla para proceder a infiltrarse en la ciudad.

Con escudos ovalados, caminaban al mismo paso, hombro con hombro, entre la espesa nube de polvo que se levantó luego de que la roca abriera un gran boquete en el muro fortificado. Trataban de dispersarse ya que varias casas obstruían el paso hacia el enorme agujero improvisado.

Varios gruñidos y siseos acompañaban la densa nube que poco a poco se fue desvaneciendo. Divididos en grupos avanzaron cautelosos, conscientes de que el enemigo ya hubiese entrado a sus dominios. Las voces se fueron acrecentando cada vez más hasta que, por el aire, unas sombras los pasaron por encima para embestirlos sin previo aviso.

Cientos de dragos ingresaron sin control, arremetiendo a los escuderos que defendían Voreskay, escupiéndoles fuego, cubriéndolos de pies a cabeza, dándoles una muerte ruin. Los que se mantuvieron tras la línea de defensa se abalanzaron hacia los invasores, despojándose de sus estorbosas armaduras metálicas; licántropos optaron su forma bestial para matar con facilidad. Otros que portaban ropajes de cuero, mostraron sus fauces y alargaron sus uñas, vampiros sedientos de sangre. Entre ellos estaba Vladdar que ya sin importarle su integridad se adentró a la batalla, lanzándose contra un par de guerreros de armaduras negras, hincándoles los dientes en el cuello.

Los cielos blancuzcos se tornaban violáceos, la noche empezaba a caer en la ciudad, la batalla que se libraba al parecer no daría descanso...

A pesar de que eran más los enemigos, el Cuartel Murder contrarrestaba el número con la experiencia. La mayoría de dragos eran novatos, en cambio el ejército que dirigía Renart era veterano; habían vivido de la guerra y estaban dispuestos para volver a enfrentarla. Además contaban con un ejército de fieras hambrientas que hacía tiempo no se daban el gusto de probar sangre, en este caso, de dragones.

La amenaza que se colaba por los muros fue aumentando, Renart no tuvo más opción que dar la retirada de algunos arqueros que se encontraban cerca de él. Estaba cansado de pelear pero aun así no se dio el lujo de flaquear; era un guerrero, hacía tiempo no ponía su cuerpo a pulso para enfrentar una situación como esa, pero aun así se las arreglaba para sacar todo su potencial.

Procuraba que cada uno de los arqueros que peleaban a su lado descendiera por la única torre que se encontraba en pie. Mientras los evacuaba, peleaba contra los invasores. Cada que la parte alta de la muralla se encontraba en llamas debido a que algunos de los soldados dragones la incendiaban apenas tenían oportunidad, intervenía apagando el fuego con una ráfaga de viento gélido que él mismo provocaba.

Los números avanzaban siendo los dragones quienes invadían la altitud de la muralla. Había aún muchos arqueros por retirarse; impotente de no saber qué hacer, Renart luchaba con tesón para conseguir que todos se fueran a salvo, pero era consciente que pedía un imposible.

—¡Retírese, mi lord! —bramó uno de los arqueros a su lado, destensando su arco luego de tirar una flecha, para posicionar otra.

Renart, con pesar en su mirar, lo vio de reojo; quería estar allí hasta el final, luchar hasta morir si hacía falta, pero el ejército que estaba abajo lo esperaba para nuevas órdenes. Echó un vistazo a su alrededor, dándose cuenta que no quedaban más de veinte soldados, contemplando a la distancia como uno de ellos moría despedazado por sus adversarios.

—Recuerde mi lord: ¡hasta morir! —bramó otro soldado el cual no dejaba de luchar con fervor.

—¡Su sacrificio no será en vano! —exclamó el conde.

Antes de retirarse y como ventaja para los escasos soldados que quedaban en pie, blandió su espada blanca en alto, botando un fuerte haz de luz.

Al extinguirse aquella luz, los arqueros observaron con asombro como varios dragos que estaban cerca cayeron muertos sin motivo alguno.

Resignándose al destino final de sus compañeros de batalla, Renart descendió por las escaleras de la torre con rapidez y apenas estuvo en tierra firme, alzo la vista para contemplar el panorama, notando como los infiltrados que los superaban en número, seguían apareciendo como una plaga, esta vez bajando por la muralla como arañas buscando su siguiente presa.

Supo una cosa con certeza esa noche en que La Rebelión no daba tregua: que Voreskay perecería bajo el fuego del ejército de Transaleste.

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