Conquistadora... guerrera... ¿niñera?

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Supe que estaba muy próxima a la senilidad cuando me di cuenta de que el parloteo de una niña que no tenía ni cinco veranos de edad me resultaba entretenido. Me quedé sentada en un banco mientras las dos niñas se subían y se bajaban de mi regazo, hasta que empezaron a pelearse para ver cuál de ellas se sentaba en tan preciado lugar. Las levanté a las dos a la vez y me coloqué a cada una encima de un muslo. Parecieron conformes con la decisión y la mayor se puso a hablar.

Fue entonces cuando empecé a mirar a mi alrededor, con impaciencia, debo confesar, en busca de Camila. La niña pequeña, de tal vez tres veranos de edad, eligió ese momento para apoyarse en mi pecho. Sentí una acometida de algo parecido al pánico cuando se acurrucó contra mí, bostezó y se quedó dormida sin más. Ahora no me podía mover. La niña mayor seguía parloteando sobre el azul del cielo, la muñequita de trapo que tenía en las manos y mi largo pelo oscuro. Como he dicho, supe que estaba perdiendo la cabeza porque, en algún momento, me recosté contra la pared externa de la casa y me quedé escuchando fascinada sus divagaciones.

-Puedo... puedo ocuparme yo de ellas, Señora Conquistadora -balbuceó Petra nervioso, al ver a sus hermanas tan cómodamente instaladas encima de mí.

Sabía lo que sentía el niño. Era miedo, de mí y de lo que era. Sus hermanas eran demasiado pequeñas para saberlo y me mostraban una adoración incondicional. Este niño, sin embargo, me conocía, y la mera idea hizo que parte de mí quisiera agachar la cabeza avergonzada. Creo que sobre todo tenía miedo de que perdiera los estribos con las niñas. A saber cuándo me había visto perder los estribos, si vivía en palacio. ¿Cómo podía decirle que yo sentía más terror ante estas dulces cositas del que podrían llegar a sentir ellas hacia mí?

-Déjalas, Petra -respondí y le hice un gesto para que se sentara a mi lado en el banco-. Quiero que me cuentes unas cosas sobre cómo se vive aquí, niño.

Quería averiguar qué era lo que ocurría de verdad en este lugar y por qué se daban unas condiciones de vida tan intolerables dentro de los muros de mi palacio. Sabía que no obtendría mejores respuestas que las de alguien que vivía aquí y que además parecía bastante honrado. Cierto, había robado comida, pero creo que en este caso el fin justificaba los medios. Había intentado trabajar para traer un sueldo a la familia, pero los soldados lo habían rechazado. Sabía que un niño como Petra sabría muchas cosas sobre el lugar donde vivía. Los niños suelen tener las orejas grandes, aunque la gente no les preste mucha atención. Quería nombres, y me daba la impresión de que Petra los conocía todos.

Yo miraba al niño mientras hablaba y, a lo largo de la conversación, sus ojos no paraban de posarse en la empuñadura de mi espada. La cabeza de león plateada con sus ojos de zafiro despedía rayos de luz cuando el sol se reflejaba en el metal. Había encargado que me hicieran esta empuñadura cuando juré cambiar mis costumbres. Desde entonces habían pasado cinco estaciones. Vale, progresaba despacio, pero la cabeza de león de la empuñadura de mi espada era un recordatorio silencioso para mí.

Era un recordatorio de una época en que pensé que podía ser a la vez guerrera y administradora de justicia. Empezó cuando Cortese atacó mi pueblo, cuando huí de mi hogar llena de culpa al pensar que era responsable de la muerte de mi queridísimo hermano. Me convertí en guerrera con un único ideal: defender a mi país de todo aquel que pretendiera robarlo. Persas, romanos, galos... todos ellos lamentaron el intento. Les hice lamentar haber puesto pie en suelo griego. Fue entonces cuando me gané el título que me otorgó el pueblo: la Leona de Anfípolis.

No sé por qué eligieron ese título. ¿Por mi fiero orgullo, por el valor que demostraba, por mi energía implacable como guerrera? Fue en la época anterior a mi decisión de echarme a la mar, antes de César, antes de Chin, antes de convertirme en una mujer llena de ansia de poder y venganza. César... me reí por dentro. Estaba muerto y enterrado, asesinado por su propio Senado hacía ya diez estaciones. De modo que adopté el símbolo del león, para recordarme lo que había sido... y lo que aspiraba a ser de nuevo.

La Conquistadora (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora