Epílogo

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Martes 17 de diciembre de cuatro años más tarde

-¡Todos a vuestros sitios que ya viene!— exclamó en susurros, separándose de un brinco de la ventana, a donde se hubo pegado cual camaleón para advertir la presencia de su chica.

Todos los presentes se fueron arremolinando por todo el salón de la casa, ocupando lugares en los que pasar desapercibidos. Natalia, más nerviosa que ocho nerviosas, esperaba la entrada de su chica por la puerta que acababa de llegar del trabajo más tarde de la cuenta, pues había tenido un problema de rectorado que tuvo que solucionar y que le ocupó más de la mitad de la tarde. Por esa razón, portaba un mal humor innato que se notaba en la fuerza que ejercía al hacer las cosas. La puerta de su coche fue su primera víctima. Lo cierto es que no podía imaginarse otra cosa que llegar a casa por fin y acurrucarse entre los brazos cálidos de su chica, quien seguramente llevaría ya un rato bastante grande esperando su llegada. Se imaginaba enfundada en su pijama de gatitos y juraba que podía sentir un orgasmo.

Introdujo la llave en la cerradura y se sorprendió al encontrarse con la morena directamente de frente, esperándola de pie en el pasillo.

-Hola— saludó en mitad de un suspiro—, estoy hasta los cojones de Marcelo, me ha tenido tres horas sentada en su puto despacho— no la miraba, se había agachado para deshacerse de sus zapatos y dejar sus pies descalzos. Qué gustirrín...—. ¿Qué tal tu día, cariño?— se acercó a su lado para recibirla con un abrazo que curaría todas sus preocupaciones.

-¿Estás cansadita, mi amor?— sus manos por su espalda enviaba un sinfín de latigazos eléctricos por todo su cuerpo.

-Sí, pero no para otra cosa— ronroneó buscando su boca, pero Natalia esquivó el beso con una maestría que consiguió dejarla anonadada, tanto, que tuvo que parpadear para comprender lo que acababa de pasar—. Mmm... ¿Me acabas...? ¿Me acabas de hacer una cobra?

Natalia se alejó de ella por el pasillo, muy nerviosa, de repente.

-Natalia Lacunza, ven aquí ahora mismo— la llamó viéndola como huía en dirección al salón.

Gruñó en voz baja y maldijo el nombre de su novia un montón de veces. A veces tenía actitudes infantiles que no hacían otra cosa que sacarla de quicio. Con su mal humor incrementando por segundos, decidió ir tras ella. Dejó el bolso en el pasillo, como solía hacer y fue detrás, encontrándose con las luces del salón apagadas y las persianas hacia abajo, por lo que la existencia de algún resquicio de luminosidad era prácticamente nula. No podía ver nada, pero se sabía el lugar de memoria, así que no tuvo problemas en adentrarse con confianza en el interior de la sala. Sin embargo, chocó contra un cuerpo que supuso era el de Natalia a pesar de que le notaba los brazos mucho más hinchados.

-Nat, ¿estás tonta? Te he dicho que he tenido un mal día y no tengo ganas de...

-¡SORPRESA!

La luz se hizo de repente y se encontró de frente con el rostro de su mejor amigo, que le dedicaba una sonrisa más grande que el mismo Empire State. Carlos... hacía tanto tiempo que no lo veía que sintió ganas de llorar, y es que desde que el muchacho se había mudado a Barcelona, su ciudad natal, para terminar de profesionalizar su carrera fotográfica apenas conseguía verlo un par de veces al año. Eso sí, el contacto ni por asomo se perdía entre los dos, teniendo en cuenta que hablaban cada día aunque solo fuera unos ratillos antes de dormir, en donde se contaban cómo les había ido el día respectivamente.

-¡Feliz cumpleaños, Alba!— volvió a oír un grito multitudinario que consiguió hacerla despertar de su pequeño trance.

La rubia parpadeó confusa, viéndose completamente obnubilada a la situación que le estaba tocando vivir. Repasó su alrededor por todas las caras conocidas. Estaban Mimi, Julia, Carlos, Miki, Sara, los amigos de su novia, sus padres, su hermana, Aida, Mikel, Santi, Elena... Y por supuesto su chica, junto al interruptor de la luz con una sonrisa tan grande que iluminaba incluso más que la propia lámpara que colgaba del techo.

Cruzando el límiteWhere stories live. Discover now