Capítulo 40

11.7K 705 276
                                    

Domingo 23 de agosto

-Maldita sea— gruñó una vez más cuando el sonido del timbre acaparó de nuevo cada rincón de la casa.

Se levantó del sofá y, con sumo cuidado, arrastró los pies hasta la puerta de entrada donde el mismo sonido hizo de las suyas repiqueteando en su cabeza como si se tratara de alguna de esas canciones de reggaeton que tan poco soportaba. Rugió una vez más por ese motivo y se inclinó en la mirilla para encontrarse con quien fuera que usurpara la tranquilidad de su casa. Alba era un tanto ermitaña, y odiaba que, cuando se encontraba en ese estado, cualquiera fuera a interrumpir su sosiego. Llevaba todo el fin de semana con un dolor de cabeza horrible, y, para cuando se le había calmado un poco, llegaba quien quiera que fuera a cortar con su estado zen. Si es que no podía ser más gafe.

Sin embargo, al advertir la presencia de la otra persona al otro lado de la puerta, las piernas se le volvieron gelatina y tuvo que apoyarse sobre la puerta para no perder el equilibrio.

La veía allí de pie, a través de un solo ojo que podía asomar por la rejilla que dejaba la puerta. Estaba con un pie subido al escalón y las manos dentro de la sudadera que llevaba puesta, también podía advertir los pantalones cortos que acompañaba con aquella prenda. Iba a entrar la noche y últimamente el fresco la caracterizaba demasiado, así que no le extrañó que hubiera optado por algo tan abrigado. Suspiró, se planchó la camiseta que llevaba puesta y se aseguró de que cubriera sus piernas lo suficiente, pues era lo único que la vestía.

Lo cierto es que no hablaban desde el viernes. Cuando el sábado consiguió reunir las fuerzas suficientes para revisar la pantalla de su teléfono, se encontró con un total de cuarenta y ocho llamadas perdidas por parte de ella. Estuvo intentando contactar con ella hasta altas horas de la madrugada, pero pareció llegar a un punto en el que pensó que lo mejor era darle su espacio, y por esa razón no había vuelto a intentar ponerse en contacto con ella en todo el fin de semana. Hasta ahora, que la tenía allí en frente, con el pelo recogido en una coleta que seguramente dejaría libre un par de mechones al viento, obteniendo un aire aniñado de lo más dulce. Alba tragó saliva y agitó la cabeza con fuerza, ya no podía huir más, sabía que tenían una conversación pendiente y que la pelinegra le debía unas disculpas.

-Alba, ábreme, sé que estás ahí, he visto como se oscurece la mirilla— musitó con voz suave desde el otro lado. Natalia colocó la palma de una de sus manos sobre la puerta y allí también apoyó la frente con dolor. Tragó saliva antes de hablar—. Por favor, déjame hablar contigo.

Su voz fue tan suplicante que el corazón de la rubia se agitó sin que pudiera hacer nada para pararlo. Y ese fue el empujón que necesitó para abrirle la ventana hacia su corazón. Cuando la tuvo cara a cara, todavía con la cabeza gacha de haberla tenido apoyada en la puerta y la mano alzada por la misma razón, tuvo que suspirar ante su presencia. Natalia levantó la mirada y sus ojos le golpearon de una manera fiera que ni siquiera se esperaba. Bajo estos, dos ojeras prominentes se pronunciaban sin piedad, un augurio que le enseñaba a la rubia que ella no había sido la única que se había mantenido en vela. Su aspecto desaliñado, ese que el empaño de la mirilla le hubo ocultado, le golpeó con fuerza y le hizo tragar en seco. Estaba preciosa, como siempre, pero el dolor que destilaba cada poro de su piel le urgía por un abrazo.

-Hola— le dijo con una sonrisa triste que se veía más que forzada.

Alba, por su parte, era el vivo reflejo de la imagen que aparentaba la morena. Se encontraba despeinada, su melena rubia parecía un nido de pájaros al que le faltaba la incubación de una madre, sus ojeras más perfiladas que las de la alumna por su evidente palidez, los labios agrietados por la falta de agua. Una imagen, en su defecto, de lo más enfermiza e hiriente.

Cruzando el límiteWhere stories live. Discover now